lunes, 27 de febrero de 2017

La fábula de la ostra y el pez



Érase una vez una ostra y un pez. La ostra habitaba las aguas tranquilas de un fondo marino y, era tal la belleza, el colorido, así como la armonía del movimiento de sus valvas, que llamaba la atención de cuantos animales por allí deambulaban. Un día, acertó a pasar por el lugar un pez que quedó prendado al instante. Se sintió sumamente atraído por la ostra y deseó conocerla al instante. Sintió un fuerte impulso de entrar en los más recónditos lugares de aquél animal misterioso. Y así, partió veloz y bruscamente hacia el corazón de la ostra, pero ésta cerró, también bruscamente, sus valvas. Cuantos más intentos hacía el pez por abrirlas con sus aletas y con su boca, más fuertemente, aquellas, se cerraban.

Pensó entonces en alejarse, esperar el momento en el que la ostra estuviera abierta y, en un descuido de ésta, entrar en su interior, con la velocidad del rayo,  sin darle tiempo a que se encerrara en su concha. Así lo hizo. Pero, de nuevo, la ostra se cerró con brusquedad. La ostra era un animal extremadamente sensible y percibía cuantos mínimos cambios en el agua ocurrían. Así, cuando el pez iniciaba el movimiento de aproximación, esta se percataba de ello y al instante cerraba sus valvas. El pez, triste, se preguntaba la razón por la cual la ostra le temía. ¿Cómo decirle que lo que deseaba era conocerla y no causarle daño alguno? ¿Cómo explicarle que lo único que deseaba era contemplar aquella belleza y compartir las sensaciones que le causaba?

El pez se quedó pensativo y estuvo durante mucho rato preguntándose qué podría hacer. De pronto, se le ocurrió una gran idea. “Pediré ayuda”, -se dijo-. Sabía que existían por aquellas profundidades otros peces muy conocidos por su habilidad para abrir ostras, y hacia ellos pensó en dirigirse. Pero sabía que eran peces muy ocupados y no deseaba importunarles. Deseaba que le escucharan y que le prestaran su ayuda. Comenzó a dudar si aquella era una buena idea. “Seguro que estarán tan ocupados que no podrán ayudarme” -pensó-.” ¿Qué puedo hacer? -se preguntó-. Tras meditar algún rato, llegó a la conclusión que lo mejor era informarse por otros peces sobre cuál sería el mejor momento para abordarles y cómo tendría que presentarse. Después de recibir las adecuadas indicaciones, eligió el momento más oportuno y hacia ellos se dirigió.

‑ ¡Hola! -dijo el pez. ¡Necesito vuestra ayuda! Siento grandes deseos de conocer una ostra gigante pero no puedo hacerlo porque cuando me acerco cierra sus valvas. Sé que vosotros sois muy hábiles en abrir ostras y por eso vengo a pediros ayuda.

El pez continuó explicándoles las dificultades que tenía y los intentos que había hecho por resolverlas. Llegó a confesarles la sensación de impotencia que le entraba y los deseos de abandonar, tras tantos intentos fallidos.

Los peces le escucharon con suma atención, le hicieron notar que entendían su desánimo pues ellos se habían encontrado en circunstancias similares. Le felicitaron por el interés que ponía de manifiesto en aprender y por la inteligencia que demostraba tener al pedir ayuda y querer aprender de otros.

El pez se sintió mucho más tranquilo y esperanzado, les contó los temores que tenía al pedirles ayuda y fue "abriéndose" cada vez más a toda la información que aquellos avezados peces le trasladaban. Escuchó con atención cómo ellos le decían que habían aprendido de otros peces y cómo, incluso, hacían cursos de entrenamiento en abrir ostras. Se enteró de que, a pesar de sus habilidades, había algunas ostras que resultaban difíciles de abrir; pero, más que ser un motivo de desánimo, esa dificultad les estimulaba a seguir investigando y reunirse para intercambiar conocimientos y mejorar en sus prácticas de abrir ostras.

Los peces continuaron en animada conversación.

‑ Mira, algo muy importante que has de lograr -le dijeron- , es suscitar en la ostra el deseo y las ganas de comunicarse contigo.

‑ ¿Y cómo podré lograrlo?

‑ De la misma manera que tú has logrado comunicarte con nosotros, haciendo que nos abramos a ti.

‑ ¿Cómo?

- Tú deseabas que nosotros te escucháramos y te prestáramos ayuda. Nos has dicho que dudabas de si podrías lograrlo, ¿no es verdad?

- Sí; así es.

- Podrías haberte quedado con la duda, pero en lugar de eso, diseñaste un plan de acción. Buscaste información acerca de nosotros, te informaste de cuál era el mejor momento para abordarnos y qué decirnos. Tú sabías que nosotros éramos muy sensibles a la expresión honesta y sincera de "necesito vuestra ayuda". También sabías que nos agrada, como a todo hijo de pez, el reconocimiento de nuestra competencia y veteranía en abrir ostras. Te confesamos que todo ello nos agradó mucho. También nos gustó, tu mirada franca y serena, al igual que tus firmes y honestas palabras.

