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sábado, 30 de marzo de 2019

Algunas propuestas para sanar las heridas emocionales



En el anterior escrito, El tiempo, por sí solo, no cura las heridas emocionales, quise hacer énfasis en que aquello que nos duele o nos hace daño no desaparece por arte de magia. Que el solo transcurrir del tiempo no es suficiente para que nuestras heridas sanen y que ese alivio a nuestras penas vendrá de la mano de lo que nosotros hagamos para intentar recuperar nuestro equilibrio interior.

Para sanar nuestras heridas, es preciso que introduzcamos algunos cambios en nuestra vida, los cuales, nos conducirán a superar lo que una vez nos afectó gravemente; porque, si no lo hacemos, podrían volverse crónicas o reabrirse, años después. Veamos algunos ejemplos de lo que se puede hacer para sanarlas:

Averiguar cuál es la causa de tu dolor. Debes precisar cuál es el origen del mismo: si la herida proviene de un acontecimiento traumático, de lo que ha dicho o hecho otra persona, de la respuesta que diste, o, si se produjo como consecuencia de tu propia actuación.  

Evitar caer en la tentación de negar lo ocurrido. Prolongaría tu sufrimiento y se convertiría en un problema enquistado, pendiente de resolución. Es exigible un ejercicio de sincera autocrítica. La sanación de las heridas se acelera desde el momento en que aceptamos las cosas tal como fueron, sin intentar cambiarlas. Reconociendo todo el sufrimiento que nos produjeron e intentando verlas desde una nueva perspectiva.

Aceptar los sentimientos de dolor o de ira. No trates de disimular lo que sientes, delante de los demás. Vive las emociones con toda naturalidad. Aunque, supongan sumergirte en la tristeza, en el miedo, en la rabia o en la más inesperada de las reacciones. Cuando vives las emociones tal como se producen, llega el momento en el que se inicia un proceso de atenuación progresivo.

Admitir que no hallaste otra manera de actuar. Obraste como mejor pudiste, teniendo en cuenta los conocimientos y la experiencia que tenías en ese momento. Quizás, fuera imposible saber lo que iba a ocurrir. No te lo reproches, ni dirijas tu irá hacia terceras personas.

Procurar aprender de lo que sucedió. Nuestros aprendizajes provienen de las buenas experiencias y, también,  de las que son  difíciles y dolorosas. Es conveniente descubrir qué es aquello que debemos extraer de la experiencia que tanto nos afectó.

Prescindir de las prisas. No pretendas acelerar el momento de la sanación, ya que ésta únicamente ocurrirá cuando estés preparado. Conviene que te tomes el tiempo que necesites para superar aquello que tanto te afectó. Verás que llegará un momento en el que serás capaz de hablar de lo sucedido y, a partir de entonces, te encontrarás pasando página.

Rechazar que el dolor y la tristeza se instalen en ti, permanentemente. Por muy graves que hayan sido las heridas sufridas, por mucho que entiendas que tu vida ha quebrado, llega un momento en el que debes darte cuenta que no es conveniente quedarte paralizado por el dolor, la rabia o los lamentos. No debes continuar llorando por lo que perdiste o no recibiste. Conviene que dejes de añorar lo que una vez tuviste, lo que ya no está, o, lo que nunca será como tú querías que fuese. Debes saber que la vida te presentará nuevas alternativas y, aunque tú no lo creas, tu estado de ánimo mejorará y repercutirá positivamente en otras personas que te quieren.

En último término, buscar ayuda. Es posible que, ni siquiera con la valiosa colaboración de amigos, familiares y conocidos, podrás solucionar los problemas que te agobian. Cuando veas que tal cosa sucede, será recomendable recurrir a profesionales para que te ayuden y trabajen contigo para volverte a la vida.

Magdalena Araújo


Enlace al texto citado en la introducción:


El tiempo, por sí solo, no cura las heridas emocionales, artículo de Magdalena Araújo en “Un día con ilusión”.



lunes, 17 de abril de 2017

A vueltas, con el maltrato psicológico



En una de mis publicaciones anteriores, veíamos que el maltrato psicológico tiene efectos demoledores, aunque aparenten ser invisibles. El acoso continuado va desgastando a las víctimas, minando su autoestima, su fortaleza, su capacidad de reaccionar y de defenderse.

