viernes, 30 de octubre de 2015

Comunicarnos, es decisión exclusivamente nuestra… ¡Pero, siempre, deja huella!



  
 Porque, el encuentro cercano con otra persona, siempre nos deja algo, que nos impide ser los mismos que nosotros fuimos, anteriormente.

Contando con el beneplácito de quien me lee, desearía volver a mi anterior escrito, “Un torpedo en la línea de flotación”.

Recordarán que, en el mismo, me preguntaba cuáles podían ser las razones por las cuales, a la hora de compartir contenidos íntimos, pasemos de un amplio nivel de apertura, a la interrupción de la comunicación.

Algo sucede para que se modifique ese profundo nivel de apertura. Queremos pensar que es por la forma de ser de la otra persona, por algo que dijo, o hizo; o que dejó de decir, o de hacer. Que hubo algo, ajeno a nosotros, que nos empujó a cambiar nuestro nivel de relación.

Nos suele resultar más fácil señalar a otros como los causantes de lo que nos sucede, en lugar de aceptar que los cambios se producen en nuestro interior. Tanto la cercanía, como la necesidad de alejarnos, toca en nosotros ciertas fibras sensibles y nuestra reacción es la de protegernos para no vivir lo que de alguna forma nos duele. Algunos querrán distanciarse, evitando el trato cercano; mientras que, otros, lo que desearían sería continuar con el contacto íntimo, ya que lo que les produce malestar es el alejamiento, la ausencia, y la sensación de abandono.

En lugar de culpar al otro, responsabilicémonos de nuestros propios pensamientos, de nuestros sentimientos y emociones; al igual que de nuestras reacciones y actuaciones. Debemos observar lo que ocurre en nosotros, y aprender a manejar el malestar que sentimos ante ciertas situaciones. Ese intercambio con la otra persona, puede haber removido elementos que estaban aparentemente olvidados, o que creíamos que ya no nos afectaban. No los ignoremos. No huyamos de nuestras emociones y sensaciones. En ciertos elementos dolorosos, suele estar la clave que nos desvela por dónde deben transcurrir nuestros aprendizajes.

Es posible que esa cercanía, en algunos, o el deseo de no querer perder esa intimidad, en otros, reavive recuerdos que preferimos no remover, que despierte emociones o pensamientos que no deseamos afrontar. Que nos muestre ciertas características de nosotros mismos que no nos gustan, o que considerábamos haber superado, hacía tiempo.

Podemos pensar que nos equivocamos al haber expuesto nuestra alma, tal como lo hicimos. Cuando abrimos las compuertas de nuestra intimidad a alguien, en momentos especiales, dejamos de tener ese grado de control que creíamos haber logrado en nuestras vidas. Nos sentirnos vulnerables ante esa persona, y eso nos asusta. Nos preguntamos si ha estado bien. A dónde nos ha llevado, o nos puede llevar, confiarnos de esa manera a alguien.

Ahora somos diferentes, no actuamos como lo hacíamos. Hay personas que nos recuerdan épocas anteriores de nuestra vida. Y, al estar con ellas, vienen a nuestra mente momentos vividos en tiempos anteriores, los cuales pueden hacernos reflexionar sobre cómo éramos y cómo ha ido cambiando nuestra vida. Pensamos acerca de algunas decisiones y los caminos que elegimos.

Ante este recordar elementos del pasado, vemos que hemos dejado de lado ciertas experiencias, sueños y aficiones. Ahora, que han vuelto a hacerse presentes en nuestra vida, debemos tenerlos en cuenta, sin precipitar su rechazo. Procede observar, ver a dónde nos llevarían y qué elementos positivos podrían aportar a nuestro presente.

Por el contrario, quizás confirmemos que ya no forman parte del camino que nosotros hemos escogido. Que en algún momento decidimos ir por otro rumbo, y que deseamos continuar por ahí. De alguna forma, esa experiencia que hemos vivido, servirá para reafirmarnos en nuestras decisiones.

No sabemos si la interrupción de la comunicación de nuestra intimidad será permanente e irreversible. O, tan sólo, si será algo temporal. Dependerá de los aprendizajes que hayamos tenido, y de nuestra propia evolución. De si nos atrevemos a averiguar qué puede aportar, esa persona, a nuestra vida, o si consideramos que no tiene nada que ofrecernos. O bien que, lo que intuimos que pueda aportarnos, no nos gusta. Dependerá, igualmente, de si tenemos la convicción de que la conocemos; de si, como ocurre con la punta de un iceberg, sólo conocemos una pequeña parte, y no queremos profundizar.

Lo que no podremos evitar será que, aquellas experiencias vividas en el pasado, hayan dejado algún tipo de huella en nosotros. Porque, el encuentro cercano con otra persona, siempre nos deja algo, que nos impide ser los mismos que nosotros fuimos, anteriormente.








viernes, 23 de octubre de 2015

Lapislázuli




¡Es muy buena talladora de gemas! Hace verdaderas maravillas con el lapislázuli.

-¡Me vas a tener que disculpar, Magdalena, pero tengo mucha prisa! -exclamó, mi amiga, mientras esperaba, con gran impaciencia, a que se abrieran las puertas- ¡Dile a Pilar que se deje de bobadas y que venga a verme!

Fue la primera en descender de la plataforma. Delante de mí, lo hicieron otras personas porque yo me había retrasado, porfiando en rescatar mi maleta, que había quedado prisionera entre las que habían sido depositadas en el portaequipajes. Apenas me bajé del tren, la vi avanzar apresuradamente entre la gente que caminaba por el andén. Arrastraba su maletín a ruedas que, además de guardar sus efectos personales, disponía de una bolsa acolchada, especialmente diseñada para su ordenador portátil. Desapareció de mi vista, cuando el último peldaño de la escalera mecánica la depositó en el piso del vestíbulo superior.

Habíamos llegado a Madrid, en el tren de alta velocidad. Araceli había viajado desde Barcelona, y yo lo había hecho, desde Lérida. La casualidad quiso que coincidiéramos en el mismo vagón, después de llevar algo más de un año, sin vernos. Le pregunté al revisor si podía sentarme en el asiento que había quedado libre al lado del de mi amiga. Me dio autorización a hacerlo, aventurando, por la hora que era, pasadas las once de la mañana, que podría quedar disponible durante el resto del trayecto.

