jueves, 28 de abril de 2016

El tren de la Sabana


Me dispuse a rescatar, de mi ordenador, un texto sobre el pensamiento lateral que mi amiga, Ana, me había pedido la última vez que hablamos, por teléfono. La invité a que me acompañara y que se acomodara en la habitación en la que yo trabajo, mientras ponía en marcha la impresora y buscaba en mis archivos.

De repente, vi que se había quedado extasiada, mirando una de las pinturas colgadas de la pared. Era un trabajo de un artista colombiano, cuyo nombre es Alejando Pinzón, a quien llegó a conocer, mi marido, un sábado por la mañana, al visitar una galería de arte, en Bogotá.

-Como en muchos otros de sus viajes por Sudamérica, Joaquín regresó a casa con la tela bajo el brazo -se me ocurrió comentar-. Le encanta la pintura “naif” y habrás visto que tengo las paredes de mi gabinete decoradas con este tipo de cuadros -recordé a mi amiga, Ana.

-¡Me encanta tu despacho! -exclamó- Creo recordar que la mayoría de los cuadros son de pintores cubanos. Pero, este, me causa una particular emoción -añadió, con una profunda expresión de nostalgia en sus ojos.

-Joaquín se enamoró de la pintura, razón por la cual la tenemos en casa ¡El tren, le tiene el corazón robado!

-¡Y a mí, Magdalena! ¡Por unos instantes, he regresado a mi infancia!

-Es lo que tiene la pintura “naif”. Te lleva a las ingenuas pinturas de cuando éramos niños.

-No -dijo, mi amiga, moviendo varias veces su cabeza, en señal de negación-. No es esto -repitió-. Me recuerda a mi padre, cuando era uno de los maquinistas del tren de la Sabana y vivíamos en una pequeña casita cercana a la estación de Usaquén.

Me quedé sorprendida. Tan extrañada como cuando vi la pintura, por primera vez. Colombia es un país que ha vivido, siempre, a espaldas del ferrocarril. Por lo cual, me había parecido chocante que, el tren, fuera el principal protagonista de la aldea dibujada por el artista.

-Ahora, Magdalena, se ha convertido en un tren turístico que funciona los fines de semana -dijo, Ana, con voz temblorosa por la emoción que le embargaba-. Pero, cuando yo era una niña, el tren de la Sabana era un ferrocarril muy importante que cubría el trayecto desde Bogotá hasta Zipaquirá y transportaba gran cantidad de gente y todo tipo de mercancías.

Dando rienda suelta a su entusiasmo, mi amiga, explicaba, con todo lujo de detalles, que la línea era atendida por nueve locomotoras a vapor y veinticuatro coches de pasajeros, además de los vagones de carga. Su padre le decía que la peor carga de trabajo se la llevaba su compañero fogonero, que se pasaba todo el trayecto echando paladas de carbón al horno para mantener en funcionamiento la caldera a presión. De hecho, recordaba a un hombre manchado de negro descender de la locomotora, junto a su progenitor y el miedo que le daba, todas cuantas veces había ido a esperar la llegada del tren, en compañía de su madre.

-El pasado año, quise ir a ver la estación de Usaquén, que yo tenía grabada en mi mente -continuó diciendo, Ana-. Me llevé una gran decepción porque todo me parecía mucho más pequeño.

Explicó que, al lado de la mastodóntica construcción que ocupa el supermercado Carrefour, se encontraba la pequeña casita rehabilitada, consistente en una planta baja de la que sobresalía un techado de tejas rojas que era la marquesina que cubría el andén de la estación. Tenía un solo piso en su parte superior, con tres grandes ventanales y una ventana más pequeña, a cada uno de sus lados. Ana, recordaba que en el costado izquierdo, la planta baja daba paso a una sala de espera.

-Debo reconocer que la casita estaba muy bien cuidada, pintada toda ella de blanco y amplias franjas azul turquesa en las esquinas -reconoció la hija del maquinista-. De las ventanas, colgaban tiestos con geranios que habían sido recogidos del jardín que rodeaba la pequeña construcción.  Había un hermoso césped con media docena de jóvenes abetos plantados sobre el mismo.

-¿Te alegraste al verla? -pregunté.

-¡Todo lo contrario! Me invadió la tristeza cuando anduve unos pasos en medio de los raíles y recordé las veces que, en compañía de mi madre, habíamos viajado a Zipaquirá. Llegaba a mí, el olor al negro humo que soltaba la locomotora, el chasquido de las ruedas contra los raíles de acero, cómo chirriaban cuando el tren frenaba, cómo se estremecían los vagones y, sobre todo, cuando el convoy marchaba decididamente diciendo: ¡chiqui-chaca! ¡chiqui-chaca! ¡poca plata! ¡poca plata! Lamento mucho decir, Magdalena, que los intereses malsanos de los dueños de las flotas y propietarios de camiones pesados, arruinaron la política de transporte público. Relegando a nuestro país en el último lugar, de entre todos los de Sudamérica, por lo que a red ferroviaria se refiere.




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