jueves, 31 de mayo de 2018

¿Cómo salir del laberinto?

    
  


Cuando tenemos un vínculo emocional con un familiar, un amigo o una pareja, es imprescindible compaginar la libertad de la otra persona, con nuestra propia libertad. Conviene que cada uno pueda establecer unos límites claros, decidiendo lo que quiere compartir y aquello que no, al considerar que pertenece a su más estricta intimidad. O, porque, todavía, no se siente preparado para hablar de ello.

Es preciso que haya un equilibrio entre el exigible respeto a la vida de los demás y la inmensa consideración que nos debemos a nosotros mismos; a nuestras intuiciones, a nuestros sentimientos, a nuestros anhelos…

No se trata, tan solo, de saber cuándo hablar o cuándo callar. No estamos hablando de ser asertivos, ni de la necesidad de mostrar empatía hacia el otro, procurando comprender cómo se encuentra e imaginando lo que puede estar pasando por su mente y por su corazón.

Aunque todo lo anterior es importante y necesario, quisiera que nos centráramos en la necesidad que sienten algunas personas de reservarse, para sí mismas, algunos contenidos de lo que les afecta o de lo que les sucede. Quizás, sea cuestión de conjugar esa necesidad con la posibilidad de ir expresando parte de lo que les preocupa, de lo que les agrada, de lo que desearían.

Es posible que, al callar acerca de algunos temas, pretendan evitar que otros se preocupen; aunque, en realidad, quienes les conozcan bien, sabrán que lo están pasando mal. Asimismo, pueden pensar que no deben permitir que otros carguen con sus problemas, por considerar que cada cual debe solucionar sus propios asuntos.

Se requerirá paciencia para esperar que encuentren el momento y la forma de compartir con nosotros lo que sienten. Hasta que estén preparadas para comunicar parte de lo que llevan guardando para sí mismas. Únicamente podremos mostrarnos cercanos, aunque, sin invadir su privacidad, ni imponer nuestra postura, ante las situaciones que les afecten.

Querríamos que no tuvieran problemas o preocupaciones, pero, sabemos que lo único que podremos hacer es estar disponibles, para cuando quieran comunicarse con nosotros. No se sabe cuánto tiempo requerirán para salir del laberinto en el que se encuentran.  

¿Cómo ayudarles a comprender que no es momento de pensar en los demás, sino, de ocuparse de su propia recuperación? Deberán cuidarse y escuchar su voz interior, conscientes de que, ante algunas situaciones vitales, será preciso que antepongan sus inquietudes y que se centren en la toma de sus propias decisiones para conseguir cierta paz y tranquilidad.

Después de haber efectuado el ejercicio anteriormente expuesto, podrán pensar en la posibilidad de volver a ser un punto de apoyo para sus seres queridos.




Imagen encontrada en internet:





domingo, 13 de mayo de 2018

Cuando los padres ya no pueden cuidar de sí mismos

    


    

A partir de un escrito que me envió una amiga, decidí referirme a un tema sobre el que deseo que reflexionemos. Un asunto que, en algún momento de nuestra vida, nos tocará muy de cerca­ y nos situará ante una realidad vital: cómo actuar cuando los padres se vuelvan mayores, cuando ya no puedan valerse por sí mismos y necesiten de personas que les acompañen, les cuiden y velen por ellos.

Desde nuestro rol como padres, conviene que reflexionemos acerca de cuál ha sido el trato que hemos dado a nuestros hijos y si tendremos algún derecho a imponerles el tener que cuidar de nosotros.

Opino que, al igual que sucede con el respeto, que no puede exigirse sino ganarse, tampoco, puede imponerse a alguien la manera cómo ha de cuidar de sus mayores. De lo contrario, estaríamos vulnerando la estricta intimidad y libertad del ser humano.

Es un tema muy complejo y delicado, que no puede ser resuelto por medio de ideas preconcebidas, por imposiciones y juicios personales. A cada cual, le corresponde plantearse cómo puede contribuir al bienestar de sus mayores. Sin interferencias ajenas, desde la atalaya de su propia realidad, la cual, le indicará los términos de la colaboración que pueda prestar a sus padres.

