lunes, 16 de abril de 2018

El control sobre la utilización de ciertos vocablos





Es curioso constatar cómo el poder evocador de una palabra es diferente al que pueda tener cualquier otro término sinónimo. Es como si, para cada uno de nosotros, ciertas palabras tuviesen connotaciones particulares. Es algo parecido a lo que nos sucede con los olores o con la música, que parecen transportarnos a tiempos pasados.

Hace pocos días, tuve un divertido intercambio de mensajes con otros dos amigos. Uno de ellos, compartió en Facebook una frase que contenía una palabra que yo había escuchado muchas veces en mi vida; aunque, muy pocas, desde que me vine a vivir a España, de lo cual, hace ya muchos años. Aquel término hizo que mi memoria recuperara recuerdos muy lejanos, que creía tener olvidados para siempre.

Sabemos que nuestro idioma es muy rico y que, en diferentes regiones y países de habla hispana, se utilizan una gran variedad de palabras para denotar ciertos significados. Vocablos como ceporro, mentecato, pazguato, leño, tolete, pendejo, zonzo, cazurro, gilipollas, son utilizadas por muchas personas, con excesiva frecuencia. Suelen lanzarlas contra otro individuo, en forma de insulto, con malévola intención; o, de igual forma, se las aplican a ellos mismos, con el ánimo de flagelarse.

El efecto derivado de la utilización de esas palabras dependerá, en gran parte, del contexto y del tono con el que se digan, ya que no es lo mismo decirlas en plan festivamente amistoso, que dirigírselas a alguien con la expresa intención de ofenderle. Igualmente, afectarán más a unos que a otros, según el grado de inseguridad y la susceptibilidad del receptor y de quienes, sin pretenderlo, se convierten en testigos.

Si miráramos hacia atrás, encontraríamos que en algunas de nuestras actuaciones fuimos torpes, pendejos o ingenuos, por estar ciegos a lo que otros hacían, o por no descubrir la verdadera naturaleza de sus intenciones. Por aceptar lo inaceptable, por “tragar cuento”, por no ser como cada uno querría ser, por estar pendientes del amor de personas que no sabían amar…

No soy partidaria de recurrir a semejantes palabras para ofender a otros y opino que tampoco es conveniente significarnos por el empleo de los términos mencionados y  otros mucho más agresivos. Ni tan siquiera, de aplicárnoslos a nosotros mismos, aun cuando el propósito fuese el de querer animarnos a espabilar, a movernos, a cambiar, a reaccionar; porque, podríamos terminar creyendo que nosotros nos merecemos tales calificativos. Y, aún sería mucho peor, si, afectados por tales palabras, llegásemos a pensar que no podemos hacer nada por remediar ser tal como nos sentimos, en momentos de profundo abatimiento.

Más grave resulta la utilización de este tipo de vocablos cuando nos dirigimos a los niños, incluso pretendiendo hacerlo en plan de broma y de forma ocasional, pues, la sensibilidad de los niños es tan grande, que podemos llegar a lastimarles. Los pequeños, se toman muy en serio las cosas y las más nimias descalificaciones les afectan durante mucho tiempo. Yo sugeriría que hagamos lo posible por obviar emplear, con ellos, semejantes palabras.

No obstante, habiendo pretendido exponer cuanto antecede, de la forma más ortodoxa posible, pido su comprensión para atreverme a decir que la mente no suele tener buen sentido del humor. Razón por la cual, la utilización de aquellos vocablos puede ayudarnos a ridiculizar ciertas realidades, a relativizar y quitarle importancia a cosas que pudieron dolernos. Eso fue lo que ocurrió en esa conversación distendida a la que hice referencia anteriormente, la cual, resultó siendo una forma de catarsis terapéutica. Porque, a veces, la capacidad de reírnos de la vida, y de nosotros mismos, resulta más que necesaria.





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domingo, 8 de abril de 2018

El origen de la confianza en uno mismo



Cuando somos pequeños, precisamos del cariño, de la atención, de la protección y del apoyo de nuestros padres y de las personas que puedan proporcionarnos todo aquello que necesitamos.

