lunes, 29 de agosto de 2016

Para su protección y cuidado, el niño necesita de nosotros, los adultos

A la mayoría de los padres, les resulta prácticamente imposible estar todo el tiempo cerca de sus hijos. Necesitarán de otras personas, familiares, amigos, cuidadores o profesores, que les ayuden con la labor de cuidarlos y educarlos. ¡Por favor! Si necesitan recurrir a otros, conozcan lo mejor posible a esas personas que estarán tan cerca de sus niños. En casa, en la guardería, en el colegio… Que sean amorosos, que tengan paciencia, que los traten bien, que sean unas buenas personas, que tengan estilos educativos parecidos a los de ustedes... ¡Quiero pensar que la mayoría de las personas, que cuidan de nuestros hijos, son así!

Este escrito no pretende crear alarma. No es mi propósito que los padres se angustien por dejar a sus hijos al cuidado de otras personas, cuando así lo necesiten. Es un llamado a la prudencia, al sentido común y a que no se olviden de que tienen una gran responsabilidad, la cual no pueden eludir: la de velar por todo lo que se relacione con la vida de sus hijos. Por favor, tengan sumo cuidado en la elección de las personas que les ayudarán con el cuidado y educación de sus retoños.

Hagan un seguimiento de cómo se encuentran sus hijos, cuando están en compañía de ellos. Lo deseable es que los niños se encuentren a gusto y seguros, con sus cuidadores habituales u ocasionales; con aquellas personas con las que deban convivir durante horas.

Permanezcan atentos a cualquier señal o comentario de los niños, acerca de esas personas que les cuidan. Tanto a aquellos que sean positivos, como a los que puedan entenderse como queja o reclamación, por muy tímidas que las mismas sean. ¡Confíen en sus hijos! Si les dicen algo, ¡investiguen! ¡Averigüen la verdad! El niño recurre a sus padres para su protección ¡No cometan el gran error de confiar más en los adultos, que en los niños! Algunos cuidadores o formadores buscarán cómo justificar sus actuaciones para defenderse ante las acusaciones de los niños; quizás, mintiendo o culpándolos de haberse inventado un cuento. ¡Ojo! ¡Mucho cuidado! En ocasiones, los cuidadores pudieran hacer uso de amenazas para evitar que su indebido comportamiento con los niños llegue al conocimiento de los padres, de la familia, personas del colegio… Conozco el caso de unos niños que fueron francamente maltratados, obligados a callar bajo amenaza, incluyendo el mostrarles un cuchillo de cocina: “Si les cuentan algo a sus padres, los mato”. Uno de ellos, muy pequeño, que apenas estaba aprendiendo a hablar, dejó de hacerlo, durante muchos meses. Supongo que el miedo le indujo a sellar su boca para evitar decir lo que sucedía. Mientras los niños estaban sometidos al régimen del terror, ¡sus padres, sin enterarse de lo que pasaba en su casa!

Son muchos los críos que sufren las consecuencias del trato que les infringen otros. Gritos, castigos, amenazas, por no decir otras cosas peores.

No olvidemos que la responsabilidad del cuidado y formación de los hijos siempre es de sus progenitores, siendo ellos, quienes tienen la misión de ayudar a sus hijos cuando así lo requieran.

Si, cualquiera de nosotros, conoce de algún niño que lo está pasando mal, debido al comportamiento de otros, jamás pensemos que no es asunto nuestro. ¡Sí lo es! ¡Sí debemos ocuparnos de lo que sucede! ¡Hay niños que se encuentran indefensos ante las actuaciones de algunas personas adultas! Si tenemos conocimiento de ello y no hacemos nada, seremos cómplices de su sufrimiento. Si, sus padres, no cumplen adecuadamente con esa obligación de protegerles y cuidarles, ¡la sociedad debe hacerlo!



viernes, 26 de agosto de 2016

Aprendamos de la asertividad natural de los niños

    
   

La incipiente asertividad natural que observamos en el comportamiento de los bebés y de los niños, nos ayudará a comprender mejor algunos elementos importantes que forman parte del concepto que nos viene ocupando, la asertividad.

No pretendo decir que haya que imitar los comportamientos de los niños pequeños. ¡Ni más faltaba! La idea básica es la de que podamos desprendernos de ciertas actitudes y creencias limitantes, las cuales nos impiden encontrarnos a gusto con nosotros mismos y relacionarnos mejor con otras personas. Tendremos muchas más probabilidades de obtener lo que es importante para nosotros, si se lo expresamos a los demás, si les orientamos sobre lo que nos gusta y sobre aquello que nos molesta. Si establecemos unos límites razonables a lo que les permitimos y de lo que no estamos dispuestos a aceptar en nuestras relaciones personales.