La educación recibida impone a los hijos la obligación de estar pendientes de sus padres, cuando se hacen mayores. Además, desde nuestra infancia, la religión imprime en nuestros corazones el mandamiento de “honrarás a tu padre y a tu madre”, con la idea implícita de que, si pones de manifiesto tu desacuerdo con lo que tus progenitores dicen o hacen, estarás cometiendo un grave pecado. Ignoro cuál pueda ser el castigo divino, en el caso de que te veas ante la obligación de alejarte temporalmente de tus padres para lograr cierta tranquilidad, o, incluso,  preservar tu salud mental.

Esa “obligación de cuidar a los padres”, se impone a los hijos por medio de la manipulación. En la mayoría de los casos, a las mujeres de la familia, a quienes, va dirigida prioritariamente semejante tarea, siguiendo un criterio ancestralmente extendido.

No se actúa con la misma contundencia para pedir y exigir, a los padres, que cuiden y protejan a sus hijos con amor. Para exigirles que no abusen de su poder sobre ellos, creyendo que los hijos son de su propiedad y que pueden tratarles como les dé la real gana. Tampoco, se considera que es obligación de la sociedad tener que cuidar de las personas mayores, poniendo a disposición de las mismas, las instituciones necesarias. Con la finalidad de que los familiares reciban la colaboración necesaria, a la hora de prestar ayuda a sus mayores. Y, en especial, a  quienes ya no pueden valerse por sí mismos.

Ante las imposiciones de otros y la necesidad real que tienen los padres de recibir los cuidados que precisen, surgirán toda clase de posturas. Cada uno de nosotros tendrá sus propias ideas, creencias y formas de sentir al respecto, algunas de ellas, contrapuestas y difíciles de compaginar.

Creo que, como personas que somos, como familiares y como sociedad, debemos cuidar de nuestros mayores. El problema que se plantea, es a quién le corresponde hacerlo y de qué manera llevarlo a cabo. Y, si ese vínculo, ya sea por nacimiento o por adopción, obliga a los descendientes a cumplir con unas tareas que, en ocasiones, no pueden desempeñar, por razones diversas.

Encontraremos a personas que han tenido una buena relación con sus padres, con quienes han compartido una vida llena de momentos entrañables. Para ellas, será más fácil ocupar ese papel de cuidadores de sus progenitores o asumir la responsabilidad de gestionar todo lo que sea necesario para su bienestar, tratando de acompañarles en la medida de lo posible.

Algunos hijos no pueden ocuparse de sus padres porque viven lejos, porque sus obligaciones no se lo permiten, porque tienen manifiesta falta de recursos. O, porque, lo que les sucede a sus padres, requiere de una atención especializada que sobrepasa los cuidados que ellos puedan proporcionarles.

Hay quienes, mediante la imposición de sus propios criterios personales, someterán a juicio a todas cuantas personas no puedan ocuparse de sus padres, en la forma y manera como ellos piensan que deberían hacerlo. Sugiero mucha prudencia, para no etiquetarlas como malos hijos, egoístas o insensibles. No tenemos ni idea de lo que les sucede, ni de lo que piensan o sienten. No sabemos cuáles son sus circunstancias existenciales ni cómo han sido sus vidas. Tampoco, cómo ha sido la relación con sus padres, cuántas veces han intentado acercarse a ellos, después de haberse visto rechazados, ignorados o humillados. No podemos imaginarnos lo que aquellos han sufrido, ni todas las esperanzas y expectativas que hayan podido ver frustradas.

No faltarán quienes sugieran, con demasiada insistencia y vehemencia, que deben perdonar a sus padres; por creer que ellos son de mayor calidad moral o humana que aquellos que no están preparados para perdonar a otros. Lo que no me parece honesto es “perdonar” a la ligera, por obligación o porque los demás insisten en que debe hacerse. Con respecto al perdón, yo mantengo la idea de que es íntimo y personal, que solo puede llegar cuando se tiene una mayor comprensión, tanto del comportamiento de los padres como del de uno mismo, como hijo. Cuando se es capaz de continuar adelante con la propia vida, a pesar, de todo lo que se haya podido sufrir en el pasado.