Mi amiga, me contó que, la tarde anterior, había ido a la inauguración de una tienda que un cliente de la agencia de publicidad en la que trabajaba, había abierto en Barcelona. A primera hora de la mañana, le había telefoneado su jefe, pidiéndole que se incorporara a un improvisado encuentro que el representante de un grupo inversor catarí había solicitado, con carácter de urgencia. La reunión tendría lugar en un reconocido hotel del Paseo de la Castellana, a la una y media de la tarde.

-Podría llegar a tiempo -me dijo, sin haberse quitado el agobio de encima- , si no fuera porque, con la remodelación que han hecho, de la estación de Atocha, se tarda media hora para llegar a la parada de taxis, desde que te bajas del tren.

Se relajó, no obstante, tan pronto le pregunté por su vida y por su familia. Yo le conté, igualmente, lo más relevante que me había ocurrido en el último año y hablamos de un buen número de cosas. Hasta que, de repente, demostró un especial interés por preguntarme:

-¿Qué pasa con Pilar? Me han dicho que está atravesando una crisis de caballo ¡Tú, como psicóloga, debes saberlo!

-¿A qué Pilar te refieres? -pregunté, un tanto sorprendida por la pregunta, con la intención de asegurarme que se trataba de la misma persona con la cual yo había estado en reciente contacto.

-La ex de Arturo. Tenía una galería de arte, en Majadahonda.

-No sabía que os conocierais -contesté-. Yo no soy su psicóloga. Si lo fuera, muy poco podría contarte.

-Pues, ¡mira tú por dónde! Hace unos días, una amiga de Pilar, me dijo que ella había contactado contigo. ¡Me quedé tranquila! ¡Pensando que se había puesto en buenas manos!

-¡Muchas gracias por la consideración que demuestras tenerme! En realidad, nos cruzamos algunos mensajes, después de que ella entrara en mi blog. A raíz de los cuales, he mantenido varias conversaciones telefónicas con ella, de manera informal. Me he dado cuenta de que lo está pasando muy mal. ¡Me gustaría poder ayudarla!

-¡Tienes que hacerlo, Magdalena! Es una persona a la que tengo en gran estima -dijo Araceli.

-¡Lo intentaré! -prometí, a mi amiga- Siempre y cuando, ella me lo pida, y quiera que le ayude…

-¡Es terca como una mula! -interrumpió, mi amiga- ¡Me desespera! ¡Te lo confieso, Magdalena!

Entonces, Araceli procedió a retirar el ordenador portátil que había mantenido sobre la bandeja, y lo guardó en su funda. A continuación, se acomodó en su asiento y, mirándome a los ojos, con expresión de gravedad en su rostro, me dijo:

-Soy amiga de Pilar, desde que íbamos al mismo colegio. Aun cuando hemos estado largos períodos de tiempo, sin saber nada, la una de la otra. No llegó a terminar sus estudios en la Facultad de Bellas Artes, en la Complutense, porque se enamoró de un chileno, bastante mayor que ella, y decidió irse a vivir a Chile ¡Te habrá contado esta experiencia!

-No. Ya te he dicho, Araceli, que he hablado muy pocas veces con ella ¡Pero, me satisface saber esto!

-¿Por qué, Magdalena?

-Porque indica que tiene valentía para la toma de decisiones -contesté.

-¡Eso era antes! -exclamó, mi amiga- Desgraciadamente, ahora está hecha unos zorros. ¡Te sigo contando! Al poco de llegar a Chile, Pilar me escribió una carta, diciéndome que vivía en Antofagasta y que, cada día, estaba más enamorada de su pareja, un pintor que empezaba a tener reconocimiento en el país andino. Ella, había encontrado trabajo en un taller de joyería y era muy feliz.

Araceli hizo una pausa. Se quitó las gafas que llevaba puestas y las guardó en la funda que había permanecido presa por la rejilla que había en el respaldo del asiento, frente al suyo. Por unos instantes, se dedicó a juguetear con ella, entre sus manos, mientras yo la observaba, en silencio. Continuó diciendo:

-Me dio mucha alegría saber de ella y la llamé por teléfono. Tuvimos una larga conversación, durante la cual me habló, con entusiasmo, del pintor, de la ciudad a la que se había ido a vivir, del país, de sus gentes, y de su trabajo. ¡Todo le parecía una maravilla! Asumimos el compromiso mutuo de llamarnos, sin dejar transcurrir excesivo tiempo. Lo cual hice, de propia iniciativa, al cabo de unas semanas, para felicitarle las fiestas de Navidad, que estaban, a la vuelta de la esquina. Como siempre que pienso que algunos celebran la Navidad en verano, me produjo una extraña sensación saber que Pilar pasaría unos días de playa. No sabría explicarte, pero me quedé con mal sabor de boca, y preocupada, por cómo se había desarrollado la llamada telefónica. Conociendo a Pilar, supe, por la forma y el tono en los que me había hablado, que algo me había ocultado.

-¿Por qué no le preguntaste, directamente?

-¡Lo hice! -contestó, Araceli- Me dijo que no debía preocuparme, que todo iba muy bien; lo único que le sucedía, era que había tenido una gran carga de trabajo, y necesitaba unas vacaciones.

-Continúa, por favor ¡Perdón por la interrupción!

-¡Lo que son las cosas! -exclamó, Araceli- Uno de nuestros clientes, sabiendo que nosotros tenemos agencia asociada en Santiago de Chile, nos pidió que le organizásemos un recorrido por el Desierto de Atacama. Naturalmente, pasamos la responsabilidad de cumplir con el encargo a nuestra corresponsal en Chile. Si bien, mi jefe quiso que yo me uniera al grupo de ejecutivos que iba a realizar el viaje, asumiendo la coordinación del mismo. Era finales de enero, y la expedición tendría lugar en Semana Santa. ¡Fenomenal! ¡Tendría la oportunidad de visitar a Pilar, en Antofagasta!

-Y ¿qué ocurrió? -pregunté, a mi compañera de viaje, dándole a entender que esperaba las peores noticias y que podía abreviar su explicación.

-¡Me llevé un gran disgusto! Después de hacer repetidas llamadas, me convencí que ninguno de los dos números de teléfono que tenía, de Pilar, estaban operativos. Llamé a su casa de Las Rozas, pensando que me podrían dar razón de ella. Me contestó una de sus hermanas y me dijo que, su madre, estaba internada en un sanatorio. Lo único que ella sabía de Pilar, era que había dejado a su pareja. Al insistir, en busca de algún tipo de información, lo único que saqué en claro, es que se había trasladado a vivir a Santiago, y que ella creía que estaba trabajando en algo involucrado con el lapislázuli.