Algunas mujeres utilizan el maltrato psicológico en la relación con sus parejas, sus hijos, las personas mayores o sus subalternos. Llegan a ser muy duras y crueles, infligiendo un daño insidioso, calculado, frío, malévolo, a quienes manifiestan ciertas debilidades o a quienes se proponen dominar por constituir una amenaza contra su autoridad. También, a aquellos que pueden suponer un obstáculo para la consecución de sus propósitos.

Como toda agresión continuada, la suya es una conducta permanentemente dañina, incapacitante y real, aunque la sociedad no quiera verla. Es necesario que se haga visible, como la del hombre, para que pueda ser identificada por los que la padecen. De esta manera, se podrá actuar para lograr que sus secuelas no sean tan graves y para sanar las heridas que no hayan podido evitarse.

De todos es conocido que algunos hombres utilizan el maltrato psicológico para sentirse poderosos y para conseguir lo que desean. De sus hijos, de su pareja, de quienes puedan cruzarse en su camino. Por lo que se refiere a la agresión a la mujer, por el simple hecho de serlo, entramos de lleno en la violencia de género. Es un tema monográfico que trataremos en algún otro momento, por su importancia, su extensión y sus tremendas consecuencias.

Cuando hablábamos de los maltratadores psicológicos, encontrábamos que algunos son dependientes. Mientras que otros, muy peligrosos, tienen como objetivo llegar a anular la voluntad de sus víctimas. A continuación, seguiré refiriéndome a los sujetos que forman parte de este último grupo, hablando del maltratador posesivo y del maltratador instrumental.

El maltratador posesivo puede llegar a ser un agresor muy violento, que te hará sufrir con mucha intensidad, de forma continuada en el tiempo. Su motivación básica es la de conseguir el control absoluto sobre otra persona, para someterla por completo. Convertirla en un objeto, ser su dios, hacer con ella lo que quiera. Hará lo posible por humillarla y esclavizarla, pues su máximo propósito es hacerla sufrir. No hay dominio mayor sobre otra persona que obligarla a aguantar el sufrimiento, sin que la misma pueda defenderse.

Este maltratador sólo dejará a su víctima si es detenido por la Justicia, o bien, por una razón poderosa, que puede variar para cada persona; quizás, por la aparición de una nueva presa o por el hecho de que la víctima esté muy protegida por sus familiares y amigos. La aplicación de la Ley, si fuera contundente, sería la mejor arma.

El agresor instrumental pretende que la otra persona le sirva, le haga más fácil la vida, le provea de refugio y de dinero. Para estos agresores, algunas relaciones, como el matrimonio, son como un trampolín, una adecuada vía de acceso para sus propósitos de conseguir un poder social y económico.

El término instrumental, señala que este individuo utiliza a los demás con el objeto de conseguir algún fin, para su propia satisfacción. Ve al otro como mero instrumento para sus fines. Cuando esta persona hace algo, siempre está pensando en obtener algún beneficio. Estará con esa persona mientras no tenga una “opción” mejor.

Los puntos fuertes del maltratador instrumental son la agresión psicológica y la manipulación. Tiene mayor autocontrol que el maltratador posesivo, recurriendo a la violencia sólo cuando considera que no hay más remedio. El agresor instrumental incrementará su acoso en el caso de que su captura se quiera escapar. Sin embargo, renunciará cobardemente cuando repare que su presa le hace frente, con unos recursos inesperadamente sólidos.

La identificación de esta figura se hace obvia cuando llegan los niños. No hay manera de que pueda disimular su falta de sentimientos amorosos para con ellos. Puede fingir cuando van de visita, pero no tiene ninguna necesidad de hacerlo al cobijarse en el anonimato del hogar. No tiene por qué odiarlos; simplemente, no le interesan.

Un agresor instrumental intentará que su víctima quede aislada. No tanto, por una necesidad de controlarla, como por su propia comodidad, ya que no le interesa relacionarse con gente de la que no puede obtener beneficio alguno.

Algunos de estos individuos triunfan en su profesión. Pero, es difícil que lo alcancen sin engaños ni trampas y que tengan un éxito sostenido en el tiempo. Su tendencia natural al placer, a implicarse en actividades incompatibles con el rigor de las obligaciones laborales, se lo impide. Estos personajes viven a costa de engañar; ordenan su mundo de acuerdo a su visión peculiar de las cosas, perspectiva que intentan pasar por “lógica” ante los demás. Su falta absoluta de responsabilidad y su incapacidad para hacerse cargo de sus obligaciones como padre, esposo o trabajador, pasan desapercibidas ante mucha gente.