Tampoco, sabemos cómo fueron las vidas de sus padres, por lo que a su relación con sus propios progenitores se refiere. Por otro lado, ¿cómo fue el trato que los padres dieron a sus hijos? Algunos, habrán actuado con demasiada dureza, llegando a las humillaciones, al maltrato psicológico o físico, a las agresiones sexuales. Otros, habrán actuado negligentemente, o habrán rechazado, ignorado o abandonado a sus hijos. No es fácil que un individuo borre todo lo que le ha sucedido con respecto a su relación con los seres que le dieron la vida y que debían protegerle, cuidarle y amarle.

Muchos dirán que los padres “siempre” actúan de la mejor forma posible. Y, que, por eso, deben recibir el amor incondicional de los hijos. Aunque, esos progenitores les hayan dado un trato nada deseable. Y, que, en ocasiones, no se pueda decir que hayan demostrado amar a sus hijos.

Con todo lo anteriormente expuesto, he pretendido ratificar que la vida de cada persona pertenece a su más estricta intimidad y que forma parte de su inalienable patrimonio. Razón por la cual, conviene respetarlo de la manera más estricta posible.




Imagen:




domingo, 6 de mayo de 2018

La maravillosa fábula de los indios sioux, sobre el águila y el halcón

    
 


Cuenta una ancestral leyenda de los indios sioux que Búfalo Blanco, el más valiente y honorable de los jóvenes guerreros, y, Sangre Roja, la hermosa hija del cacique,  llegaron tomados de la mano hasta la tienda del brujo de la tribu.

-¡Nos amamos! -declaró, el joven.

-¡Y nos vamos a casar! -exclamó, ella.

-Pero, estamos tan unidos y nos queremos tanto, que tenemos miedo -continuó diciendo, Búfalo Blanco, sin ocultar la preocupación que tenía por el futuro de ambos.

-Y, ¿qué puedo hacer yo por vosotros? -preguntó, el anciano.

-Queremos un hechizo, un conjuro o un talismán que garantice nuestra unión. Algo que nos asegure que, siempre, estaremos uno al lado del otro. Hasta encontrar a Manitú, el día en el que la muerte nos reclame -dijo, Búfalo Blanco, con los ojos llorosos por la emoción.

El brujo se quedó pensativo y se hizo un largo silencio.

-¡Por favor! ¿Qué podemos hacer para conseguirlo? -preguntaron, al unísono, los enamorados.

Dos mundos distintos se ponían de manifiesto. La premura, la ansiedad y la inquietud de los dos jóvenes contrastaban con la serenidad imperturbable del brujo, conocedor de los cambios que se operan con el paso inexorable del tiempo. 

El viejo los miró con ternura y se emocionó, viéndolos tan jóvenes, tan enamorados y tan anhelantes. Reparó que su pausada reflexión exasperaba a los impacientes  jóvenes que estaban a la espera de su consejo. No obstante, aspiró el humo de su pipa y sus mejillas se hundieron, sin importarle que el tiempo aparentase estar congelado. Porque, él sabía muy bien que traía a su mente, la sabiduría acumulada de sus ancestros. De repente, soltó una gran bocanada y se dirigió a ellos para decirles: 

-¡Sí! ¡Hay algo que se puede hacer! Es muy difícil y requiere de gran sacrificio.

-¡No nos importan los sacrificios que tengamos que hacer! -interrumpieron, Búfalo Blanco y Sangre Roja, al mismo tiempo- ¡Haremos todo cuanto sea preciso!

-¿Veis la montaña que está al norte de nuestra aldea? -preguntó, el brujo, extendiendo su brazo y señalando con su índice la dirección del lugar al que se refería- ¡Deberás escalarla tú sola, sin ayuda de nadie, Sangre Roja! -dijo, el anciano, dirigiéndose a la bella joven- No llevarás ningún arma, solo contarás con tus manos y una red. Tendrás que cazar el halcón más bello y poderoso que veas y  traerlo aquí con vida el tercer día después de la luna llena. ¿Entiendes bien el encargo que te hago?

La joven asintió con una firme inclinación de su cabeza.

-Y tú, Búfalo Blanco -continuó diciendo, el chamán-, deberás escalar la Montaña del Trueno, que está al sur. Cuando llegues a la cima, tendrás que encontrar el águila más majestuosa, para lo cual, contarás con las mismas herramientas que tu amada. Deberás atraparla, sin hacerle ningún daño o herida y traerla ante mí,  el mismo día que regrese Sangre Roja. ¡Ahora, salid de la aldea, sin pérdida de tiempo alguno!