En los adultos, a diferencia de lo que sucede en la primera infancia, la utilización de la asertividad será consciente y obedecerá a la intención de comunicarse de forma adecuada. Tendrá mucha más entidad y profundidad que la desplegada por los niños. Se utilizarán la comunicación verbal, los conocimientos y las experiencias previas, para relacionarse de forma asertiva con otras personas; sin callar sus necesidades, preferencias y las cosas que les afectan. Sin ser, tampoco, agresivos o manipuladores, evitando imponer  los propios puntos de vista.

Cuando se observa la forma de comportarse de los bebés y de los niños de muy corta edad, uno puede percatarse de que, a su manera, ellos expresan con toda claridad lo que quieren, lo que necesitan y lo que no les gusta. Además, poseen una característica muy importante, de la que adolecen, con frecuencia, los adultos: la persistencia. Son constantes en sus demandas e incluso pueden manifestar diferentes conductas, algunas de ellas muy creativas, llamativas o sofisticadas, para conseguir lo que consideran importante.

El niño pequeño protesta abiertamente cuando se le hace daño y cuando tiene algún problema, dolor o necesidad. Si le sucede algo que no le gusta, se lo hace saber inmediatamente a los demás, mediante gemidos, lloros y otras actuaciones más llamativas; a cualquier hora del día o de la noche, siendo muy persistente. Raramente deja de comunicar al mundo su disgusto, hasta que alguien hace algo por remediarlo.

Luego, cuando empiezan a gatear y a caminar, los niños hacen todo lo que se les pasa por la mente, de manera asertiva y persistente, en el momento en el que les apetece hacerlo. Como se dice en España, de forma elocuente y clara, ¡hacen todo lo que les da la gana y cuando les da la gana! Lo tocan todo, lo muerden, lo rompen, lo tiran… Exploran hasta el último rincón de la casa. Se meten en cualquier sitio, se suben a lugares peligrosos o se introducen en los sitios más insospechados. Saltan, se tiran desde cualquier mueble, van detrás de no importa qué animal o persona…

Estas conductas irán modificándose con los años, con la actuación y la colaboración de los padres y otros adultos. Se reducirán notablemente o podrán volverse más problemáticas o dañinas. Los resultados, en los niños, serán diferentes, dependiendo de la forma de ser del mismo, del tipo de educación que reciba y de las medidas utilizadas, por los adultos, para que aprendan a modificar o eliminar aquellos comportamientos que puedan resultar molestos o que sean potencialmente peligrosos.

El niño continuará siendo asertivo, adquiriendo cada día una mayor confianza en sí mismo y en la capacidad de solucionar los problemas que se le presenten o, como ocurre con demasiada frecuencia, irá perdiendo esa espontaneidad que le caracterizaba, adoptando aquellos comportamientos que son bien vistos socialmente y que no son problemáticos para los adultos que están encargados de cuidarle. Algunos, los que no se adapten, terminarán desarrollando lo que algunos consideran como problemas de conducta. También, podrán ser agresivos o manipuladores.

Algunos padres o cuidadores son personas amables y cercanas, que respetan la curiosidad infantil y su necesidad de explorar el mundo. Permiten que los niños vayan descubriéndose a sí mismos y a su mundo circundante, mientras adquieren conocimientos y destrezas, que les habrán de ayudar a desarrollar su inteligencia, así como lograr un mayor conocimiento y una mejor regulación de  sus emociones. Estos adultos comprenden cuáles son las necesidades de los infantes e incluso les acompañan durante el descubrimiento de todo lo que les asombra y llama su atención, repetitivamente. Quiero agregar algo a lo dicho, haciendo especial énfasis en ello: estos padres también ponen límites a algunas conductas de sus hijos, por medio del ejemplo, el diálogo y diciéndoles lo que ellos quieren que sus hijos no hagan. Por ejemplo, gritar, pegar, insultar a otros, tratar mal a las personas, animales o cosas; el desorden, ensuciar, realizar conductas peligrosas... Serán límites a las conductas no a la persona. Se harán desde el amor y el respeto. No harán que el niño crea que es "malo" o que se sienta rechazado, humillado, atemorizado, minusvalorado... No se le enseñará a sentirse culpable por lo que hace, de acuerdo a los criterios de los adultos sobre lo que es "bueno" o "malo", "el qué dirán"...

Se trata de guías atentos y cariñosos que se anticipan a los posibles riesgos y peligros. Toman precauciones para que, los niños a su cuidado, no sufran percances, no destrocen cosas, no puedan hacer daño a otros. Como resultado de esta forma de entender su papel en relación con el niño, éste seguirá desarrollando esa asertividad natural. Adquirirá una buena autoestima, seguridad en sí mismo, fortaleza para superar las dificultades que se le vayan presentando y tendrá la capacidad para establecer unas buenas relaciones con el resto del universo.