A veces, detrás de un maltratador, hay una familia que comparte una visión egocéntrica del mundo. No es extraño encontrarnos con alguno de los progenitores de este personaje, compartiendo rasgos similares. No obstante, pudiera haber ocurrido que semejante individuo los hubiese manipulado y engañado; razón por la cual, hubiesen llegado a apoyar a su hijo, desconociendo la naturaleza real de su vástago.

Aunque es improbable que sea tan violento como el maltratador posesivo, el agresor instrumental puede recurrir a medios poco ortodoxos, si lo considera preciso. Si se siente acorralado, puede llegar a actos de violencia física.

El individuo que sea un maltratador instrumental y posesivo, a la vez, será el peor enemigo que alguien pueda llegar a tener. No sólo hará uso de la violencia, sino que intentará utilizar a su víctima como un esclavo. Su nivel de agresión psíquica puede ser ilimitado. Existen grandes probabilidades de que haga uso del maltrato físico para conseguir sus fines. En algunos casos,  llegará a las más brutales palizas; cuando no, al trágico asesinato.  

Su obsesión por subyugar, vejar y torturar a su víctima sufre una fuerte alteración, cuando percibe que su presa ofrece una seria resistencia y que la misma puede suponer una amenaza para la consecución de sus objetivos. O cuando, por alguna razón, ha perdido el interés por ella. Es entonces, cuando afloran los instintos asesinos. Lo cual, se corresponde con el perfil de un verdadero psicópata.



Fuentes bibliográficas utilizadas:

GARRIDO, Vicente: “Amores que matan”.

Apuntes personales sobre el maltrato psicológico.

  

  
Imagen encontrada en Internet, de vectores 123RF: Hombre jaula




viernes, 23 de octubre de 2015

Lapislázuli




¡Es muy buena talladora de gemas! Hace verdaderas maravillas con el lapislázuli.

-¡Me vas a tener que disculpar, Magdalena, pero tengo mucha prisa! -exclamó, mi amiga, mientras esperaba, con gran impaciencia, a que se abrieran las puertas- ¡Dile a Pilar que se deje de bobadas y que venga a verme!

Fue la primera en descender de la plataforma. Delante de mí, lo hicieron otras personas porque yo me había retrasado, porfiando en rescatar mi maleta, que había quedado prisionera entre las que habían sido depositadas en el portaequipajes. Apenas me bajé del tren, la vi avanzar apresuradamente entre la gente que caminaba por el andén. Arrastraba su maletín a ruedas que, además de guardar sus efectos personales, disponía de una bolsa acolchada, especialmente diseñada para su ordenador portátil. Desapareció de mi vista, cuando el último peldaño de la escalera mecánica la depositó en el piso del vestíbulo superior.

Habíamos llegado a Madrid, en el tren de alta velocidad. Araceli había viajado desde Barcelona, y yo lo había hecho, desde Lérida. La casualidad quiso que coincidiéramos en el mismo vagón, después de llevar algo más de un año, sin vernos. Le pregunté al revisor si podía sentarme en el asiento que había quedado libre al lado del de mi amiga. Me dio autorización a hacerlo, aventurando, por la hora que era, pasadas las once de la mañana, que podría quedar disponible durante el resto del trayecto.

Mi amiga, me contó que, la tarde anterior, había ido a la inauguración de una tienda que un cliente de la agencia de publicidad en la que trabajaba, había abierto en Barcelona. A primera hora de la mañana, le había telefoneado su jefe, pidiéndole que se incorporara a un improvisado encuentro que el representante de un grupo inversor catarí había solicitado, con carácter de urgencia. La reunión tendría lugar en un reconocido hotel del Paseo de la Castellana, a la una y media de la tarde.

-Podría llegar a tiempo -me dijo, sin haberse quitado el agobio de encima- , si no fuera porque, con la remodelación que han hecho, de la estación de Atocha, se tarda media hora para llegar a la parada de taxis, desde que te bajas del tren.

Se relajó, no obstante, tan pronto le pregunté por su vida y por su familia. Yo le conté, igualmente, lo más relevante que me había ocurrido en el último año y hablamos de un buen número de cosas. Hasta que, de repente, demostró un especial interés por preguntarme:

-¿Qué pasa con Pilar? Me han dicho que está atravesando una crisis de caballo ¡Tú, como psicóloga, debes saberlo!

-¿A qué Pilar te refieres? -pregunté, un tanto sorprendida por la pregunta, con la intención de asegurarme que se trataba de la misma persona con la cual yo había estado en reciente contacto.