-¡Jolín! ¡Menudas pistas!

-¡Pues resultaron definitivas! -me sorprendió, al exclamar, Araceli- Nada más llegar a Santiago de Chile, el compañero de la agencia que nos vino a recoger al aeropuerto, me dio la dirección de un taller de joyería, entre los varios a los que había llamado; en el cual, le confirmaron que, Pilar, estaba trabajando con ellos.

-¡Pudiste verla!  ¡Claro!

-¡A la vuelta de Antofagasta! Después de recorrer parte del Desierto de Atacama, cuya experiencia es inefable, tuvimos dos días libres, en Santiago. Cuando me presenté, sin avisar, en el taller donde trabajaba, se llevó una inmensa sorpresa. Por unos segundos, pareció no reconocerme. Pero, enseguida, se lanzó a mis brazos y se puso a llorar de emoción.

Temí que la voz de Araceli se quebrara, recordando aquel momento. No obstante, se repuso y continuó, diciendo:

-Fue un encuentro tan extraño, que nunca he sabido calificarlo, Magdalena. Pasé a recogerla, a la hora del almuerzo y, por la tarde, cuando terminó su jornada de trabajo. A la hora del almuerzo, quiso mantener el tipo, quitándole hierro al desastroso fracaso que había supuesto haber entregado su amor al pintor. Por la noche, decidimos cenar en el excelente restaurante del hotel en el que yo me alojaba, en plena Avenida Presidente Kennedy, en Vitacura, muy cerca del lugar de trabajo de Pilar. Fue una excelente decisión porque, al contarme los detalles de la relación con su pareja, y lo que había sufrido en los últimos meses, tuvimos que renunciar al postre y subirnos a mi habitación.

-¡Y, allí, Pilar, te abrió el corazón! -resultaba fácil de adivinar.

-Me confesó todo lo que espero que, muy pronto, te cuente. Lo cual indicará que podrás ponerla en camino de su recuperación. Aunque intentaba disimularlo, yo me quedé aterrada y compungida, viendo que su alma estaba rota. Además de su dramática experiencia sentimental, había concurrido el hecho de que, su padre, había fallecido poco antes de que ella hubiera decidido ir a vivir a Chile. En contra de los deseos de su madre, quien, a pesar de tener otras dos hijas, entendió que, Pilar, la abandonaba. Encima, le entró un gran complejo de culpabilidad, cuando, una de sus hermanas, le informó que, su madre, sufría desequilibrios emocionales.

Araceli, abrió el cierre de su bolso y sacó un botellín con agua mineral. Decliné su ofrecimiento. Después de mojarse, prácticamente, los labios, volvió a guardar la botella, de donde la había sacado.

-¡Espera! ¡Espera, Magdalena! ¡Aún no he terminado! Cuando, Pilar, pareció reponerse de su desconsuelo, me pidió que le sirviera un ron, de entre todos los licores que habían en el mueble bar de mi habitación. Se lo preparé con agrado, pensando que había acabado de desahogarse, habiéndome contado todo lo que había guardado, por mucho tiempo, dentro de ella. Después, decidí apuntarme a lo mismo. Cuando íbamos a chocar nuestros vasos, me dijo:

-¡Vamos a brindar por una noticia que te quiero dar! ¡El mes que viene, me tendrás en España! ¡He decidido casarme!

-Me quedé de piedra. Si me hubiesen pinchado, no hubiese salido una sola gota de sangre. Arturo, era restaurador de arte y tenía relación con muchos pintores; entre ellos, con quien había sido la pareja de Pilar, hasta hacía muy poco tiempo. Efectivamente, se casaron, y regresaron, ambos, a España. Debo decirte que Arturo es español. Con el dinero de Pilar, montaron la galería de arte. Ya sabes cómo terminó la historia ¡Menos mal, que no hay ningún hijo, por en medio!

-¿Cuánto tiempo hace que no hablas con Pilar? -pregunté, a Araceli.

-¡Uf! ¡Demasiado tiempo! ¡Lamentablemente!

-Desde que se refugió en Barcelona, después de su divorcio, no ha levantado cabeza. A pesar de que, según la misma Pilar me ha comentado, recibe una incondicional ayuda por parte de Javier, su actual novio -me consideré en la obligación de informar, a Araceli-. Vive en un estado de depresión permanente y su autoestima está por los suelos. Le he pedido que busque un trabajo, pero se ve incapaz de hacer ninguna gestión, alegando que no sabe hacer absolutamente nada.

-¡Es mentira! -saltó, Araceli, tomándome del brazo, con fuerza- ¡Es muy buena talladora de gemas! Hace verdaderas maravillas con el lapislázuli. ¿De qué te crees que vivió, durante todo el tiempo que estuvo en Chile? Mándamela, por favor, Magdalena. Dile que yo le he encontrado un trabajo y que le indicaré adónde tiene que ir.

-¡Magnífico! Eso será de gran ayuda, para ella; siempre y cuando tenga espíritu de lucha.

-¡Por eso no debes preocuparte! ¡Es una verdadera jabata! ¡Tú, preocúpate de recuperarla y ponerla en órbita!

El tren estaba circulando por Entrevías y había reducido su velocidad. Araceli me pidió que la ayudara a bajar su maletín y lo deposité sobre mi asiento para que ella pudiera acomodar el ordenador. Le entraron las prisas.










jueves, 22 de octubre de 2015

Mi decisión no es la tuya



“Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos.
Porque ellos tienen sus propios pensamientos”.  - Khalil Gibrán -

Tomar decisiones por cuenta de los demás parece una tendencia muy generalizada. En particular, en el ámbito de ciertas familias, en las que no se enseña, a los más jóvenes, a practicar la toma de sus propias decisiones. Peor aún, no respetan las que ellos toman, imponiéndoles aquellas que son de su personal agrado.

Mientras que, en otras, cada miembro suele tomar sus propias decisiones. Se entiende que, cada uno, es dueño de su propia vida. Por lo tanto, debe decidir por sí mismo, salvo aquellas situaciones en las que, por su importancia, o por su gravedad, considere conveniente escuchar la opinión de los demás.