Otros adultos, por diversas razones, entre ellas el peso de las costumbres y la educación que recibieron, pondrán excesivos límites a las actuaciones de los niños, controlando todo lo que hacen. Asfixiando en ellos cualquier atisbo de espontaneidad. Impedirán que los críos hagan lo que, a ellos, les desagrada, lo que no está bien visto, lo que les molesta. El mundo se ve desde el punto de vista de los adultos, de sus necesidades, sus obligaciones y el tiempo que tienen disponible. Es como si desearan que el niño dejara de ser niño lo antes posible. Que no grite, que no llore, que no moleste, que no pida constantemente lo que desea; que el niño es el que debe entender que los adultos están cansados, molestos o enfadados y por eso debe portarse bien. A mi parecer, ¡es el mundo al revés! Somos los adultos quienes debemos rectificar nuestra forma de pensar y modificar nuestros horarios  para poder dedicar tiempo a los hijos, de forma que se conviertan en la prioridad más importante de nuestras vidas.

En lugar de escuchar a los niños y acompañarlos en su desarrollo, les imponen normas, les obligan a seguir "las buenas costumbres". Una cosa es guiarlos y enseñarles lo que es conveniente que aprendan; otra, muy diferente, es forzarles a hacer determinadas cosas porque ¡así es como hay que hacerlas! ¡Impongo y mando! ¡Así debe ser y punto! ¡Porque lo digo yo! En la mayoría de los casos, sin ningún tipo de reflexión previa por su parte, repiten en los hijos lo que a ellos les hicieron y les dijeron. Obran de esta forma, a pesar de que en muchos momentos de su vida, protestaron y criticaron la forma como fueron tratados y sometidos a disciplina, en su infancia. Normalmente, los padres que actúan así, no lo hacen con mala intención. Seamos benévolos, pensando que, muchos de ellos, desean lo mejor para sus hijos y creen que lo que hacen está bien o que no hay otra forma de educar a las criaturas. Pero, todo lo anteriormente dicho, contribuirá a que crezcan como niños inseguros, temerosos, dependientes y con poca confianza en sí mismos. Hará que procuren complacer a los adultos, adoptando el comportamiento que se espera de ellos, con tal de tener su atención y su afecto.

Algunos de ellos, se convertirán en niños pasivos, que no saben responder asertivamente. Otros, se rebelarán muy a menudo. Es posible que los que son rebeldes, sin llegar a ser agresivos, puedan conservar parte de su asertividad natural. Los que son agresivos, tampoco sabrán resolver sus problemas de forma asertiva.

Lamentablemente, todos esos niños se habrán olvidado de lo que es ser asertivos. Posiblemente, se habrán olvidado, incluso, de ser ellos mismos. Pero, en algún momento de su vida, será deseable que intenten rescatar la seguridad y espontaneidad que tuvieron cuando eran pequeños, por mucho esfuerzo que ello suponga.



Nota: Por algunos comentarios, veo que éste es un tema que no deja indiferentes a algunas personas. Quiero que piensen cómo puede influir en ustedes lo que digo sobre la incipiente asertividad infantil. Cómo podría ayudarles, a ustedes, tratar de actuar con la espontaneidad y la inocencia con la que van por el mundo esos seres pequeñitos. Que piensen cómo fueron educados y si, esa educación, les ha facilitado o dificultado la relación con otras personas. Si, en ocasiones, se sienten tristes, frustrados o enfadados porque no logran explicar las cosas como quisieran y conseguir lo que, para cada uno, es importante.

No es un escrito dedicado a la educación de los hijos, aunque hable de dos tipos diferentes de crianza o de relación y de sus posibles consecuencias en los niños... Tampoco es un tratado sobre asertividad; sólo pretende transmitir unas ideas, para que ustedes reflexionen al respecto... Por favor, no duden en transmitirme sus opiniones, sus dudas, las cosas que encuentran positivas o aquellas con las que no están de acuerdo. Procuraremos aclararlas.

Quiero agradecerles a todos y, muy especialmente a los impacientes, el que me vengan siguiendo en este camino que me he trazado para que sea más claro lo que es ser asertivo. Podía haber llegado rápidamente a las definiciones y a los consejos, pero siento que todo eso hubiera estado vacío, sin haber aclarado antes algunas cosas.