-La ex de Arturo. Tenía una galería de arte, en Majadahonda.

-No sabía que os conocierais -contesté-. Yo no soy su psicóloga. Si lo fuera, muy poco podría contarte.

-Pues, ¡mira tú por dónde! Hace unos días, una amiga de Pilar, me dijo que ella había contactado contigo. ¡Me quedé tranquila! ¡Pensando que se había puesto en buenas manos!

-¡Muchas gracias por la consideración que demuestras tenerme! En realidad, nos cruzamos algunos mensajes, después de que ella entrara en mi blog. A raíz de los cuales, he mantenido varias conversaciones telefónicas con ella, de manera informal. Me he dado cuenta de que lo está pasando muy mal. ¡Me gustaría poder ayudarla!

-¡Tienes que hacerlo, Magdalena! Es una persona a la que tengo en gran estima -dijo Araceli.

-¡Lo intentaré! -prometí, a mi amiga- Siempre y cuando, ella me lo pida, y quiera que le ayude…

-¡Es terca como una mula! -interrumpió, mi amiga- ¡Me desespera! ¡Te lo confieso, Magdalena!

Entonces, Araceli procedió a retirar el ordenador portátil que había mantenido sobre la bandeja, y lo guardó en su funda. A continuación, se acomodó en su asiento y, mirándome a los ojos, con expresión de gravedad en su rostro, me dijo:

-Soy amiga de Pilar, desde que íbamos al mismo colegio. Aun cuando hemos estado largos períodos de tiempo, sin saber nada, la una de la otra. No llegó a terminar sus estudios en la Facultad de Bellas Artes, en la Complutense, porque se enamoró de un chileno, bastante mayor que ella, y decidió irse a vivir a Chile ¡Te habrá contado esta experiencia!

-No. Ya te he dicho, Araceli, que he hablado muy pocas veces con ella ¡Pero, me satisface saber esto!

-¿Por qué, Magdalena?

-Porque indica que tiene valentía para la toma de decisiones -contesté.

-¡Eso era antes! -exclamó, mi amiga- Desgraciadamente, ahora está hecha unos zorros. ¡Te sigo contando! Al poco de llegar a Chile, Pilar me escribió una carta, diciéndome que vivía en Antofagasta y que, cada día, estaba más enamorada de su pareja, un pintor que empezaba a tener reconocimiento en el país andino. Ella, había encontrado trabajo en un taller de joyería y era muy feliz.

Araceli hizo una pausa. Se quitó las gafas que llevaba puestas y las guardó en la funda que había permanecido presa por la rejilla que había en el respaldo del asiento, frente al suyo. Por unos instantes, se dedicó a juguetear con ella, entre sus manos, mientras yo la observaba, en silencio. Continuó diciendo:

-Me dio mucha alegría saber de ella y la llamé por teléfono. Tuvimos una larga conversación, durante la cual me habló, con entusiasmo, del pintor, de la ciudad a la que se había ido a vivir, del país, de sus gentes, y de su trabajo. ¡Todo le parecía una maravilla! Asumimos el compromiso mutuo de llamarnos, sin dejar transcurrir excesivo tiempo. Lo cual hice, de propia iniciativa, al cabo de unas semanas, para felicitarle las fiestas de Navidad, que estaban, a la vuelta de la esquina. Como siempre que pienso que algunos celebran la Navidad en verano, me produjo una extraña sensación saber que Pilar pasaría unos días de playa. No sabría explicarte, pero me quedé con mal sabor de boca, y preocupada, por cómo se había desarrollado la llamada telefónica. Conociendo a Pilar, supe, por la forma y el tono en los que me había hablado, que algo me había ocultado.

-¿Por qué no le preguntaste, directamente?

-¡Lo hice! -contestó, Araceli- Me dijo que no debía preocuparme, que todo iba muy bien; lo único que le sucedía, era que había tenido una gran carga de trabajo, y necesitaba unas vacaciones.

-Continúa, por favor ¡Perdón por la interrupción!

-¡Lo que son las cosas! -exclamó, Araceli- Uno de nuestros clientes, sabiendo que nosotros tenemos agencia asociada en Santiago de Chile, nos pidió que le organizásemos un recorrido por el Desierto de Atacama. Naturalmente, pasamos la responsabilidad de cumplir con el encargo a nuestra corresponsal en Chile. Si bien, mi jefe quiso que yo me uniera al grupo de ejecutivos que iba a realizar el viaje, asumiendo la coordinación del mismo. Era finales de enero, y la expedición tendría lugar en Semana Santa. ¡Fenomenal! ¡Tendría la oportunidad de visitar a Pilar, en Antofagasta!