- Sí, en efecto; eso es lo que hice. Ahora que lo decís, mi pequeño corazón de pez se abrió a vosotros, al constatar que me escuchabais con atención. Me agradó mucho que os hicierais cargo de mi impotencia y ¡por qué no decirlo!, me complació también  que me felicitarais por haber pedido ayuda...

- ¡Claro! Todo esto suele ser recíproco -contestaron los peces.

- Muy bien, pero ¿cómo podré hacerlo con la ostra? No conozco su lenguaje, sus costumbres, sus miedos, no conozco tampoco qué es lo que le agrada...

- Has diseñado un plan de acción para "abrir la ostra". El primer paso ha sido el de visitarnos para que te informemos de sus costumbres, de sus miedos, de todo aquello que le agrada... ¡Pues bien! Te vamos a decir todo aquello que suele suscitar temor en las ostras. Les asusta el movimiento brusco de las aguas. De hecho, habrás observado que, cuando hay tempestades y mucho oleaje, las ostras están fuertemente cerradas. Es por eso que si te acercas a ellas cuando hay muchas turbulencias tendrás grandes dificultades para lograr que se abran. Les asusta el que algún animal se acerque de modo imprevisto. Les agradan, en cambio, los movimientos suaves, los besos y las caricias y que no se entre en sus interioridades sin antes conocerse durante algún tiempo. También les agrada mucho el que se les hable en su lenguaje. Habrás observado que lanzan, a través de sus valvas, pequeñas pompas de aire. Si las observas con suma atención podrás aprender los códigos que utilizan.

De este modo, los peces continuaron asesorándole. Le invitaron a pasar largos ratos observando el comportamiento de la ostra. Le invitaron también a asistir a alguno de los cursillos que organizaban y le regalaron un manual: "El Manual del abridor de ostras".

Tras varias semanas de observación, aprendizaje y entrenamiento, el pez pudo, finalmente, disfrutar con aquella bellísima ostra. Logró entrar en las interioridades de ella y compartir todas cuantas sensaciones le causaba. Tuvo la posibilidad de lograr que otras muchas ostras se abrieran a él, incluso ostras extremadamente sensibles, que se cerraban con suma facilidad.


Nota: El texto es una pequeña variante de “La fábula de la ostra y el pez”, encontrada en el Manual para el educador social 1, de COSTA, M. y LÓPEZ, E.


Comentario: Aunque, como en toda fábula, el lector sacará sus propias conclusiones, la que escribe, se ha permitido hacer algunas consideraciones al hilo de la misma.

En mi opinión, no es recomendable ceñirse a lo que los autores nos refieren, ya que es conveniente que pensemos si en nuestras relaciones personales contribuimos a facilitar la comunicación con los otros o si, por el contrario, la dificultamos.

Es un escrito pensado, posiblemente, para adolescentes, aunque creo que todos podemos sacar nuestras propias lecciones y aplicarlas a nuestras relaciones personales.

La lectura de este relato me hace pensar en lo difícil que puede ser la comunicación con algunas personas, ya sean familiares, compañeros, amigos o con nuestra pareja. Al igual que sucede con otras cuestiones en esta vida, no le damos a la comunicación toda la importancia que merece.

Algunas veces, la comunicación fluye de una manera fácil y espontánea, sin ningún tipo de impedimento. Por experiencia, sabemos que no es lo habitual y que pueden aparecer obstáculos al iniciar una relación o en cualquier momento posterior. Al igual que la ostra, nos encerramos en nosotros mismos y hacemos que sea muy difícil la comunicación y la apertura hacia el otro.

Es importante que exista la intencionalidad y el deseo de tener una buena comunicación con la otra persona. De ser así, haremos lo necesario por conocerla y potenciar los elementos que nos facilitarán esa comunicación, esforzándonos por identificar y corregir los errores que podamos estar cometiendo.

Al igual que sucede en la fábula, analicemos cuáles son las causas que originan el hermético cierre de las valvas de la ostra: qué es lo que estamos haciendo mal para que la otra persona se coloque a la defensiva. Tengamos en cuenta que no podemos hacer nada para que otra persona cambie, a menos que ella desee hacerlo y sea quien inicie sus propios cambios. Podemos, eso sí, modificar nuestra forma de proceder, lo cual podrá hacer que la ostra se abra o que siga resistiéndose a relacionarse con nosotros.

Las relaciones humanas son más complejas que lo apuntado por los hábiles peces, especialistas en abrir ostras,  que aparecen en esta fábula. La “ostra”, la otra persona, verá nuestros intentos de acercamiento, nuestro deseo de relacionarnos y responderá a los mismos facilitando nuestra labor o haciendo que nuestra relación sea imposible.