Con demasiada frecuencia, nos encontramos con personas que no reciben la ayuda de su entorno más cercano. Les invade el sentimiento de estar abandonadas a su propia suerte, por lo que toman sus propias decisiones, prescindiendo de los demás. Renuncian a reclamar el apoyo que, por desidia, sus allegados no les han dado, y se ven obligadas a hacer uso de su propio criterio, a la hora de tomar la elección más conveniente.

Hay quienes aceptan que no se les ha impedido ser los verdaderos dueños de sus vidas. En líneas generales, dicen que no se les ha limitado su libertad y su derecho a decidir. Salvo en algunas ocasiones, en las que les fueron impuestas decisiones que sólo ellos podían tomar. Años más tarde, pudieron constatar cuan trascendentales resultaron ser las mismas, viéndose obligados a corregir las consecuencias negativas que de ellas se derivaron. Tuvieron que redirigir sus rumbos, de acuerdo a lo que ellos consideraron que era mejor.

Lo más dramático de esto, es que quien interfiere en la vida de otro, sin su consentimiento, y sin permitirle ser el artífice de su vida, no tenga en cuenta las consecuencias de lo que su decisión implique.

Desde aquí, hago una petición: seamos muy respetuosos, cuando encontremos que hay algo que no nos gusta en la vida de nuestros seres queridos; o en las de otras personas, sobre las que podemos tener influencia. No pensemos que las cosas deben hacerse de acuerdo a nuestro criterio y a nuestra particular forma de ver el mundo. El porvenir de cada uno es suyo. Se equivoque o no, tenga la edad que tenga, debe tomar sus propias decisiones y asumir las consecuencias que de ellas se deriven.

Me parece oportuno terminar con las palabras del escritor y poeta, Khalil Gibrán, cuando contesta a una pregunta referida a los hijos, en “El Profeta”:

“Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos.
Porque ellos tienen sus propios pensamientos.
Podéis albergar sus cuerpos, pero no sus almas.
Porque sus almas habitan en la casa del mañana que vosotros no podéis visitar, ni siquiera en sueños.
Podéis esforzaros en ser como ellos, pero no busquéis el hacerlos como vosotros”.










viernes, 16 de octubre de 2015

Un torpedo en la línea de flotación



Fue un hecho que nuestras compuertas fueron abiertas. Ya no podemos rescatar aquello que comunicamos a la otra persona y volverlo a almacenar, como si nada hubiera pasado. 

La necesidad de compartir aspectos de nuestra intimidad con alguien, puede variar.

Hay momentos de mayor cercanía, en los que se abren las compuertas que contienen el caudal de emociones y sentimientos que hemos ido almacenando para nosotros mismos.

En tales ocasiones, nos comunicamos sin dificultad. Nos encontramos cómodos. Sabemos que la persona con la que estamos desea escucharnos. Que está realmente interesada en compartir aquella zona de intimidad que le confiamos y que depositamos en sus manos. Tenemos la seguridad de que la recibirá con el mayor de los respetos, con cariño, incluso. Suele producirse una mutua reacción: ambos, abrimos nuestro corazón, y nos comunicamos desde lo más profundo de nuestros corazones.

Sin embargo, se presentan situaciones en las que, ninguno de los dos, desea compartir, con el otro, los contenidos de su intimidad; ni siquiera, los que se han generado recientemente, los que han formado parte del día a día de las últimas semanas, aquellos que no han tenido tiempo de ser procesados y almacenados. No hace falta que los dos coincidan en esta actitud, bastará con la de uno de ellos.

Con seguridad, las circunstancias que propiciaban tan íntima comunicación, habrán cambiado. Pero, ¿son conscientes, ambos, de las razones que han surgido para que se haya producido ese distanciamiento? ¿Han sabido trasladar, el uno al otro, los motivos por los cuales se ha producido?

Fue un hecho que nuestras compuertas fueron abiertas. Ya no podemos rescatar aquello que comunicamos a la otra persona y volverlo a almacenar, como si nada hubiera pasado. Nos resta, tan solo, confiar que permanecerán en una especie de memoria conjunta, íntimamente compartida.

Me pregunto  por qué modificamos el nivel de nuestra comunicación con otra persona. Seguramente, hay múltiples causas. Cada uno, tiene sus propias razones. Yo soy partidaria de hablar de ello, pero sé que hay personas que no opinan lo mismo. Piensan que, a buen entendedor, pocas palabras bastan.  Creo que esa actitud puede llevarnos a confusión. Y que uno no sepa, o no comprenda, lo que realmente  sucedió; o lo que llevó, al otro, a cambiar.

La variación del nivel de apertura se explica, en parte, por la naturaleza de su propia personalidad. Hay personas introvertidas, que han aprendido a guardar, para sí mismas, sus sentimientos, sus pensamientos y sus propias vivencias. Casi nunca, las comunican. Únicamente, hacen partícipes a los demás, al afrontar situaciones muy específicas, en las que abren las compuertas de su intimidad, para volver a cerrarlas. Cuando cambian las circunstancias que facilitaron la comunicación, vuelven a su vida normal, elevando una muralla alrededor de su núcleo íntimo. Otras, con más tendencia a la extraversión, conservarían siempre el mismo nivel de apertura que han logrado con alguien; aunque no sean igualmente correspondidas, al cabo de un tiempo.

Cuando alguien que tiende a guardar silencio comunica contenidos muy íntimos, ¿lo hace deliberadamente, porque realmente desea hacerlo?, o porque el ritmo que han llevado la comunicación y la relación le inclinan a ello. Aquí, me pregunto si esa apertura se debe, en parte, a la forma de ser de esa otra persona, la cual contribuye a que haya un mayor nivel de intimidad.

También conviene saber si hizo, o dijo algo, para que se produjera ese cambio en el nivel de apertura de la relación. Por supuesto, es posible. Sin embargo, es la excusa que nos damos, frecuentemente, cuando nos resistimos a aceptar que los cambios tuvieron lugar en nosotros mismos. Lo que hacen los demás es el espejo en el que se refleja lo que no habíamos visto, hasta entonces. Cuando nos tocaron ciertas fibras sensibles, nuestra reacción fue intentar protegernos, alejándonos de personas que nos mostraban lo que no queríamos ver.








jueves, 15 de octubre de 2015

Una razón de Estado



-Me ha entrado una gran pena, y una profunda nostalgia, al abandonar Madrid y tener que separarme de mi hija, su marido, y de mis dos nietos.