-Y ¿qué ocurrió? -pregunté, a mi compañera de viaje, dándole a entender que esperaba las peores noticias y que podía abreviar su explicación.

-¡Me llevé un gran disgusto! Después de hacer repetidas llamadas, me convencí que ninguno de los dos números de teléfono que tenía, de Pilar, estaban operativos. Llamé a su casa de Las Rozas, pensando que me podrían dar razón de ella. Me contestó una de sus hermanas y me dijo que, su madre, estaba internada en un sanatorio. Lo único que ella sabía de Pilar, era que había dejado a su pareja. Al insistir, en busca de algún tipo de información, lo único que saqué en claro, es que se había trasladado a vivir a Santiago, y que ella creía que estaba trabajando en algo involucrado con el lapislázuli.

-¡Jolín! ¡Menudas pistas!

-¡Pues resultaron definitivas! -me sorprendió, al exclamar, Araceli- Nada más llegar a Santiago de Chile, el compañero de la agencia que nos vino a recoger al aeropuerto, me dio la dirección de un taller de joyería, entre los varios a los que había llamado; en el cual, le confirmaron que, Pilar, estaba trabajando con ellos.

-¡Pudiste verla!  ¡Claro!

-¡A la vuelta de Antofagasta! Después de recorrer parte del Desierto de Atacama, cuya experiencia es inefable, tuvimos dos días libres, en Santiago. Cuando me presenté, sin avisar, en el taller donde trabajaba, se llevó una inmensa sorpresa. Por unos segundos, pareció no reconocerme. Pero, enseguida, se lanzó a mis brazos y se puso a llorar de emoción.

Temí que la voz de Araceli se quebrara, recordando aquel momento. No obstante, se repuso y continuó, diciendo:

-Fue un encuentro tan extraño, que nunca he sabido calificarlo, Magdalena. Pasé a recogerla, a la hora del almuerzo y, por la tarde, cuando terminó su jornada de trabajo. A la hora del almuerzo, quiso mantener el tipo, quitándole hierro al desastroso fracaso que había supuesto haber entregado su amor al pintor. Por la noche, decidimos cenar en el excelente restaurante del hotel en el que yo me alojaba, en plena Avenida Presidente Kennedy, en Vitacura, muy cerca del lugar de trabajo de Pilar. Fue una excelente decisión porque, al contarme los detalles de la relación con su pareja, y lo que había sufrido en los últimos meses, tuvimos que renunciar al postre y subirnos a mi habitación.

-¡Y, allí, Pilar, te abrió el corazón! -resultaba fácil de adivinar.

-Me confesó todo lo que espero que, muy pronto, te cuente. Lo cual indicará que podrás ponerla en camino de su recuperación. Aunque intentaba disimularlo, yo me quedé aterrada y compungida, viendo que su alma estaba rota. Además de su dramática experiencia sentimental, había concurrido el hecho de que, su padre, había fallecido poco antes de que ella hubiera decidido ir a vivir a Chile. En contra de los deseos de su madre, quien, a pesar de tener otras dos hijas, entendió que, Pilar, la abandonaba. Encima, le entró un gran complejo de culpabilidad, cuando, una de sus hermanas, le informó que, su madre, sufría desequilibrios emocionales.

Araceli, abrió el cierre de su bolso y sacó un botellín con agua mineral. Decliné su ofrecimiento. Después de mojarse, prácticamente, los labios, volvió a guardar la botella, de donde la había sacado.

-¡Espera! ¡Espera, Magdalena! ¡Aún no he terminado! Cuando, Pilar, pareció reponerse de su desconsuelo, me pidió que le sirviera un ron, de entre todos los licores que habían en el mueble bar de mi habitación. Se lo preparé con agrado, pensando que había acabado de desahogarse, habiéndome contado todo lo que había guardado, por mucho tiempo, dentro de ella. Después, decidí apuntarme a lo mismo. Cuando íbamos a chocar nuestros vasos, me dijo:

-¡Vamos a brindar por una noticia que te quiero dar! ¡El mes que viene, me tendrás en España! ¡He decidido casarme!