Me gustaría concluir diciendo que estoy firmemente convencida de la capital importancia que tiene la voluntad de apertura hacia el otro. El deseo, por ambas partes, de conocerse y de profundizar en la comunicación. “¡Mira! Algo muy importante que has de lograr es suscitar en la ostra el deseo y las ganas de comunicarse contigo”.  Si el deseo de comunicación sólo existe en uno, no hay nada que hacer. Habrá que aceptar lo que sucede y aprender de la experiencia.




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sábado, 18 de febrero de 2017

Conviene estar atentos a lo que compartimos con otros, porque no todo es adecuado



Cada uno es libre de decir lo que quiera, de compartir las publicaciones o las fotos que le llamen la atención, de utilizar las redes sociales como un medio de comunicación, de diversión y de distracción.

No obstante, me permito recordar que somos responsables de todo aquello que publicamos o comentamos en la red y debemos atenernos a las consecuencias porque, en modo alguno, escapa de formar parte de nuestros actos.

Sería aconsejable tener especial cuidado con aquello que se comparte en las redes sociales cuando, por el trabajo o la profesión, se está en contacto con personas sobre las que se puede tener cierta influencia o que leen atentamente todo cuanto podamos comentar o publicar.

Es muy fácil difundir algo que llega a nosotros o que encontramos por Internet. De hecho, la mayoría de las veces, es tan sencillo como presionar sobre la palabra “compartir”. A partir de ahí, difícilmente sabremos quienes serán los receptores, cuántas las personas que lo lean, ni las posibles interpretaciones que se den. Tampoco, las eventuales consecuencias que se puedan derivar para los lectores, incluso para nosotros mismos.

Nuestra manifiesta espontaneidad puede llevarnos a difundir mensajes que no son tan inofensivos como parecen. Me vienen a la mente las publicaciones de algunos adolescentes y adultos que son formas de acoso y de violación de la intimidad de otras personas, ya sea por “diversión” o con la dolosa intención de hacer el mayor daño posible. Podemos encontrarnos con la débil línea que separa el humor de la agresividad, del desprecio hacia otras personas o de la vulgaridad. Otras veces, se publica información falsa o bastante tendenciosa, con un cariz de seriedad y de imparcialidad que puede llevar al engaño, en caso de que, quienes la lean, no posean mayor conocimiento sobre el tema como para poder dilucidar la veracidad de los datos aportados. El riesgo aumenta exponencialmente cuando, en lugar de información, se trata de evaluar las opiniones vertidas.

Es conveniente tener en cuenta que los internautas entenderán los mensajes, desde sus conocimientos y experiencia personal. Les gustará lo que ven, se identificarán con lo que han compartido, les parecerá divertido o, quizás, les desagrade. Pueden considerar que va en contra de sus principios, hacerles sentir heridos o confusos. Seamos conscientes del mensaje que hay detrás de las imágenes y de los textos que compartimos.

Cuando se trate de escritos largos, veamos si en realidad estamos de acuerdo con lo que ahí se dice y si queremos que esa información sea conocida por los demás. Hay escritos cuyo título puede ser llamativo y, al leerlo, descubrimos un mensaje que contiene una serie de ideas con las que no estamos de acuerdo o que son manifiestamente nocivas.

En cuanto a las frases en los mensajes cortos prestemos atención a lo que dicen, antes de compartirlas de forma irreflexiva. Estas publicaciones tienen una gran fuerza. En pocas palabras, condensan una o varias ideas que llegan rápidamente a los lectores. Procuremos que, al menos, haya cierta reflexión por nuestra parte, no vayamos a difundir un mensaje que a primera vista puede estar bien pero que cuando se examina un poco transmite una idea que sería mejor no difundir.

Aunque tengamos mucho cuidado en la selección previa de aquello que compartamos, nos podemos encontrar con malos entendidos, disgustos y confrontaciones. La mayoría de nosotros tenemos amigos o seguidores que son muy diferentes en su forma de ser y de pensar, por lo que será posible que, algunos, no estén de acuerdo con nuestra publicación. Otros, incluso, pueden sentirse heridos. Obviamente, nosotros no habremos tenido la más remota intención de que esto pudiera ocurrir. Sería bueno clarificar nuestro punto de vista con quienes estén en desacuerdo, respetando, siempre, su criterio. Por supuesto, resultará imperativo intentar solucionar los malos entendidos con quienes se hayan sentido ofendidos. Tengamos bien presente que las palabras pueden servir para herir o para sanar, para ayudar a alguien, para comunicar una información valiosa o para confundir. Pocas veces suelen ser intrascendentes. Por tanto, meditemos bien cuál es el mensaje que queremos transmitir.

Las palabras son un buen reflejo de nosotros mismos. Revelan lo que puede parecernos interesante, lo que nos motiva, lo que nos preocupa o lo que nos duele. Sirven para comunicarnos con otros, aunque lo hagamos en una sola dirección.