Era la noche del sábado. Estábamos terminando la cena que tenía lugar en nuestra casa, la cual habíamos decidido organizar, Carlota, Estefanía y yo, con la excusa de la retransmisión televisiva de un partido de fútbol, de la máxima rivalidad. Roberto y mi marido, son grandes aficionados a este deporte, aun cuando militan en bandos distintos. Durante las casi dos horas que duró el encuentro, estuvieron pendientes de la televisión, tomando tragos y picoteando, a modo de degustación, del variado y generoso surtido de tapas que se estaba elaborando en la cocina. En lugar de seguir la retransmisión deportiva, Alejando, el marido de Carlota, a quien el fútbol no le llama la atención, se la pasó facilitando suministros a sus amigos. Además, nos ayudó a llevar a la mesa todos aquellos platos que eran susceptibles de ser servidos fríos. Sabiendo que Joaquín no se movería de delante del televisor hasta que hubiera terminado el partido, le rogué al propio Alejandro que eligiera el vino, de entre las botellas que tenemos guardadas en la pequeña bodega. Él mismo se ocupó de abrirlas, con gran ceremonial, oliendo cada uno de los tapones de corcho. Movió varias veces su cabeza, en señal de aprobación, y me pidió un par de decantadores para verter el vino en ellos, alegando que la calidad del mismo merecía una buena oxigenación.

Después de que todos los comensales ayudaran a retirar el servicio de la mesa, unos cuantos se dedicaron a llenar el lavaplatos y a ponerlo en marcha. El resto, nos ocupamos de llevar al salón todo lo necesario para poder servir café y copas, a gusto de cada cual. Supuso un gran despliegue de tazas, platos, cucharillas, copas, cubiteras con hielo…, salvo los licores, que estaban en el carrito que ejercía las funciones de bar. De esta manera, nos asegurábamos que todo el mundo tuviera, a su alcance, aquello que le viniera en gana. Por supuesto, a nadie se le ocurrió volver a encender la televisión.

Cuando ya todos nos hubimos acomodado en los sofás y en el par de amplios butacones, a Carlota se le ocurrió continuar la conversación, preguntando a mi marido qué tal le había ido su reciente viaje a Venezuela.

-¡Mal! - se limitó a contestar, Joaquín.

Mi amiga, se sorprendió del tono y la brevedad de la respuesta. Probablemente, se  quedó con las ganas de conocer los motivos que habían originado tan categórica negativa, por parte de quien ejercía de anfitrión. La intervención de su marido, la ayudó a conseguir tal objetivo.

-¡Por Dios, Carlota! -exclamó, Alejandro- ¡Mencionas la soga en casa del ahorcado! ¿No sabes que los negocios de Joaquín, en Venezuela, se han ido al traste a raíz de lo ocurrido en la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, celebrada en Santiago de Chile?

-¿Qué sucedió, para que tuvieran que fracasar? -preguntó, Carlota, poniendo cara de inocencia y de ignorancia, ambas cosas a la vez.

-¿Por qué no te callas? -soltó un gran grito, Roberto, seguido de una estrepitosa carcajada, dejando sorprendidos, a todos.

El primero en reaccionar fue mi marido, molesto con su amigo, por tomarse a broma un asunto de suma gravedad que ya había acarreado funestas consecuencias para los negocios con Venezuela; ignorándose, todavía, el verdadero alcance que podría tener para las empresas españolas, que operan en la patria de Simón Bolívar.

Todos comprendimos que se trataba del lamentable incidente que tuvo como protagonistas al Rey de España, don Juan Carlos I, y a Hugo Rafael Chávez Frías, Presidente de la República de Venezuela, aquel diez de noviembre de dos mil siete, mientras se producía la intervención del Presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero. El suceso dio la vuelta al mundo y, durante mucho tiempo, fue uno de los asuntos destacados en los medios de comunicación y en las redes sociales. El Presidente Chávez dio instrucciones de dejar en suspenso todos los pedidos hechos a empresas españolas y retener los suministros procedentes de España; llegando a amenazar, incluso, con la nacionalización de algunas importantes empresas españolas, implantadas en el país andino. Entre muchos otros, el pedido hecho por Venezuela a la empresa de mi marido, nunca llegó a materializarse. Ello, a pesar de los viajes que Joaquín hizo a Caracas, el último de los cuales había tenido lugar la semana anterior.

-Lamento de veras que os hayáis visto afectados, Joaquín -dijo, en tono de disculpa, el marido de Estefanía-. Son cosas que suelen pasar, con cierta frecuencia. Sobre todo, cuando se producen choques inevitables entre Gobiernos de signo político, antagónico.

-¡Pero no deberían ocurrir! -protestó, Joaquín- Las relaciones entre los Estados, jamás han de ser puestas en peligro por políticos mediocres, que pretenden anteponer los intereses de sus propios partidos, al bien común de los ciudadanos que los eligieron.

-¡A veces, ni siquiera eso! -exclamó, Estefanía-. La mayoría de políticos de hoy en día son tan prepotentes, que les ciega su propio ego. Ni tan siquiera se detienen a evaluar las consecuencias de sus actos públicos; y, mucho menos, de sus palabras.

- ¿Qué entiendes por relación entre los Estados, Joaquín? - preguntó Carlota.

-¡El supremo respeto que hay que mantener en las relaciones entre los pueblos! Sin interferir en sus costumbres, creencias, religión, régimen político, etcétera -contestó, mi marido con gran convicción-. En todo caso, potenciando el entendimiento entre las personas y el desarrollo mutuo de las relaciones económicas, en busca de un mayor grado de confort y bienestar.

-Esa relación, a la que te refieres -objetó Roberto- es muy difícil de establecer en el caso de algunos países latinoamericanos ¡Cuba, por ejemplo!

-¿Por qué? -preguntó, Joaquín.

-Porque resulta evidente que los cubanos se encuentran inmersos en un régimen comunista.

-¡No importa! Precisamente por ello, he mencionado que cabe distinguir entre las relaciones políticas y las relaciones entre los Estados. En el caso de Cuba, el ejemplo le viene como anillo al dedo, Roberto. ¿Te acuerdas de España, cuando estuvo, durante cuarenta años, bajo la dictadura de Franco? ¡Ningún país se negó a echar una mano a los españoles! Paradójicamente, tampoco Franco retiró la importante ayuda financiera de España a Cuba. Vulnerando, incluso, el bloqueo económico al que un aliado tan influyente como los Estados Unidos de América, tenía sometido a la gran isla caribeña ¡Esa fue una razón de Estado!
Se produjo un largo silencio.