En este escrito, también quería explicar cuáles son las formas de control, utilizadas por algunas personas,  de esa incipiente y algo burda asertividad infantil y cómo se “instalan” en los niños algunas emociones negativas, como resultado de esas pautas educativas.  Todo sería más fácil si se les pidiera a los niños “quiero que recojas los juguetes”, por ejemplo, en lugar de decirles “los niños buenos tienen la habitación arreglada. Para no complicar este escrito ni alargarlo demasiado, esto quedará aplazado, hasta incluirlo en el siguiente artículo.



Bibliografía:

SMITH, Manuel J.: “CUANDO DIGO NO ME SIENTO CULPABLE”, Editado por Grijalbo, Barcelona.


Imagen encontrada en Internet, de 123R y en http://www.funli.org.il/wp-content/uploads/2013/04/



A continuación encontrarán los enlaces a los diferentes escritos sobre asertividad que pueden encontrar en el blog.














domingo, 21 de agosto de 2016

Conviene aprender a gestionar el enfado y el miedo, para que actúen a nuestro favor



Al leer mi último escrito sobre la asertividad, donde me refería a la lucha, la huida y la capacidad de comunicarse verbalmente con otros, supongo que muchos de ustedes pudieron pensar que, encontrar una solución a nuestros problemas mediante el diálogo, podría parecer fácil. Pero que, en realidad, no lo es. Sobre todo, al encontrarnos, una y otra vez, ante situaciones que parecen desbordarnos, que son complicadas de manejar, que no sabemos cómo deben ser adecuadamente afrontadas.

Somos conscientes de que, la capacidad verbal para hablar, dialogar y solucionar los problemas que surgen con otras personas, es la opción más recomendable para resolver los conflictos. Sin embargo, en ocasiones, no se puede evitar experimentar un gran enfado o tener ganas de huir de una situación. Lo importante es aprender a gestionar ese enfado y ese miedo, para que actúen a nuestro favor.

En la presente exposición, quiero referirme a dos emociones que sentimos como negativas y desagradables: la ira y el miedo. Las cuales, están relacionadas con las reacciones de lucha y de huida.

Una aclaración previa: todas las emociones son útiles, en su momento. Cumplen con la función de invitarnos a actuar. En nosotros está que aprendamos a responder adecuadamente a las mismas, haciendo que contribuyan a nuestro bienestar y a una mejor calidad de nuestras relaciones personales.

Si, ante algo que acontece, se siente ira, enfado o rabia, la tendencia natural será reaccionar de manera agresiva, utilizando la provocación o la agresión para superar los obstáculos que se encuentren en el camino. ¡Ojo! ¡He dicho que es lo natural! No que sea obligatorio hacerlo.

Hay personas que, aun sintiendo enfado o rabia ante algo que les sucede, no reaccionan con agresividad.

Algunas, no lo harán porque son miedosas y no confían en sí mismas. No se atreven a defenderse de los ataques que reciben. En lugar de dirigir esa energía de la emoción hacia el exterior, ellos revierten esa agresividad contra sí mismos. Se la guardan, se sienten frustrados, rumian para sus adentros, haciéndose mil reproches, en lugar de procurar solucionar sus problemas con los demás.   

Cuando se encuentran ante lo que consideran un comportamiento agresivo, brusco o excesivamente duro, por parte de otros, es muy probable que sientan miedo y ansiedad. También, cuando piensan que deben decir algo importante que les cuesta explicar. Cuanto antes, querrán escapar de la situación para dejar de sentir esas emociones. Esto suele darse en individuos que se han acostumbrado a callar, a no dar su opinión; que tienden a  aceptar lo que dicen los demás, evitando situaciones desagradables.

Otros, logran reponerse a esa emoción natural, buscando la forma de solucionar sus dificultades. Procuran no reaccionar en caliente y no agrandan el problema, dándole rienda suelta a la ira. Reflexionan sobre lo que ha sucedido, determinando cuál es su parte de responsabilidad en los hechos. Desde una postura más calmada, buscan el momento que sea oportuno para quienes se encuentren involucrados, procurando que haya una comunicación y un diálogo encaminado a negociar y a llegar a unos acuerdos que sean satisfactorios para todos.

La ira y el miedo son emociones muy fuertes. Llevan asociadas una buena cantidad de sensaciones físicas desagradables. Por ello, lo más usual es sentirse francamente cansados después de un gran enfado hacia alguien o hacia nosotros mismos. Igualmente, cuando se tiene mucho miedo, ante algo real o imaginario. Nos costará concentrarnos mentalmente para  recobrar nuestro equilibrio y nuestra tranquilidad.

Como si ese malestar que podemos sentir no fuera suficiente, nos encontraremos ante una dolorosa realidad: la dificultad de poder obtener lo que deseamos, mediante comportamientos de lucha o de huida. Si experimentamos mucha ira o miedo, sin saber cómo poder solucionar nuestros problemas, nos sentiremos frustrados. A menudo, acabaremos siendo presa de la tristeza o de la depresión.