Mientras que podemos prever el tipo de comentarios y mensajes que publicarán la mayoría de nuestros amigos o compañeros, no sucede lo mismo con las personas desconocidas. Por lo que nos encontraremos, con frecuencia, ante la dificultad de saber qué es lo que realmente piensan o sienten, cuáles son los principios y valores que defienden, qué es lo que tiene importancia para ellas. Sería aconsejable averiguar cuál es la naturaleza de sus propuestas, antes de convertirnos en unos transmisores mecánicos de las mismas, procediendo a presionar el puntero sobre la palabra “compartir”.





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jueves, 16 de febrero de 2017

A propósito de la historia de los zapatos de niña: El final del cuento




Cuando mi amigo dio por finalizada su narración, me quedé un tanto sorprendida y le pregunté por qué razón había precipitado el final de la misma, sin explicar los detalles de cada una de las actuaciones del señor Rector.

Me contestó que los tiempos de su niñez eran muy distintos y que no pretendía establecer comparación alguna con una problemática tan actual, como era la del acoso escolar o “bullying”. La experiencia personal que me había contado era ajena a cualquier tipo de intervención por parte de los partidos políticos, asociaciones de padres, psicólogos, profesores y medios de comunicación. Le había interesado dejar bien claro que, lo sucedido, había quedado en el estricto ámbito del colegio. Reconoció que había sido el protagonista principal del cuento. Pero, la historia no hubiera tenido lugar, si no hubiesen participado todos los demás: los alumnos, los profesores, los padres de los niños que se pelearon y el propio señor Rector. Por todo ello, prefería que yo sacara mis propias conclusiones y pensara cómo se hubiera podido resolver el episodio; de la misma forma que lo harían cuantas personas leyeran el cuento de los zapatos de niña. “Me parece importante poner de manifiesto -dijo- la voluntad que todos demostraron en querer atajar tan inaceptable conducta. De no haberlo hecho, hubiese podido convertirse en un grave problema”. 

Insatisfecha por su respuesta, me permití insistir en la conveniencia de saber, por lo menos, los argumentos esgrimidos por la máxima autoridad del colegio, al estar segura de que sería lo que iban a solicitar muchos lectores. Al darse cuenta de mi desasosiego, se comprometió a contar lo que hubiese sabido de la intervención del señor Rector, en el caso de que yo llegase a recibir peticiones en tal sentido; lo cual, fue lo que sucedió, desde el primer momento en el que apareció publicado el cuento.

Antes de cumplir con su compromiso, mi amigo quiso recomendar la adopción de una actitud abierta y predispuesta a la comprensión, por parte de los lectores. A ellos, correspondería decidir si alguno de los argumentos esgrimidos sería de aplicación, en los tiempos actuales.

“Cuando el señor Rector subió al estrado, se hizo un completo silencio en el salón de actos. Quienes pertenecíamos al curso de Ingreso, habíamos ocupado las dos primeras filas de butacas, separadas por un pasillo central. A continuación, lo habían hecho el resto de los cursos, por estricto orden, incluidos los alumnos de Preuniversitario, quienes, por su estatura, imponían un especial respeto. Los profesores, se habían sentado en la última fila.

De pie, situado detrás de un atril que tenía una luz incorporada, las primeras palabras del máximo responsable del colegio sonaron mucho más amables de lo que yo me hubiera podido haber imaginado. Fueron para preguntar si había alguien que no estuviera al corriente de lo que había sucedido el día anterior, consecuencia de una escalada de insultos, mofas y expresiones de menosprecio lanzados por un buen número de alumnos. En vista de que no tenía lugar respuesta alguna, mosén Arturo, preguntó, por su nombre y apellidos, a media docena de niños que pertenecían a cursos distintos. Al levantarse de sus respectivos asientos, todos fueron respondiendo que sí eran conocedores del hecho, lo cual no hizo más que confirmar la trascendencia que el mismo había tenido.

A continuación, siguiendo con igual ritual, lanzó distintas preguntas tomando en consideración las edades de los alumnos a las cuales iban dirigidas, tales como: ¿Le gustaría que le rompieran sus juguetes? ¿Aceptaría que alguien rayara su pupitre? ¿Aprobaría que insultaran a su hermana? ¿Aplaudiría que ofendieran a su madre?... Evidentemente, cada una de las preguntas fue contestada, sin asomo de duda, con un ¡no! rotundo.

El silencio más sepulcral se había adueñado del salón de actos y la expectación parecía haber llegado al límite. No obstante, el señor Rector, quiso elevar el nivel de sus preguntas, para lo cual decidió dirigirse a dos alumnos de sexto de Bachillerato, los cuales habían elegido la rama de Letras. Al primero le preguntó:

-¿Quiere traducirme al castellano el lema de nuestra Institución docente “Sapientia sine moribus vanae”?

-“La sabiduría, sin moral, es inútil” - respondió correctamente el alumno.

-Por favor, tenga la amabilidad de traducirme la frase “Homo sacra res homini est” y decirme a quién se le atribuye - solicitó, al segundo de los alumnos.