-Me quedé de piedra. Si me hubiesen pinchado, no hubiese salido una sola gota de sangre. Arturo, era restaurador de arte y tenía relación con muchos pintores; entre ellos, con quien había sido la pareja de Pilar, hasta hacía muy poco tiempo. Efectivamente, se casaron, y regresaron, ambos, a España. Debo decirte que Arturo es español. Con el dinero de Pilar, montaron la galería de arte. Ya sabes cómo terminó la historia ¡Menos mal, que no hay ningún hijo, por en medio!

-¿Cuánto tiempo hace que no hablas con Pilar? -pregunté, a Araceli.

-¡Uf! ¡Demasiado tiempo! ¡Lamentablemente!

-Desde que se refugió en Barcelona, después de su divorcio, no ha levantado cabeza. A pesar de que, según la misma Pilar me ha comentado, recibe una incondicional ayuda por parte de Javier, su actual novio -me consideré en la obligación de informar, a Araceli-. Vive en un estado de depresión permanente y su autoestima está por los suelos. Le he pedido que busque un trabajo, pero se ve incapaz de hacer ninguna gestión, alegando que no sabe hacer absolutamente nada.

-¡Es mentira! -saltó, Araceli, tomándome del brazo, con fuerza- ¡Es muy buena talladora de gemas! Hace verdaderas maravillas con el lapislázuli. ¿De qué te crees que vivió, durante todo el tiempo que estuvo en Chile? Mándamela, por favor, Magdalena. Dile que yo le he encontrado un trabajo y que le indicaré adónde tiene que ir.

-¡Magnífico! Eso será de gran ayuda, para ella; siempre y cuando tenga espíritu de lucha.

-¡Por eso no debes preocuparte! ¡Es una verdadera jabata! ¡Tú, preocúpate de recuperarla y ponerla en órbita!

El tren estaba circulando por Entrevías y había reducido su velocidad. Araceli me pidió que la ayudara a bajar su maletín y lo deposité sobre mi asiento para que ella pudiera acomodar el ordenador. Le entraron las prisas.










viernes, 2 de octubre de 2015

Mi amiga de Puerto Rico me pidió un cuento largo



- Un día, me gustaría profundizar en Harold Abrahams -comenté, en voz alta, dejándome llevar por mis pensamientos-. Me ha interesado mucho este conmovedor personaje.

Hacía relativamente poco tiempo que vivíamos en Sevilla, adonde mi marido fue destinado por la empresa en la que trabajaba. Fue el primer cambio de domicilio que hicimos, desde Caracas, ciudad en la que habíamos contraído matrimonio, catorce meses antes.

El traslado obedeció a la severa reducción de personal a la que fue sometida la ensambladora venezolana de automóviles, como consecuencia de la progresiva ralentización que sufrió la actividad de la misma, la cual llegó a la total paralización de la cadena de producción, por falta de componentes. Esta situación ocurrió año y medio después del “Viernes Negro”, día de la semana que coincidió con el dieciocho de febrero de mil novecientos ochenta y tres. El  Presidente de la República de Venezuela, Luis Herrera Campins, decidió implantar un sistema de cambios diferenciales. Decisión encaminada a afrontar la difícil situación económica que vivía el país, la cual supuso el inicio de una serie de fuertes y sucesivas depreciaciones del Bolívar, frente al resto de divisas; siendo la principal referencia, el USA Dollar estadounidense, utilizado en la gran mayoría de las transacciones cambiarias. La actividad importadora de Venezuela que, en aquellos años, formaba parte del Pacto Andino, decreció aceleradamente, por la falta de divisas, llegando muy cercana al colapso.

Mi marido y yo, habíamos decidido comprar una modesta casita en la urbanización “La Motilla”, que está saliendo de Sevilla, por la carretera de Cádiz, relativamente próxima al lugar de trabajo de mi esposo. El trayecto en automóvil, hasta su oficina, obviaba el centro de la ciudad; razón por la cual resultaba cómodo, al ser el tráfico aceptablemente fluido.

Libres de cualquier compromiso, habíamos decidido quedarnos en casa y descansar de las escapadas que hacíamos, los fines de semana, siguiendo alguna de las rutas que dan a conocer la belleza de las ciudades de Andalucía, así como la encantadora magia de sus pueblos. Era la noche del viernes y acabábamos de cenar en la habitación contigua al comedor, la cual yo había transformado en sala de estar. Al gozar de una eficiente chimenea, mi marido había querido instalar su biblioteca, y se había convertido en un lugar de la casa, cálido y confortable.