La naturaleza humana es mucho más dependiente que la del resto de animales que pueblan nuestro planeta. Por muchos años, quienes forman parte de la especie humana serán dependientes de los otros seres homónimos que les rodean. Por ello, requerirán de cuidados físicos, comida, higiene o un hogar. Y, muy especialmente, de individuos que les den su afecto y les acompañen, desde el punto de vista emocional, en el proceso que implica el descubrimiento progresivo de sí mismos y del mundo circundante. También, deberá alentárseles para que vayan explorando, conociendo, experimentando y expresándose, mientras son observados y cuidados por adultos responsables.

Si sus carencias son satisfechas de forma adecuada, el niño irá creciendo con un sentimiento de confianza. Con el paso de los años, su seguridad en sí mismo se irá consolidando. Sin apenas darse cuenta, irá adquiriendo diferentes habilidades y pondrá a prueba sus propias capacidades.

Descubrirá cuáles son sus puntos fuertes y aquellas actividades que hace mejor. También, se encontrará con que se le presentan las mayores dificultades. Con respecto a estas últimas, convendría que se esforzara para conseguir superarlas, aun acudiendo a la ayuda de otras personas, si fuese preciso.

Hay niños que no reciben lo exigible para un sano desarrollo. En algunos casos, por miedo a que les pase algo, se les dará un exceso de protección que les impedirá explorar el mundo. En otros, por la incapacidad de sus cuidadores en proporcionarles lo necesario para que adquieran confianza en sí mismos.

Demasiadas personas piensan que los niños solo necesitan de abrigo y alimentación, ir a la escuela para que los profesores les digan cómo han de comportarse; y, en todo caso, aplicar las mismas severas correcciones de las que ellos fueron víctimas.

Un niño adquiere, de forma natural, la confianza en sí mismo, cuando está rodeado del amor de sus padres, familiares, profesores y amigos. En cambio, una carencia de estima, por parte de alguno de ellos, le conducirá a una permanente inseguridad.





Imagen encontrada en Internet:

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lunes, 2 de abril de 2018

Acerca de la propia estima (parábola)

   
     

  
Un día, un sabio maestro recibió la visita de un joven, el cual, se dirigió a él para pedirle consejo.

-Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo fuerzas para hacer nada -dijo, el muchacho, muy afligido-. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. Vengo en busca de su consejo para saber qué he de hacer para cambiar mi situación ¿Cómo puedo mejorar? ¿Cómo lograr que me valoren adecuadamente?

-¡Cuánto lamento, muchacho, que no pueda ayudarte! -le contestó, sin mirarlo, el insigne preceptor- ¡Primero, debo resolver mis propios asuntos! Quizás, más tarde… -farfulló, sin terminar la frase-. Si tú quisieras ayudarme, podría resolver, con mayor celeridad, el problema que estoy afrontando -agregó, el maestro, después de una breve pausa-. Luego, tal vez, te podría ayudar a solucionar el tuyo…

-Encantado, maestro -aceptó, el mancebo, intentando disimular que, de nuevo, se sentía postergado y que sus deseos no recibían prioridad alguna.

-En tal caso, pongámonos en marcha -reaccionó, el sabio, con decisión-. Toma el caballo que está afuera y ve al mercado.

El venerable anciano se quitó el anillo que llevaba puesto en el dedo meñique de la mano izquierda y se lo entregó al atribulado joven. Este, muy sorprendido, lo recibió entre sus temblorosas manos.

-Debo venderlo con el fin de pagar una deuda -explicó, el maestro-. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible. Pero, bajo ningún concepto, aceptes menos de una moneda de oro. ¡Ve y regresa con esa moneda, lo más pronto que puedas!

Apenas el muchacho llegó al mercado, empezó a ofrecer la preciada joya a cada uno de los buhoneros que allí encontró, los cuales, la miraban con cierto interés, hasta que escuchaban el precio que el joven les pedía: una moneda de oro. Algunos se reían, otros llegaban a mofarse; la mayoría, le daba la espalda. Alguien le ofreció una moneda de plata y un cacharro de cobre. Sin embargo, el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro, por lo que rechazó la oferta. Una persona anciana, que lo estaba observando, tuvo la amabilidad de explicarle que una moneda de oro era demasiado valiosa para entregarla a cambio de un anillo. ¡Cuánto hubiera deseado, el joven muchacho, tener esa moneda de oro! Podría habérsela entregado al maestro para liberarlo de su preocupación y recibir, a continuación, su consejo y ayuda.