Si estamos iracundos, asustados o afligidos, en modo alguno significa necesariamente que estemos enfermos. Si sentimos ira, temor o tristeza, se debe a que, psicológica y fisiológicamente, estamos hechos para sentir esas emociones.

La ira, el miedo y la depresión tienen un valor para la supervivencia, de la misma manera que lo tiene el dolor físico. Estas emociones llevan asociadas una serie de modificaciones fisiológicas y químicas, ordenadas por las partes primitivas de nuestro cerebro, con la finalidad de prepararnos para poder dar una determinada respuesta de comportamiento.

En el caso de la ira, los preparativos  están dirigidos hacia un ataque contra alguna persona o algún animal. Por eso, nos encontramos tan mal cuando no logramos descargar esa emoción, aunque sea parcialmente, o si no conseguimos solucionar nuestras diferencias mediante un acuerdo verbal. Si se siente esa ira con demasiada frecuencia,  sin gestionarla de forma adecuada, sufriremos las consecuencias en nuestro carácter y en nuestro organismo.

Cada vez que nos asalta el miedo experimentamos un cambio fisicoquímico ordenado por nuestro cerebro primitivo, que prepara automáticamente nuestro cuerpo para huir del peligro lo más deprisa posible. Por eso, el exceso de ansiedad o un ataque de pánico pueden ser tan invalidantes. El cuerpo se prepara para huir, pero al no ser  necesario salir corriendo, para salvar la vida, esa preparación psicofisiológica no sirve para nada. 

Cuando estamos tristes o deprimidos, experimentamos los efectos de los mensajes transmitidos por las zonas más primitivas de nuestro cerebro, encaminadas a reducir gran parte del funcionamiento normal de nuestra fisiología corporal. En realidad, por así decirlo, no nos "comportamos" en absoluto. Poco o nada es lo que hacemos, aparte de mantener nuestras funciones corporales indispensables. Generalmente, no tenemos ganas de trabajar, ni en casa ni en la oficina. Tampoco, desarrollar otras actividades, como ir al cine, aprender algo nuevo, resolver algún problema…

Si podemos entablar contacto asertivo con otras personas, logrando hablar de lo que nos pasa, de lo que deseamos, de lo que nos desagrada, tendremos la posibilidad de obtener, por lo menos, parte de lo que deseamos. Cuando nos acostumbramos a buscar el diálogo y la comunicación, es poco probable que surjan automáticamente la ira o el miedo.

Estos tres sentimientos de ira, miedo y tristeza son hereditarios. Están asociados con la supervivencia y pueden llegar a causar tan alto grado de malestar que algunos individuos se vean en la necesidad de pedir ayuda profesional.

Recurrirán a un psicoterapeuta porque están cansados de ver que se enojan y se muestran agresivos con los demás con excesiva frecuencia, produciendo esto mucho daño en sus relaciones afectivas y profesionales. Necesitarán asesoría quienes temen continuamente a los demás y los rehúyen, evitando la toma de decisiones importantes. Así mismo, aquellos que estén hartos de fracasar en su forma de gestionar sus emociones, sus conflictos; de sentirse tristes y deprimidos la mayor parte del tiempo.



Bibliografía:

SMITH, Manuel J.: “CUANDO DIGO NO ME SIENTO CULPABLE”, Editado por Grijalbo, Barcelona.








Imagen encontrada en Internet, de illustrations of.com # 21318. 




viernes, 19 de agosto de 2016

“Kabomo”, el león




-Me encuentro profundamente abatida y triste, hijo -dijo, la leona, a Kabomo, cuando éste le pidió a su madre que se incorporara a la manada para tomar posesión del territorio conquistado-. Tu padre acaba de perecer en la batalla.

-Lamento mucho su muerte. Pero tú, mejor que yo, sabes que debemos acatar el inexorable destino que la naturaleza nos impone -respondió, quien se había erigido en líder del grupo vencedor.

-¿Qué piensas hacer, ahora, hijo?

-Cumplir con las obligaciones que me enseñasteis desde que era un cachorro, madre. He seleccionado a ocho hembras y tres jóvenes machos y seré el responsable de la manada.

-Lo cual quiere decir que piensas procrear nuevos descendientes -dedujo, “Dibala”, en un débil tono de voz.

-Tal como tú, y mi padre, hicisteis conmigo. La continuidad de nuestra especie es la primera obligación que debemos asumir, madre.

-Lo comprendo muy bien, hijo. Pero, ¿qué podré hacer yo, en medio de tantos jóvenes?