-Es del filósofo, político, orador y escritor romano Lucio Anneo Séneca -respondió, con todo lujo de detalles, el alumno-. Su traducción sería: “El hombre, es cosa sagrada para el hombre”.

Tan sólo se oyó el ruido que hizo el estudiante de Letras al sentarse y golpear el asiento de la butaca contra sus topes de madera. Todos pensábamos que el señor Rector iba a señalar a los culpables y hacernos partícipes de los castigos que hubiese decidido imponernos. Sin embargo, llamó al estrado a un alumno de segundo de Bachillerato, lo cual nos sorprendió que hiciera, después de que hubiesen participado los mayores. Reconocí, en él, a uno de los tantos que me habían insultado.

-¡Acérquese al atril por favor! -se escuchó la voz firme, pero amable a la vez, de quien dirigía el colegio- Tenga la gentileza de leer este pasaje del primero de los cuatro evangelios que, como usted sabe, fue escrito por San Mateo -solicitó, dirigiendo el foco de luz sobre el texto que había elegido.

El alumno, con la voz temblorosa, leyó:

-“Un fariseo le preguntó: Maestro, ¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden la Ley y los Profetas.”

En esta ocasión, el padre Rector mandó al niño que regresara a su sitio y nos habló en los términos siguientes:

Junto con el señor Martínez, quien es responsable de Educación Física, todos cuantos sacerdotes les acompañamos, formamos parte del profesorado de este colegio. Pertenecemos a una orden religiosa que ha recibido el encargo de dar una doble formación a todos los educandos, presentes en este salón de actos. Deben saber que ustedes son nuestros amados alumnos y el patrimonio más importante de este colegio. Por una parte, el Ministerio de Educación nos ha delegado para que impartamos a cada uno de ustedes el plan de estudios de Enseñanza Media que habrá de llevarles a las puertas de la Universidad. Es una responsabilidad muy grande, porque debemos ser capaces de darles la mejor formación intelectual. Es la misma delegación recibida de sus padres, aunque en ocasiones, nos la hayan dado de una forma tácita.

Además, como beneficiarios que sus padres son de los dones que Dios les ha otorgado, ejemplo más representativo de los cuales son ustedes mismos, sus hijos, ellos se constituyen en mandatarios explícitos de la voluntad divina. Por consiguiente, recibimos el encargo supremo de proveerles la más exquisita formación moral y ética. A nuestro entender, mucho más importante que la intelectual, por lo que debe ser muy exigente.

Les pido que comprendan que para llevar a término esta segunda tarea, el profesorado habrá de pedirles que sean ustedes extremamente respetuosos con todo el mundo. Confío plenamente que les hayan servido los mensajes que se han leído y que otorguen a todas las personas el mismo respeto que, muy legítimamente, exigen recibir de los demás. Han de saber que es una condición innegociable para formar parte del alumnado de este colegio. Cualquier vulneración futura de la misma, no será motivo de castigo sino de expulsión fulminante de este centro educativo y de formación humana. Quisiera aprovechar esta oportunidad para recordarles la importancia que tiene la asignatura de urbanidad, que no es ajena al buen comportamiento del que deben hacer gala en todo momento. Les doy las gracias por su atención y les deseo que tengan un feliz día.”

De esta manera, finalizó la intervención del señor Rector. No se identificaron culpables, ni se habló de castigos; pero, regresamos a nuestras respectivas aulas en silencio, pensando en todo cuanto habíamos escuchado.

Ignoro lo que ocurrió en la reunión que el señor Rector mantuvo con los padres del niño con el cual me había peleado. Después de que los míos hubiesen mantenido la suya, fui llamado al despacho de la máxima autoridad del colegio. Con una expresión de gravedad en su rostro, me preguntó si había entendido cuanto se había dicho y leído en la sala de actos. Le contesté que sí. En vista de lo cual, me preguntó qué castigo me esperaba si volvía a faltarle el respeto a alguno de mis compañeros o profesores. “¡Ninguno!” -le respondí- “No tendré cabida en este colegio” -añadí, ante su sorpresa. Después de lo cual, me hizo devolución de mi caja conteniendo el par de zapatos de niña, le hice el besamanos y salí de su despacho.

Nunca llegué a saber lo que el señor Rector había hablado con mis padres. Lo único que me dijeron es que estarían muy pendientes de mi nota de urbanidad. Mi madre me hizo entrega de una bata limpia cuyo largo habían acortado mediante un dobladillo, al igual que habían recogido de mangas. Me recomendó que me la pusiera al día siguiente, en sustitución de la que tenía en el colegio. Me pidió que le hiciera entrega de los zapatos de niña porque pensaba regalárselos a la hija de la asistenta y me dijo que iríamos a su tienda preferida para comprarme otro par de mocasines. Pero, que yo eligiese los que me pareciesen más idóneos para jugar al fútbol con una pelota de trapo, forrada de cuero.