- Dentro de unos minutos, Magda, el primer canal de Televisión Española, emitirá la película “Chariots of Fire” -dijo, Joaquín, mientras me ayudaba a introducir, en el lavaplatos, el servicio que, él mismo, había recogido y trasladado a la cocina.

- ¡Me encantará verla! -exclamé, gratamente sorprendida por la noticia.

En distintas ocasiones, me habían preguntado por el comportamiento de alguno de sus personajes. En todas ellas, me había dado mucha pena tener que reconocer que no había visto un film tan relevante. Algún tipo de conjura habría evitado que yo pudiera ver “Carrozas de fuego”, tal era el título que habían recibido las copias de la película que tenían por destino los países de Hispanoamérica. Sabía que era una de las cintas predilectas de mi marido, quien me había confesado haberla visto cuando tuvo lugar su estreno en Caracas, en compañía de una novia que tenía, entonces.

- ¿Te sirvo un ron? -me preguntó, Joaquín, cuando estaba terminando de llenar la cubitera  y había depositado dos vasos sobre la bandeja, conteniendo hielo picado.

- ¡Sí! ¡Me apetece! -exclamé- ¿Pero, por qué me lo preguntas, si ya tienes los vasos preparados?

- ¡Para saber cuál es la botella que tengo que elegir!

Escogió mi marca preferida, renunciando a la suya, y nos encaminamos hacia la salita.  Desde la cocina, se oían los primeros compases de la inconfundible banda sonora, compuesta por Vangelis, señal inequívoca de que comenzaba la película.

Cuando finalizó la proyección del filme, permanecí en silencio, apoyada contra el respaldo de mi butaca, intentando controlar todas mis emociones.

- ¿Te ha gustado? -preguntó, mi marido, impaciente por conocer mi opinión.

- ¡Mucho! -exclamé- Sin lugar a dudas, se trata de una pequeña obra de arte.

Ambos comentamos, desordenadamente, todos cuantos aspectos se nos ocurrieron, referidos a la dirección, a la fotografía, vestuario, música, etcétera, de semejante trabajo cinematográfico. Por supuesto, los dos coincidimos en los altos valores contenidos en su argumento y en la conducta ejemplar, y profundamente emotiva, de todos cuantos componían la larga lista de sus protagonistas.

- Un día, me gustaría profundizar en Harold Abrahams -comenté, en voz alta, dejándome llevar por mis pensamientos-. Me ha interesado mucho este conmovedor personaje. Tanto por la manera de percibir la reacción de quienes él llama anglosajones y cristianos, desde su condición de judío, como por su personalidad, manifiestamente marcada por un complejo de inferioridad social.

- Tienes razón, Magdalena. Resulta muy difícil superar este tipo de complejos. Me parece un tema muy complicado, únicamente al alcance de un buen psicoterapeuta.

Yo iba a intervenir, de nuevo, porque creía que mi marido había finalizado su comentario. Pero, concluyó con una sentencia que fue la que motivó que nuestra conversación se alargara, hasta las tantas de la madrugada.

- Sin embargo, Harold tuvo la fortuna de ser una persona muy sensible e inteligente, lo cual habría de ayudarle, a la hora de vencer sus propios obstáculos.

- No te equivoques, Joaquín -repliqué-. Precisamente por poseer las dos características que tú acabas de señalar, el complejo de inferioridad puede agrandarse y resulta mucho más difícil superarlo.

- No fue éste el caso de Federico. Algún día, te contaré el arrepentimiento que aún perdura en mí, por no haber puesto a nuestra amiga, Carmen, en antecedentes. Debía haberla advertido de la naturaleza del tipo con el que se iba a casar -se lamentó, mi marido, en tono apesadumbrado.

- ¿Por qué dices esto? ¿Qué ocurrió? -pregunté, llena de curiosidad y ávida de explicación, que es la reacción que se produce en mí, cuando me amenazan con diferir la narración de algo que me anuncian.

- La historia es demasiado larga, Magdalena -contestó, Joaquín-. Te la contaré, en otra ocasión.

- ¡Ah, no! ¡No, no, no! -protesté- ¡De eso, nada! ¡Por favor, cuéntamela, ahora! ¡Tenemos todo el tiempo del mundo! ¿Tendrías la gentileza de servirme otro ron?

Me levanté de la butaca, pidiendo disculpas a mi marido por tener que ausentarme de la salita, por unos momentos. Yo sabía que era la manera de salirme con la mía. Cuando regresé, tenía un nuevo trago preparado y la televisión estaba apagada. En su lugar, sonaba una música de fondo. Presté atención, y reconocí los compases de la Sinfonía Nº 9, de Beethoven.