-Permitidme que os cuente una emotiva experiencia -dijo, mi marido-. Tenida, precisamente, a raíz de mi último viaje a Caracas.

Todos nos quedamos mirando a Joaquín, igualmente sorprendidos por su propuesta, porque mi marido no se distingue, precisamente, por contar anécdotas. Resultaría evidente que fueron miradas de aprobación, al menos eso fue lo que interpretó el anfitrión.

-“A última hora de la mañana del lunes, de la pasada semana, decidimos que yo volvería a viajar a Venezuela, después de recibir la petición del responsable de nuestra oficina en Caracas, hecha en tal sentido, mediante correo electrónico. Mi secretaria no tuvo problemas para lograr la confirmación de una reserva de plaza para el día siguiente.

Para no perder la costumbre, llegué apurado de tiempo a la Terminal Cuatro del Aeropuerto de Barajas. Por la misma razón, tampoco el vuelo de Iberia, con destino a Caracas, saldría puntualmente. Esa fue la información que me dieron al efectuar el chequeo ante el mostrador de la aerolínea bandera, española. Me conformé, al comprobar que la tarjeta de embarque me asignaba la butaca de pasillo ubicada en la fila veintisiete. No me gusta sentarme junto a la ventanilla, cuando no está libre el asiento de al lado.

Tuve tiempo de comprar los periódicos del día y una revista del corazón para para la esposa del Delegado de nuestra oficina, en Caracas. Así como un par de botellas de vino, y otra de whisky, en la tienda libre de impuestos, las cuales entregaría a mi compañero, tan pronto pasara  el control de Aduanas, en el Aeropuerto Simón Bolívar, de Maiquetía. Sinceramente, me molesta transportar botellas, en los viajes; sobre todo, si no son para mí.

Cumpliendo con otra habitual manía, fui uno de los últimos viajeros en subir al avión; lo cual favoreció la operación de colocar todas mis cosas, y acomodarme en el asiento que tenía reservado. Al sentarme, saludé a la señora que estaba sentada junto a la ventanilla y ella me devolvió el saludo, en voz muy baja, dirigiéndome una mirada que reflejaba cierta angustia. Se me ocurrió pensar que podría tener miedo a volar.

Me pareció un rostro bello y noble. De edad mediana, según indicaba la frescura de su piel oscura, aun cuando me declaraba incapaz de adivinar su edad. Tampoco me facilitaba ninguna pista su abundante cabellera rizada, negra como el azabache. Era más bien gruesa, sus pechos generosos disimulados por una chaqueta de color blanco, cerrada hasta el cuello, por una hilera de botones. Se quedó mirando hacia el exterior, a través de la ventanilla, sus manos cruzadas sobre sus rodillas, cubiertas por una falda que hacía juego con la mencionada chaqueta. De reojo, advertí que eran unas manos oscuras y rugosas, castigadas por el trabajo.

Cumplido, por parte de la tripulación, el protocolo de seguridad destinado a los pasajeros, el acostumbrado rito del saludo de bienvenida, y los detalles básicos del vuelo, el avión se puso en movimiento y corrió, lentamente, por la pista de rodadura, hasta llegar a la de despegue. Mi vecina, seguía sin separar su nariz del cristal de la ventanilla. El piloto anunció la maniobra  y el aparato fue tomando velocidad, al correr por la pista, hasta que se elevó hacia el cielo, coincidiendo con la máxima entrega de potencia a sus motores.

Era un día frío del mes de enero, pero el firmamento aparecía radiante y la atmósfera limpia.  A medida que fue adquiriendo altura, el avión rodeó el extremo este de la ciudad de Madrid, hasta sobrevolar la Sierra de Guadarrama, antes de poner rumbo hacia Lisboa. Me di cuenta, entonces, que se deslizaban unas lágrimas por el rostro de la señora, del lado que no estaba al amparo de la ventanilla. La mujer intentaba secarlas con los dedos de sus manos. Contrariamente a lo que llegué a sospechar, no era miedo lo que tenía, sino que se había apoderado de ella un profundo desconsuelo. Discretamente, le aproximé un paquete de pañuelos de papel. Ella lo aceptó, sin decir nada.

Antes de que nos sirvieran el almuerzo, tuve tiempo de leer una crónica, firmada por el corresponsal en Washington, del periódico que tenía apoyado sobre mi bandeja. El artículo se refería a la contienda por la denominación del candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, por parte del Partido Demócrata. El Senador por Illinois, Barack Obama, estaba recortando las diferencias con respecto a su adversaria, Hillary Clinton que, en el “Caucus” celebrado el tres de enero en Iowa, había quedado en tercer lugar. Detrás, incluso, del candidato John Edwards. Los sondeos para el de New Hampshire, que se celebraría aquel mismo día, martes ocho de enero de dos mil ocho, otorgaban casi diez puntos de ventaja a Barack Obama, sobre la ex-Primera Dama. (Avanzada ya la noche, en la habitación del hotel, en Caracas, me enteré que Hillary Clinton había resultado ser la ganadora del “Caucus”).

Tuve que interrumpir la lectura, al aparecer la azafata con la bandeja del almuerzo. Gentilmente, mi vecina se hizo cargo del periódico, viendo que yo no sabía qué hacer con él. Nos deseamos, mutuamente, un buen apetito y esas fueron las únicas palabras pronunciadas durante la comida, a bordo. Tardaron en retirarnos las bandejas pero, cuando lo hicieron, un segundo carrito, proveedor de las bebidas, se plantó ante mí. Pedí dos botellines de whisky y un par de vasos con hielo. Me dirigí a mi vecina, diciéndole que había pedido un trago para ella. Me aceptó la invitación, dibujando una incipiente sonrisa en sus labios. Desde que nos subimos al avión, fue la primera vez que le brillaron sus ojos, color de miel.

-Mi nombre es Flor -me dijo, tendiéndome su mano-. Lamento mucho las molestias que le he dado.

Recogí su mano. Se la estreché, procurando transmitirle energía.

-¡Encantado! Yo me llamo Joaquín -contesté-. ¿Por qué habla, usted, de molestias? Es un placer tenerla como compañera de viaje -añadí, de buen grado.