  


Es posible que algunos no hayan leído Hablando del acoso escolar, un amigo me dijo: “Deja, Magdalena, que te cuente la historia de los zapatos de niña”. El presente escrito es continuación de aquél, razón por la cual puede interesarles leer la anterior publicación.




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domingo, 12 de febrero de 2017

Hablando del acoso escolar, un amigo me dijo: “Deja, Magdalena, que te cuente la historia de los zapatos de niña”



  
Hay un período de tiempo de mi infancia del que guardo muy mal recuerdo. En los inicios del curso de Ingreso al Bachillerato, cuando ya había cumplido los diez años, tuve que afrontar una serie de dificultades que a punto estuvieron de arruinar mi autoestima.

Al terminar las vacaciones del verano, mis padres me comunicaron su decisión de cambiarme de colegio, alegando que igualmente se verían obligados a hacerlo al año siguiente, pues la escuela a la que iba no estaba autorizada para la enseñanza secundaria. Mis protestas, llantos y pataleos fueron inútiles, tan sólo sirvieron para ganarme un castigo y aumentar mi desazón, al pensar que no volvería a ver a mis compañeros de colegio, con algunos de los cuales había llegado a establecer una gran amistad.

En los primeros días del mes de septiembre, mi madre, que por ser austríaca no dominaba ciertos aspectos de la idiosincrasia de los españoles y era muy severa, me tomó de la mano y me llevó a una tienda en la que vendían ropa de trabajo. Me compró un par de batas, a rayas azules y blancas, que llevaban dos bolsillos en los lados y otro a la altura del corazón, sobre el cual debía ir bordado mi nombre y apellido. Supe que era la prenda obligatoria que el colegio de curas, en el que me habían matriculado, exigía que vistieran diariamente sus alumnos, a modo de uniforme. De nada le sirvió a mi madre que yo opinara que la talla elegida era exageradamente grande para mí y que le hiciera ver que faltaban muy pocos centímetros para que el largo de la bata llegara a mis tobillos y las mangas cubrieran los dedos de mis manos. Ella argumentó que era preciso tener en cuenta la pesada ropa que yo llevaría durante los meses de invierno y que, con toda seguridad, la prenda se encogería después de los primeros lavados. El dependiente le dio la razón y, para hacerle la pelota, le prometió que se encargaría personalmente de que pusieran mi nombre en los bolsillos.

De regreso a casa, nos deteníamos frente al escaparate de cada zapatería que encontrábamos a nuestro paso porque mi madre quería comprarme un par de zapatos. Aburrida por no hallar los que fueran de su gusto y cansada de andar, decidió parar un taxi y llevarme a la tienda de zapatos de la que era clienta acreditada. Después de que la vendedora nos hubiese presentado diversos modelos sin que ninguno de ellos le llamara la atención, a mi madre se le ocurrió echar un vistazo a la sección de calzado femenino que ella conocía sobradamente. Al momento, se enamoró de unos mocasines de piel, de color marrón, con suela de crepé. La dueña de la tienda alabó el gusto de su clienta y pidió a la empleada que fuera al almacén, en busca del par correspondiente a mi talla. Puso especial énfasis en que me los probara y que diera unos pasos sobre la alfombra que en la tienda había para tal propósito, frente a un gran espejo. Ante la pregunta de mi madre, tuve que contestar que no me hacían daño al andar, después de lo cual, ocurrió lo que yo me estaba temiendo, que fue manifestar su satisfacción y proclamar que nos quedábamos con los zapatos. A continuación, se dirigió al lugar donde se encontraba la caja, con la finalidad de pagar el importe de la compra. Presa del pánico, con mis pies descalzos, recorrí la distancia que me separaba de mi madre y me planté delante de ella para decirle que yo no me podía poner los zapatos que había elegido. Sorprendida por lo que acababa de escuchar, me pidió que le diera alguna razón. “¡Son zapatos de niña, mamá! Los flecos de cuero que llevan incorporados sobre el empeine, a modo de adorno, así lo indican claramente” -le manifesté, con voz de alarma- . Sin salir de su asombro, mi madre dirigió su mirada a la dueña de la tienda y a la dependienta, esperando oír su opinión. Pero, ambas, desviaron la vista al suelo y permanecieron en silencio. En lugar de recabar su ayuda, cometí el error de señalar que los flecos que tenían los zapatos sobre el empeine impedían jugar al fútbol, evidencia categórica, en aquellos tiempos, de que eran zapatos para niña. Imperturbable, mi madre mantuvo su decisión de compra y se limitó a decirme que mejor sería que me olvidara de jugar al fútbol.