Los jóvenes se miraron, se dieron un tierno beso de despedida y salieron a cumplir la misión encomendada.

El día establecido, frente a la tienda del brujo, los dos jóvenes esperaban con sendos zurrones de piel, dentro de los cuales, estaban las aves. El anciano pidió que le mostraran las rapaces. Los jóvenes lo hicieron con sumo cuidado, mostrando los trofeos, que tanto les había costado obtener. Sin lugar a dudas, eran unos hermosos ejemplares, los mejores de su estirpe, por lo que la misión de la pareja fue merecedora de aprobación, por parte del brujo.  

-¿Cómo era su vuelo? ¿Volaban alto?

-¡Era alto y majestuoso! -respondieron, ambos, al mismo tiempo.

-¿Qué hacemos, ahora, con las aves? -preguntó el joven. ¿Acaso, quieres que las sacrifiquemos y bebamos su sangre, para extraer el poder mágico de su visión y de su fuerza?

-¡No! -denegó, el viejo.

-¡Ah! ¡Ya sé, entonces! -creyó adivinar, Sangre Roja-. Para conseguir la fuerza de sus músculos, la destreza de sus garras y la ligereza de sus plumas, los cocinaremos y comeremos su carne.

-¡No! -repitió el chamán-. Haréis lo que os voy a decir: tomad las aves y atad la pata izquierda de una con la derecha de la otra, por medio de estas tiras de cuero que os entrego. Cuando lo hayáis hecho, soltadlas y dejadlas que vuelen en libertad.

Después de haber hecho lo que se les había pedido, el guerrero y la joven soltaron a las aves rapaces. El águila y el halcón intentaron levantar el vuelo, pero, sólo consiguieron revolcarse en el suelo. Al rato, enfurecidos por la imposibilidad de hacerlo, los preciosos ejemplares arremetieron a picotazos entre sí, hasta lastimarse. Los jóvenes se miraron, impotentes, sin comprender dónde estaba el embrujo y cuál sería el efecto sobre sus vidas.

El anciano se dirigió hacia ellos, dispuesto a aclarar la situación y explicar el conjuro solicitado. Con voz amable, el viejo hechicero, habló en los términos siguientes:

-Este es el conjuro. Jamás olvidéis lo que habéis visto. Vosotros sois como el águila y el halcón. Si os atáis el uno al otro, aunque lo hagáis por amor, no sólo viviréis arrastrándoos, sino que, además, tarde o temprano, empezaréis a lastimaros el uno al otro. Si queréis que el amor perdure entre vosotros, volad juntos, pero jamás atados.





Comentario personal:

En opinión de quien escribe, pocas fábulas reflejan con mayor exactitud lo que ilustra el cuento de origen sioux, sobre la relación de una pareja que acude al brujo de su tribu, en búsqueda de consejo.

Me parece una fábula muy bonita sobre la libertad que deben concederse, en su relación de amor, dos personas que se aman.

La gran mayoría de los seres humanos desea que sean permanentes los sentimientos de unión, cercanía y felicidad que se experimentan, cuando se ama a una persona. Es lo que sucede cuando se está enamorado, cuando hay una gran conexión con alguien, simplemente, con un amigo, el padre, la madre…

Se comete el error de querer encadenar ese amor y “proteger” esos sentimientos para que no desaparezcan. Conviene evitar que la relación sufra una asfixia por un exceso de exigencias, de expectativas y por el infundado miedo de perder el cariño de la otra persona.





Fuente bibliográfica:

Escrito elaborado a partir de varias publicaciones en Internet, las cuales varían entre sí. También tuve en cuenta “La leyenda del águila y el halcón”, de Camin Arte, http://www.elcaminarte.es/la-leyenda-del-aguila-y-el-halcon/



Imagen:

Encontrada en Internet, la cual es la parte superior de una ilustración realizada por Marcos Carrasco. Ambas imágenes se encuentran en http://www.elcaminarte.es/la-leyenda-del-aguila-y-el-halcon/