Subió a su caballo y volvió adonde el maestro le estaba esperando.

-Lo siento mucho, maestro, no pude cumplir la misión que me confiaste -dijo, triste y cabizbajo, quien había recibido el encargo de vender el anillo-. Quizás, pudiera obtener dos o tres monedas de plata; aunque, no creo que yo pudiera engañar a nadie, con respecto al verdadero valor del anillo.

-¡Qué importante es lo que acabas de decir, joven amigo! -reaccionó, el maestro, con una sonrisa en su rostro-. ¡Debemos conocer, primero, el verdadero valor de la joya! Vuelve a montar en el caballo y haz una visita al joyero. ¿Quién mejor que él para saberlo? Dile que te gustaría venderla y pregúntale cuanto te daría por ella. Sin embargo, no importa lo que te ofrezca, no vayas a vendérsela. Y, regresa, aquí, con mi anillo.

El joyero examinó la bella sortija, a la luz del candil, con su lupa. La pesó y luego le dijo:

-Dile al maestro, muchacho, que si la quiere vender enseguida, no puedo darle más de diez monedas de oro.

-¡Diez monedas de oro! -repitió, el joven, absolutamente desconcertado.

-Sí, -afirmó el joyero-. Aunque, le puedes decir al sabio anciano que yo estimo que podríamos obtener hasta catorce monedas de oro, si esperamos a que aparezca un comprador que esté realmente interesado -añadió, el hombre-. En fin, no sé… Si la venta es urgente...

Sin poder contener la emoción que le embargaba, el joven regresó a la casa del venerable maestro a contarle lo que el joyero le había dicho.

-¡Siéntate!  -le ordenó el viejo sabio, después de escucharlo-. Tú eres como este anillo: una joya única y valiosa. Y, por consiguiente, tan sólo puedes ser evaluado por un honesto experto. ¿Qué haces yendo por la vida, de puerta en puerta, exponiéndote a que cualquiera menosprecie tu valía?


¿Cuánto vales? Parábola de autor desconocido.



Comentario:

Cuando leí por primera vez la parábola que hoy me he permitido transcribir, llamó poderosamente mi atención lo que el joven le dijo al sabio maestro: que se sentía poca cosa y que no tenía fuerzas para hacer nada. Experimenté lo mismo, cuando le confesó que casi todo el mundo le decía: que no servía, que no hacía nada bien, que era torpe y tonto. Luego, al borde de la desesperación, le suplicaba al maestro: ¿cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren adecuadamente?

Mi experiencia profesional me dijo que me encontraba frente a un lamentable caso de falta de autoestima. Ante alguien muy necesitado de reconocimiento, por parte del entorno en el que vivía. Una persona que, apenas encuentra una mínima objeción, se viene abajo, se siente nada valorado y piensa que sus problemas, lejos de ser atendidos, son postergados por parte de los demás.

Me parece una parábola muy ilustrativa de la falta de confianza en uno mismo, de alguien que, desde que era un niño, se cansó de escuchar palabras peyorativas sobre su persona. Que no recibió apoyo alguno y que no descubrió lo positivo que había en él. Simplemente, porque nadie se preocupó por revelárselo.

Creo que tendrá que aprender a conocerse, a descubrir sus cualidades y también aquellos aspectos que debe mejorar. No deberá hacerle caso a las personas que no saben cuál es su verdadero valor y conviene que se relacione con quienes le acepten tal como es y que aprecien su compañía.

Cuando adquiera más seguridad en sí mismo, mejorará su capacidad para aprender de la experiencia y podrá ir solucionando los problemas que se le presenten. Al reconocer sus propios valores, dejará de depender del reconocimiento de los demás.




Imagen encontrada en Internet, utilizada para el blog: https://steemit.com/story/@indriagosays/inspirational-story