Días después, cuando llegó la hora de ir a la escuela y comenzar el nuevo curso, mi madre quiso acompañarme, a pesar de que el colegio de los curas estaba ubicado a dos manzanas de nuestra casa. Decidió que debía ponerme la bata, los zapatos nuevos y cargar en mi espalda la cartera que me había comprado para que pudiera guardar en ella los libros que me entregaran. Llegamos al colegio muy temprano y lo primero que hizo mi madre fue dirigirse a secretaría para confirmar que mi inscripción en aquel centro educativo estuviese  correctamente formalizada. A continuación, comprobó personalmente que mi nombre apareciese en el listado de alumnos de Ingreso al Bachillerato; después de lo cual, me indicó por donde debía acceder al patio del colegio, me dio un beso y se despidió de mí.

Subí hasta el cuarto piso por medio de unas amplias escaleras en forma de caracol, con barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera. Fui uno de los primeros alumnos en llegar a un recinto al aire libre, de forma rectangular, totalmente enlosado, rodeado de porches a los lados, menos por uno, que era una larga pared sobre la cual habían colocado una red metálica, muy alta. Me di cuenta de que la pared formaba parte de la fachada lateral del edificio y comprendí que la red metálica cumplía con la función de evitar que las pelotas del frontón fueran a parar a la calle. Pregunté a un niño por el campo de fútbol y me contestó que era el mismo que el de balonmano, bastaba alargar unos metros más el campo, desplazando la portería opuesta a la que estaba pegada a la pared. Me dijo que jugaban al fútbol con pelotas de trapo forradas de cuero, en lugar de utilizar el balón oficial de la Liga, cuya presencia en el interior del colegio estaba prohibida. Confieso que no pude evitar sentir nostalgia de mis amigos y de mi colegio anterior. Su campo de fútbol, sin ser de hierba, aunque sí de tierra y tener las porterías reglamentarias, hubiese podido jurar que triplicaba la superficie del patio que tenía delante de mis ojos.

Dicho recinto, se fue llenando de alumnos que iban vestidos de calle y llevaban su bata bajo el brazo, dentro de sus carteras o colgando del hombro. Formaban corros y se saludaban entre ellos, contentos por encontrarse de nuevo. Se daban fuertes apretones de mano, cuando no grandes abrazos. Los que llegábamos al colegio por primera vez éramos fácilmente reconocibles por nuestra cara de despiste y por nuestros movimientos, que revelaban gran inseguridad. Casi todos nos agrupamos espontáneamente, a la espera de que pasaran lista y nos asignaran la clase correspondiente, que era la de Ingreso. Debo reconocer que yo me sentía muy incómodo porque era uno de los pocos que tenía la bata puesta y el único que llevaba la cartera a la espalda. Intentaba protegerme de las risitas y las miradas que los alumnos de mayor edad me lanzaban, intentando pasar desapercibido en medio del grupo. Pero, en un momento dado, se me acercaron dos chicos mayores que debían ser de quinto o sexto de Bachillerato y golpearon, con sus manos, la cartera que cargaba en la espalda. Uno de ellos, me llamó Caperucita y me preguntó si llevaba la merienda para la abuelita. Le contesté diciendo que llevaba un bloc de anillas, una libreta, un plumier, lápiz y goma de borrar. El otro, que era más alto que su compañero, tiró con fuerza de las correas de cuero que sujetaban la cartera a mis espaldas, con la intención de quitármela. Ante su asombro, y el de cuantos me rodeaban, reaccioné con rabia y me puse a la defensiva. Por unos instantes, pensé que tendría lugar una pelea. Pero, en lugar de utilizar la violencia física, se limitaron a insultarme. Se burlaron de mi bata y, después de leer el bordado del bolsillo, se dedicaron a pregonar mi nombre y decir que llevaba zapatos de niña. Ignoro cuántos alumnos se hubiesen reído de mis zapatos, si no hubiesen llegado los curas y, después de exigir silencio, hubiesen sido motivo de toda nuestra atención.

Nos fueron llamando por nuestro nombre y apellidos, para formar cada una de las clases. La primera en quedar constituida fue la mía, que resultó ser la más numerosa de todo el colegio. Bajamos al primer piso, donde estaba ubicada nuestra aula y ocupamos los pupitres por estricto orden alfabético. Al fondo de la clase, a todo lo largo de la pared, había un armario empotrado con colgadores debidamente numerados, los cuales fueron asignados a cada uno de nosotros. El cura nos dijo que era donde podíamos colgar nuestras prendas de calle mientras estuviésemos en el interior del colegio porque, en horario lectivo de clases, debíamos vestir la bata que yo llevaba puesta. Pregunté si nos la podíamos quitar al salir a jugar al patio y me contestaron que no, lo cual no disipó la preocupación que yo tenía.

En honor a la verdad, me gustó mucho la estructura interior del colegio, aunque me intimidara un tanto el ambiente de seriedad que se respiraba, consecuencia de años de estar impartiendo enseñanzas superiores. Todavía, en el día de hoy, recuerdo su olor inconfundible. Nada tenía que ver su austero mobiliario con el de mi añorado colegio, de alegres colorines, rodeado por  campos de deportes y la visión de parques y jardines.