-Tú continuarás siendo lo que has sido hasta ahora: mi guía, mi protectora y mi más fiel soporte -respondió, “Kabomo”, con voz segura y firme-. Enseñarás a cazar a los jóvenes inexpertos para que podamos sobrevivir. Asegurar nuestra supervivencia, será la segunda obligación que, tú y yo, compartiremos.

-Agradezco que deposites en mí tu confianza, hijo -expresó, “Dibala”, con la voz entrecortada por la emoción.

-Siempre, has sido merecedora de mi confianza y de mi incondicional amor -dijo, “Kabomo”-. Así continuará siendo, hasta que llegue al fin de mis días -añadió, mirando a su madre, con una expresión de infinita ternura-. Ahora, procede ponernos en marcha y explorar el  territorio incorporado -terminó diciendo, levantando la cabeza y agitando sus grandes melenas al viento.

Habían quedado lejos aquellos días en los que, sus ascendientes, vivían confortablemente instalados en la extensa sabana que conformaba el valle del río Luangwa, uno de los más importantes afluentes del Zambeze, al este de Zambia. Entonces, el agua y los pastos eran abundantes, vivían y cazaban en grupo, amparados por la hierba alta. Sin el menor problema, cada dos semanas, las hembras que habían parido trasladaban a sus crías a una nueva guarida, apartada de donde se hallaba el resto de la manada.

Paradójicamente, el hombre, el animal racional más inteligente sobre el planeta Tierra, se había empecinado en constituirse en enemigo de la naturaleza. Incomprensiblemente, se había convertido en un destructor, talando bosques, arrasando cuanto encontraba a su paso con gigantescas y potentes máquinas que construían carreteras, desviaban el curso de los ríos o perforaban los montes en busca de preciosos metales. El hombre, se había revelado como un ser inconteniblemente avaricioso, que no dudaba en aniquilar cualquier obstáculo para extraer las grandes riquezas guardadas en el corazón del África negra, tales como petróleo, cobre, oro, estaño, cobalto, cromo… Grandes compañías multinacionales, en connivencia con quienes ostentaban el poder político, se habían adueñado del uranio, de los diamantes y del coltán, llamado el mineral de la muerte, el cual contenía un alto porcentaje de tantalita.

Pero, todo lo que antecede referido al hombre, no tuvo parangón alguno en cuanto se puso de manifiesto que se trataba de un ser asesino. Aparecieron unos pocos cazadores con el objetivo de matar animales autóctonos. No con el ánimo de obtener la carne para su subsistencia, sino con el objetivo de percibir dinero por la venta de sus despojos. Lejos de retractarse, sus criminales desmanes fueron en aumento. Se construyeron pistas de aterrizaje para los aviones, carreteras y hoteles para que pudiera acudir mucha gente. Matar a los animales por el simple placer de hacerlo, devino uno de los más costosos pasatiempos para personas adineradas, empresarios, banqueros, incluso para monarcas.

Para justificar sus tropelías, los hombres tuvieron la desfachatez de llamar “caza peligrosa” a esta práctica y se desarrolló un ingente negocio entorno a la misma. Los políticos, tuvieron el cinismo de decir que se erigían en protectores de la fauna, mientras cobraban enormes cantidades de dinero por otorgar permisos para abatir elefantes o leones. Surgieron firmas especializadas en la construcción artesanal de rifles de cerrojo con mira telescópica y madera de nogal turco. Así como los más cotizados grabadores que incorporaban incrustaciones de oro de veinticuatro quilates en sus armas asesinas. Al propio tiempo, florecieron las industrias fabricantes de cartuchería de gran calibre.

Kabomo nació en un territorio seco y caluroso, plagado de insectos y garrapatas. Su madre, “Dibala”,  se veía constantemente obligada a cambiar de lugar para proteger a sus cachorros, por el peligro que el olor de los mismos comportaba, al ser identificado por los depredadores. La pobre, permanecía, siempre, al acecho. La caza de cebras, búfalos, impalas o ciervos, era cada vez más escasa y dificultosa. Se veían obligados a viajar muchos kilómetros para obtener alguna presa. Aprendió que no era conveniente refugiarse en zonas frías o en las altas montañas, en donde la escasez de caza hacía muy difícil la subsistencia, que era preferible entablar batalla para invadir el territorio de otra manada, aunque fuese a costa de su propia vida. Era el ejemplo que acababa de darle su padre.