-Me ha entrado una gran pena, y una profunda nostalgia, al abandonar Madrid y tener que separarme de mi hija, su marido, y de mis dos nietos. No he podido contener mi llanto, por mucho que me he esforzado -expresó, soltando parte de la tensión acumulada-. Ha sido mi primer viaje a España. Llegué a comienzos del mes de noviembre y hemos pasado un período navideño, entrañable ¡Quien sabe cuándo podré volver a verlos! ¿Va a Caracas? -me preguntó, de repente, dando un brusco giro a lo que me estaba diciendo.

-Sí; igual que usted, supongo -respondí.

-¡No! Yo continúo viaje a Maracaibo. Vivo en Cabimas, Estado Zulia.

-¡Hombre, una Maracucha! ¡El lugar que guarda, en sus entrañas, la mayor riqueza de Venezuela! ¡Y, donde se encuentran las mujeres más hermosas!

Por mis exclamaciones, comprendió que yo tenía algún conocimiento de su tierra. Al preguntarme por mi trabajo y por mi lugar de residencia, le hice un breve resumen de cuál  había sido mi experiencia profesional. Se emocionó al saber que, Magdalena y yo, habíamos contraído matrimonio, en Caracas. Entonces, ella, me contó cómo se había desarrollado su vida.  Me dio todo lujo de detalles, sobre todo, a partir de que su marido hubiera desaparecido de su casa, dejándola al cuidado de dos niñas. Cuando esto ocurrió, ella acababa de cumplir los veintitrés años. Tuvo algún que otro fracaso amoroso, y decidió que no volvería a casarse. Ahora no viene al caso, pero me gustaría contaros la vida de esta heroína, algún día. No muy distinta, por otra parte, del valeroso ejemplo de cientos de miles de mujeres que luchan por sacar adelante a su familia.

Llevábamos mucho tiempo hablando, cuando yo le pedí su autorización para ausentarme. Flor, aprovechó la oportunidad para hacer lo mismo. Cuando regresé a mi sitio, la encontré sentada en su butaca. Se había refrescado, olía a perfume, y estaba sonriente.

-Le traigo otro trago -le dije, depositando el botellín y el vaso con hielo, sobre la mesita que tenía abierta, delante de ella. No me dijo nada. Vertió el contenido del botellín sobre el hielo, tomó el vaso en su mano y, alzándolo, dijo:

-¡Bueno pues! ¡Salud, compañero!

Con cuidado, choqué mi vaso de plástico con el suyo para evitar que se derramara una sola gota del preciado líquido. Hice votos para que su próxima visita a Madrid no se hiciera esperar mucho tiempo. Flor me dio las gracias y tomó la palabra.

-Viéndole leer el periódico, me he dado cuenta de que le interesa la política -comenzó diciendo-. Hace mucho tiempo, también me sentía cautivada por ella. Pero, mi capacidad para soportar los engaños y las falsas promesas de los políticos, quedó totalmente agotada. Durante años, politicastros de no importa qué partido, nos han hecho creer que, Venezuela, era el paradigma de país democrático.

-Al amparo de una Constitución y un sistema de partidos políticos en el que dos grandes formaciones se han ido alternando en el gobierno del país -intervine, para demostrarle que estaba pendiente de lo que me decía-. Hasta que la irrupción de Hugo Chávez…

-¡No! ¡No! ¡No siga, por favor! -me interrumpió, Flor, el discurso- No se puede imaginar, Joaquín, el sentimiento de frustración e impotencia que llevo arrastrando al constatar el daño económico que la corrupción política ha causado a mi patria. Hoy, Venezuela, un país con ingentes riquezas, está sumido en la pobreza, y su sistema democrático dañado, de forma irreversible.

-Deberá producirse la regeneración que sea necesaria -dije, para interrumpir el silencio que se había producido entre nosotros-. La democracia es la única que otorga la voz y entrega el poder al pueblo…

-¡Siempre y cuando sea para elegir a estadistas capaces y honestos! -intervino, Flor, nuevamente-. Verdaderos hombres de Estado que, prescindiendo de intereses partidarios, tracen las grandes líneas de actuación por las que se tenga que mover Venezuela. Sobre todo, honestidad, a prueba de bomba, en la administración de los recursos. Respeto máximo a todas las naciones del mundo, sin importar su régimen político, para que los venezolanos seamos respetados, en justa reciprocidad.

Flor se revolvió en su asiento, apoyando su espalda contra la ventanilla para poder mirarme de frente. Se acercó el vaso con whisky a sus labios y tomó un sorbo, procurando controlar los trozos de hielo. A continuación me dijo:

-Le confieso que, teniendo un yerno y unos nietos españoles, así como una hija viviendo en España, no puedo comprender cómo algunos políticos de mierda, persigan el enfrentamiento entre nuestros dos países. Fíjese que las faltas de entendimiento entre los pueblos, son originadas por la actuación, o las palabras, de los politicastros. Les interesa desviar la atención de los ciudadanos, ocultando otros problemas que, ellos, no saben resolver. En cambio, un buen estadista, reclama respeto. Y, si me apura, fomenta el afecto entre sus gentes ¡Por una simple razón de Estado!

Los últimos tres cuartos de hora, antes de que el piloto anunciara el inicio de la maniobra de descenso hacia Maiquetía, Flor se la pasó haciendo una enfervorizada defensa de todos aquellos aspectos que unían a españoles y venezolanos, quitándole hierro a los defectos de ambos. Por supuesto, hizo valer la acogida, y el futuro, que Venezuela había brindado a cientos de miles de emigrantes, procedentes de todas las Comunidades de España.

Le sobró tiempo para contarme todas las maravillas que había descubierto, durante los dos meses que estuvo viviendo en casa de sus hijos, en Madrid. Se volvió a emocionar, recordando las fiestas de Navidad, Año Nuevo, y la Cabalgata de los Reyes Magos, en compañía de sus nietos.”

Le doy la razón a mi marido. Me parece una anécdota muy tierna, que invita a la reflexión.











viernes, 9 de octubre de 2015

Las diferentes vidas que podríamos haber vivido



Es imposible saber el camino que hubiera seguido nuestra vida si hubiésemos tomado otra decisión 

Azar, genética, coincidencias, oportunidades, circunstancias, decisiones y actuaciones propias o ajenas…

Familia, amistades, colegios, universidades, trabajos, enfermedades, situación económica; países, ciudades o pueblos donde residimos…

Existen multitud de factores que influyen para que, en un momento dado de nuestra vida, cada uno de nosotros seamos como somos. Muchos, escapan a nuestro control. Otros, en cambio, pueden depender de nuestra propia intervención.