Cuando llegó la hora del recreo, sospeché que tendría que enfrentarme, de nuevo, con los dos alumnos mayores que me habían insultado. Sin embargo, nos explicaron que habían dos horarios distintos de recreo: el primero de ellos, para los alumnos de Ingreso, hasta tercero de Bachillerato, inclusive. El segundo, era compartido por el resto de los cursos, a excepción de quienes estudiaban Preuniversitario, los cuales no tenían clases por la tardes.

De nada sirvió que no estuvieran en el patio los más mayores. A excepción de mis nuevos compañeros de curso, se acercaron a mí un buen número de niños que se metieron con mi bata y con mis zapatos. Descubrieron que el mayor de los insultos era llamarme “niña” porque yo reaccionaba con rabia. Gracias a mi nuevo compañero de pupitre, no llegué a las manos con ninguno de ellos.

Al regresar a casa, estuve muy huraño y me encerré en mi habitación. Cuando llegaron mis padres, nada más sentarnos a la mesa para la cena, me preguntaron si me había gustado el nuevo colegio. Para no mentirles, les respondí que me habían impresionado sus venerables dependencias educativas, no así su limitada área deportiva. Mis padres no pidieron mayores explicaciones y, al verme muy parco en palabras, pensaron que continuaba estando molesto por haberme cambiado de colegio.

En los días siguientes, a escondidas de mi madre, me puse otros zapatos. En contra de lo que esperaba, el cambio de calzado no produjo ningún efecto porque las mofas y los insultos continuaron durante la mayor parte de los recreos, tanto el de la mañana, como el de la tarde. Yo creo que llegué a soportar los insultos y vejaciones de los que fui objeto, gracias al mencionado compañero de pupitre, que se llamaba Juan Gallardo, quien llegó a ser uno de mis mejores amigos.

Sin embargo, la explosión de todas mis emociones contenidas, se produjo, pasadas un par semanas, cuando estábamos en la clase obligatoria de gimnasia, la cual nos daba un profesor de Educación Física. Tenía lugar en uno de los porches laterales del patio, espacio que habían habilitado como gimnasio. Me fastidiaba que se rieran de mí, al saltar el potro o dar la vuelta de cabeza sobre el plinto, por llevar la bata arremangada, Pero, lo que no pude aguantar, fue la crueldad con la que algunos se mofaban de su compañero gordito, incapaz de afrontar los aparatos de gimnasia, por mucho que el profesor le apremiara y le reprendiera por sus desesperados lloros. Llamé imbécil a quien destacaba por ser el más chuleta de la clase y terminamos a puñetazo limpio, ante todo el mundo.

Después de acompañarnos al botiquín de primeros socorros, el cura de nuestra clase nos llevó ante el padre Rector, quien quiso interrogarnos, por separado. Me tocó en segundo lugar y me quedé, de pie, esperando en la antesala del despacho de la máxima autoridad del colegio. Cuando salió el compañero con el que me había peleado pude ver que estaba acongojado, a pesar de lo cual, tuvo el ánimo de mirarme a la cara y exclamar: “¡Estás expulsada, Caperucita!”. Prefiero no recordar el mal trago que me tocó pasar. En cambio, recuerdo perfectamente que el señor Rector me pidió que le explicara lo ocurrido, en lugar de hacerme preguntas. Lo cual, me permitió contarle toda la historia que he narrado, desde que mis padres me comunicaron su decisión de cambiarme de colegio. Cuando terminé mi exposición, la máxima autoridad del colegio se levantó de la silla, detrás de la mesa de su despacho y me miró de arriba abajo. “No llevas puestos los zapatos de niña, ¿dónde están?” -fue su única pregunta-. Al contestarle que los tenía en casa, me dijo que se los trajera, al día siguiente, antes de dirigirme a mi clase. Por no decirles nada a mis padres, pasé una noche horrorosa, mezcla de insomnio y fríos sudores. Por la mañana, salí de casa sin desayunar, a hurtadillas, con la caja conteniendo el par de zapatos que mi madre me había comprado, bajo el brazo. Después de presentárselos, el padre Rector me dijo que hablaría conmigo, cuando lo hubiera hecho con mis padres y me pidió permiso para quedarse con los zapatos, no sin antes prometerme que no saldrían de la caja.

A media mañana, la hora del recreo quedó suspendida. En su lugar, todos los alumnos del colegio fuimos conducidos al salón de actos por los curas responsables de cada una de las clases. Estuvo presente el cuadro docente, al completo, incluido el profesor de Educación Física. No repetiré la ejemplar conferencia del Rector. Jamás supe lo que la máxima autoridad del colegio habló con mis padres, ni con los del niño con el cual me peleé. Tampoco, procede repetir las graves palabras que me dirigió el señor Rector cuando me devolvió la caja que contenía los zapatos de niña.

Puedo asegurar que, a partir de los hechos que he procurado describir, la más remota intención de violencia quedó erradicada, y el respeto entre profesores y alumnos, quedó consagrado como el más fundamental de los principios y valores del colegio. 



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