“Kabomo” era consciente de la responsabilidad que había asumido al convertirse en jefe de la manada. Lo primero que haría, tal como le había dicho a su madre, sería elegir a una de las hembras para aparejarse. La fecundaría tantas veces como hiciese falta, hasta quedar rendido, en la seguridad de que la pareja elegida le daría descendencia. Luego, se ocuparía de buscar la caza con la que alimentarse. Se vería obligado a matar. Pero, sería para su propia subsistencia y la de los suyos, a diferencia de lo que hacían los hombres. Lo haría, hasta que tuviera fuerzas para ello, hasta que llegara el día que alguien más joven y fuerte que él le usurpara el trono.
  

  

miércoles, 10 de agosto de 2016

La perniciosa práctica de hacernos sentir culpables



Quisiera hacer especial mención al tema de la culpabilidad, en relación con la asertividad.

Hay muchas personas que se sienten culpables por una infinidad de razones diferentes. Se trata de un concepto que está asociado a la forma como una gran parte de los padres, las familias y los profesores educan. No es un rasgo naturalmente impreso en el ser humano, desde su nacimiento. Es algo externo, que se transmite cuando no se encuentran otras formas, menos dañinas, de conseguir que las personas bajo su cuidado, hagan lo que ellos desean o que se comporten como ellos les indican. Está relacionado con la idea del bien y del mal y parte de un error garrafal: inculcar a un ser humano, desde su más tierna infancia, que es malo porque se ha equivocado o ha hecho algo “mal” y  que recibirá el calificativo de bueno, tan solo cuando se haya portado bien y haya  cumplido con las subjetivas pautas impuestas por sus educadores.

Sería difícil encontrar a alguien que no se hubiera sentido culpable en más de una ocasión. Lo lamentable, es que se siente culpable porque otros le han inculcado esa culpabilidad. Le han enseñado a sentirse mal, como consecuencia de alguna de sus acciones. Se habrá encontrado con personas que se han atribuido el derecho de erigirse en jueces de su comportamiento, convencidos de que cumplían con su deber.

¿Cuál es la consecuencia? Un niño no tiene la capacidad para ver que esos adultos están abusando de su autoridad, que se están equivocando en la forma de enseñar y transmitirle los conocimientos que debe aprender, al hacerlo desde el estricto punto de vista de los adultos. Piensa que si esas personas, en quienes confía, creen que ha sido malo, o se ha portado mal, deberá ser cierto. En ese momento, cuando ha confiado más en el criterio de los adultos que en el suyo propio, permitirá que se siga utilizando el argumento de la culpa. Así mismo, aprenderá a sentirse culpable cada vez que actúe según su propio criterio, si este difiere del de los adultos. El problema es que, incluso cuando ya sea adulto, seguirá permitiendo que otros le hagan sentirse culpable.

En este punto, ruego me permitan extraer algunas consideraciones contenidas en el libro de Manuel J. Smith, titulado: CUANDO DIGO NO, ME SIENTO CULPABLE.

"Cuando nuestros maridos, nuestras esposas o nuestros amantes se sienten desdichados por algún motivo, saben hacer que nos sintamos culpables aun sin decir una sola palabra acerca de ello. Basta una determinada forma de mirarnos, o una puerta que se cierra con un estruendo”.

Al respecto, añade la confesión de un amigo suyo, en la que se pregunta por qué razón acaba por sentirse culpable, aunque no tenga motivo alguno para ello, cuando se encuentra con este tipo de comportamiento por parte de algunas personas de su entorno.

Los problemas no se limitan a los que nos plantean nuestras parejas. Si nuestros  padres, o nuestra familia política quiere algo, serán igualmente capaces de hacer que sus hijos, sobradamente adultos, se sientan ansiosos como chiquillos; aunque, al igual que ellos, haga tiempo que hayan alcanzado la paternidad.

Como si el hecho de tener que enfrentarnos a esa clase de conflictos, que nos forman un nudo en el estómago, no bastara para inducirnos a dudar de nosotros mismos, también tenemos problemas con personas ajenas a nuestra familia. Nuestros amigos, incluso, llegan a plantearnos problemas. Si un amigo nos sugiere una salida nocturna en plan de diversión, que no nos apetece, nuestra reacción casi automática será inventar una excusa. Nos vemos obligados a mentirle para no herir sus sentimientos y nos sentimos como si fuésemos unos pequeños canallas por obrar así.

Hagamos lo que hagamos, es irremediable que, los demás, nos planteen problema tras problema. Muchas personas creen, de manera completamente irreal, que verse obligadas a enfrentarse con problemas, día tras día, es un estilo de vida nocivo o antinatural. ¡Nada de eso! Es algo completamente natural que, a todos, la vida nos plantee complicaciones. Con frecuencia, como resultado de la errónea creencia de que nuestros amigos no tienen problemas, llegamos a creer que la vida que nos ha tocado vivir en suerte, no merece la pena de ser vivida. Pero, ello no es resultado de tener problemas, sino de sentirse incapaces de enfrentarse con ellos y con las personas que se los plantean.