Opino que no es muy recomendable pensar en lo que hubiera podido suceder, porque nunca averiguaremos si hubiera sido mejor o peor. No obstante, podríamos extraer lecciones de nuestras experiencias pasadas e identificar qué elementos de nuestro presente sería aconsejable corregir.

El entorno familiar, suele ejercer una gran influencia en nuestras vidas, dependiendo de  cómo es nuestra familia.  El número de hijos, el orden que ocupamos entre los hermanos, la edad de nuestros padres, el nivel socio-económico del que gozan, su profesión, lugar de procedencia y el de residencia…; el tipo de relación con otros familiares, cómo es nuestra vida cotidiana, quién nos cuida, qué enseñanzas recibimos… Todo lo anterior, nos afectará y se irá interrelacionando con nuestra particular forma de ser y de responder a esas múltiples variables que van influyendo en nuestra vida.

Algunas familias, hacen ver a sus miembros, y en especial a los pequeños, que las cosas son como ellos dicen, que no se pueden cambiar o cuestionar. Que se deben seguir las tradiciones. Que las verdades y las decisiones de algunos, son inamovibles. Que ciertos temas o hechos son “inmodificables” o “incuestionables”. Se les transmite que no deben poner en duda lo que se les ha enseñado. No se fomenta ni se desarrolla el espíritu crítico. Se da a entender que  la opinión de los mayores es más válida y sabia que la de los pequeños. Los hijos crecen pensando que muchas cosas son como son, y que así deben ser. Que son “inalterables”; porque así se les ha trasmitido. No han aprendido que ellos deben dar su propia respuesta a esas enseñanzas, aceptándolas y ratificándolas. O, discrepar de ellas, adoptando otras ideas más acordes con su opinión personal. Muchas de las características de estas familias pueden influir para que los niños crezcan siendo pasivos, o rebeldes.

Algunos niños asumirán, de forma pasiva, todo lo que ocurre en sus vidas como algo que deben aceptar y acostumbrarse a ello. Pensarán que es inútil lo que ellos puedan hacer. Por lo tanto, no desarrollan la confianza en sí mismos, y en su propio criterio. Permitirán que otros tomen decisiones por cuenta suya, creyendo que eso es lo normal.

Otros niños serán rebeldes. Se opondrán mediante la puesta en práctica de conductas que serán rechazadas por parte del grupo. Se intentará reprimir esos brotes de inconformismo, mediante el castigo. Los comportamientos negativos irán en aumento, así como los intentos de reprimirlos. Algunas emociones no serán manifestadas externamente para evitar el castigo, por lo que generarán inseguridad, inconformismo, agresividad, y una gran necesidad de afecto. Carga que van a sobrellevar durante gran parte de sus vidas.

En otras familias, los padres son más cercanos. Aceptan que cada uno de los hijos es diferente y tiene su propia opinión. Se fomenta el espíritu crítico, la comunicación y la participación de cada uno de los miembros. Se potencia la toma de decisiones y el que cada uno asuma la responsabilidad por lo que hace o deja de hacer. Se da a entender que, aunque aparecen elementos debidos al azar, o sobre los que tenemos poca influencia, hay muchos otros en los que sí tenemos qué decir o qué hacer; que las respuestas que demos a los problemas que se nos presenten, van a influir mucho en nuestro futuro. En estas familias, se respetan y se apoyan las actuaciones de todos sus miembros. Se prestan las ayudas necesarias para que, cada uno, sea dueño de su propia vida. De forma que vaya creciendo seguro de sí mismo, y en la confianza de que, mucho de lo que obtenga en la vida, dependerá de sus propios logros y de la forma cómo enfrente las situaciones que se le presenten.

Un tercer grupo de familias, se caracteriza por sobreproteger a sus hijos. Muy frecuentemente, los padres deciden por ellos. Se preocupan por facilitarles la vida, resolviéndoles sus problemas. Los hijos consideran que ellos no deben esforzarse porque su familia siempre les dará lo que necesiten. Tampoco aprenderán a  solucionar sus problemas. Adquirirán una falsa seguridad en sí mismos, pensando que todo lo pueden conseguir, sabiendo cómo pedirlo. Están convencidos de que se merecen todo lo que deseen. No conocen el valor del esfuerzo, y no son verdaderamente dueños de sí mismos, por lo que tendrán grandes dificultades para afrontar las circunstancias adversas que se les presenten.

En ocasiones, los estudios, o el tipo de trabajo que desempeñamos, pueden fortalecer  algunas características de la personalidad; en otras, aportan nuevas particularidades y prioridades en la toma de decisiones.

Las relaciones afectivas influyen mucho; dependiendo de la intensidad del vínculo, de la edad, de la forma en la que se desenvuelven, de concurrir circunstancias externas que las faciliten, o dificulten… Las más relevantes, tienen una gran influencia en nuestro desarrollo posterior. Si se truncan de forma inesperada, acarrearán consecuencias. Si son relaciones que duran en el tiempo, van a contribuir a modificar muchos de los aprendizajes anteriores. Emprendiendo, juntos, un nuevo camino,  muy diferente del que hubiese podido darse, al lado de otra persona. Es una influencia mutua, que se da día a día, y en la que inciden multitud de variables. Se toman decisiones personales y familiares que van forjando un futuro, y que, a su vez, influirán en los hijos, si los hay. Por supuesto que es uno de los factores que más incidirá en nuestra vida; por ello, es tan importante la calidad de la convivencia, el respeto, la libertad, y la comunicación. Una vez que hemos decidido unir nuestra vida a la de otra persona, esa relación marcará gran parte de nuestra existencia y de nuestro futuro. De los dos, dependerá por igual que se respeten y potencien las individualidades de cada uno, que se fortalezcan los puntos de unión, y se colabore para la consecución de metas comunes.

Si cualquiera de estos factores hubiera sido diferente, o nuestra forma de actuar ante lo que hemos recibido hubiera sido otra, nuestras vidas podrían haber tomado rumbos insospechados. Debemos ser conscientes que, algunas de las decisiones que tomamos, en algún momento, pueden tener mucha mayor trascendencia de lo que podamos llegar a imaginarnos. Resulta necesario, no tan sólo permitir, sino fomentar, incluso, que cada uno tome sus propias decisiones, o intervenga en todas aquellas que van a afectar su propia vida.