De acuerdo con su experiencia, Smith llega a la conclusión de que, no sólo es lógico esperar que se nos planteen dificultades por el mero hecho de existir, sino que es igualmente lógico prever que seremos todos perfectamente capaces de enfrentarnos eficazmente a esos problemas.




Bibliografía:

SMITH, Manuel J.: “CUANDO DIGO NO ME SIENTO CULPABLE”, Editado por Grijalbo, Barcelona.





Imagen encontrada en Internet, utilizada en varios blogs. Desconozco quién es su autor. Gracias por compartirla.





martes, 9 de agosto de 2016

Ser asertivos: nuestra mejor norma de conducta






Aprender a ser personas asertivas es clave para nuestro desarrollo psicológico y para poder relacionarnos, eficazmente, con otras personas. La asertividad incide en muchas actividades y áreas:

Ayuda a afrontar los problemas y los conflictos que surgen en las relaciones interpersonales. Confiar en que cada uno es capaz de solucionar los problemas y obstáculos que puedan surgir, tomando sus propias decisiones, exponiendo su punto de vista y no permitiendo que otros sean los jueces de sus actuaciones.

Contribuye al desarrollo de una mayor seguridad en sí mismo. Confiando en su propio criterio, sin tener que justificar sus decisiones o actuaciones, ni dar una explicación para todo aquello que hace o que desea hacer.

Ayuda, a las personas inseguras y que les cuesta afirmarse a sí mismas, a comunicarse mejor con los demás. Expresar lo que desean, establecer unos límites razonables en sus relaciones, aprendiendo a decir “No”, sin sentirse culpables. Especialmente, con aquellas personas que piensan que el mundo les pertenece y que los demás deben hacer lo que ellos quieran. 

Permite comprender mejor lo que ocurre cuando alguien, por miedo e inseguridad, se siente incapaz de enfrentarse con otra persona para intentar remediar esta dificultad. Para ello, le servirá aprender a utilizar algunas técnicas asertivas y entender cuáles son los Derechos Asertivos, que son válidos para todos y le ayudarán a establecer unos criterios claros de lo que no es conveniente dejar que los demás traspasen.

Sirve para aceptar la parte de verdad de algunas críticas negativas. Comprender si son válidas y si las  han expresado de manera adecuada. Saber cómo proceder ante las críticas, sin sentirse amenazado y sin atacar a su interlocutor. Aprender a actuar y de alguna forma, neutralizar, a quienes suelen utilizar la crítica y los comentarios negativos o despectivos, para sentirse superiores, para hacer que la otra persona se sienta insegura y culpable. Creo que este tema de las críticas es importante, por lo que pienso que será interesante tratarlo con mayor extensión y detenimiento, en otra ocasión.

Quitarse el miedo a cometer errores. Ser conscientes que todos se encontrarán con un buen número de fracasos, equivocaciones y errores. Asumir que son una parte importante de la vida, de la lucha por conseguir las metas y de las múltiples decisiones que se toman día a día. Ser capaces de afrontarlos, de cuestionar qué pudo haber hecho y ver cómo rectificar. Distinguir cuál es su responsabilidad y no asumir como errores lo que otros etiqueten así; sin ser una equivocación, si se analiza de acuerdo a los propios criterios, intereses y valores.

Aprender a no sentirse culpable por aquellas cosas que uno piense, diga o haga. Es necesario desterrar esa palabra del vocabulario que nos dedicamos a nosotros mismos. Afortunadamente, la asertividad ayuda a valorar nuestras propias actuaciones y las de los demás, sin necesidad de sentirnos culpables o de hacer que las otras personas se sientan culpables. Para los que estén interesados en este tema de la culpa y la culpabilidad, pueden serles de utilidad algunas reflexiones que recogí en otro escrito, titulado: No me gusta la palabra culpa; prefiero hablar de responsabilidad”.

Descubrir qué es lo que cada uno va a hacer con respecto a los problemas y conflictos que se le vayan planteando. Dejar de tener una actitud pasiva, temerosa y dependiente de otros, para que les resuelvan los problemas o les sugieran lo que deben hacer. Tomar las riendas de su propia existencia, siendo los protagonistas de lo que decidan hacer, o no hacer. Asumiendo la responsabilidad que se derive de la utilización de su libertad.




Bibliografía:

SMITH, Manuel J.: “CUANDO DIGO NO ME SIENTO CULPABLE”, Editado por Grijalbo, Barcelona.




Imagen encontrada en Internet, modificada para el blog. Desconozco quién es su autor. Gracias por compartirla. Esta en una de las que se encuentran en Internet. 

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