Antes de proseguir, debo explicar que el destino había querido que, mi marido, se volviera a encontrar, al cabo de los años, con Federico y Carmen, un matrimonio español que vivía en Caracas. Ambos, eran viejos compañeros de Joaquín por haber coincidido en el colegio, y en la Facultad de Derecho de Barcelona, respectivamente. La estrecha relación que Carmen y yo mantuvimos, hizo que cristalizara en una amistad, que se fortaleció durante el tiempo que duró la pelea por su divorcio.

- Al dedicarme al mundo empresarial, me desvinculé de mis compañeros de carrera -comenzó explicando, mi esposo-. No tenía ni remota idea que, Carmen y Federico, se hubiesen conocido;  mucho menos, que se hubiesen hecho novios. Por ello, cuando recibí la invitación a su boda, la  sorpresa fue monumental. Al igual que lo fuera mi disgusto.

- ¿Por qué motivo, Joaquín? No les habías visto, en mucho tiempo, ni sabías de su relación. ¿Por qué tenías que disgustarte?

- Porque yo sabía cuál era la personalidad de Federico Latorre -contestó, mi marido-.Ten en cuenta que, durante los dos últimos cursos de Bachillerato, lo tuve sentado al lado de mi pupitre, al llevar el apellido correlativo al mío. Me da mucha pena decirlo, pero era la falsedad en persona, disfrazada en un cuerpo de atleta.

- Es muy grave lo que estás diciendo, Joaquín.

- Lo sé. Por ello, jamás habrás escuchado pronunciarme sobre la calaña de este sujeto. Sin embargo, no he podido evitar que la integridad de Harold Abrahams, me haya hecho pensar en el  ex-marido de Carmen.

- Por tus palabras, me ha parecido entender que, Federico, tuvo que hacer frente a un complejo de inferioridad social.

- Nunca supe si, realmente, quiso hacerle frente. En mi opinión, el caso de Federico es mucho más complicado. Por eso he dicho que debiera ser analizado por un profesional psicólogo, como tú -respondió, mi marido, mirándome a los ojos-. Deja que te cuente la historia y, cuando haya terminado, estoy seguro que podrás sacar alguna conclusión.

Al comprobar que el hielo de mi vaso se había derretido, me preguntó, con un gesto y con la mirada, si quería reponerlo, y lo mismo sucedió con el ron. A ambas cosas, le dije que no. El terminó de servirse y, después de llevarse el vaso a la boca y tomar un buen sorbo, continuó diciendo:

- El colegio de curas donde yo estudiaba, era de pago. Tenía fama de ser uno de los mejores colegios para niños, a cuyos padres no les importaba pagar una elevada factura por la enseñanza y los servicios prestados a sus hijos. El edificio era monumental, estaba situado en la parte alta de Barcelona, gozaba de campos de deportes y de instalaciones suficientemente amplias para albergar a poco más de dos mil alumnos, en aquellos años.

- ¿A qué servicios te refieres? -pregunté, dándome inmediata cuenta de que había cometido el error de interrumpir la narración.

- Había un gran número de ellos -contestó, Joaquín-. El servicio de manutención era el más costoso. Muchos niños estaban en régimen de internado; aunque, la mayoría, íbamos a media pensión. Eran muy pocos los que comían en sus casas. Además, cobraban el servicio de transporte en autobús. Se impartían clases particulares de música y de idiomas. Los alumnos podían acudir a la tienda del colegio y proveerse de material escolar, mediante vales firmados… ¡Pero, nos estamos desviando! ¡Por favor, Magda, déjame continuar!

Le dije que no había sido mi intención cortar el hilo de su exposición.

- En una construcción apartada del edificio principal, a la cual se accedía por un patio trasero, los curas habían habilitado media docena de aulas, en las que daban enseñanza gratuita a algo más de un centenar de niños de casas pobres; algunos de ellos, recogidos de las barracas del Somorrostro -prosiguió diciendo, Joaquín-. Llevaban un tipo de vida distinto al nuestro, incluido el horario de los recreos. Coincidíamos, únicamente, en la iglesia. Y, en el comedor, a la hora del almuerzo.

Mi marido hizo una pausa, mirándome de reojo, sin decirme nada, intentando evaluar el interés que yo prestaba a su narración, la cual me tenía expectante. Luego, llevándose el vaso a la boca, decidió mantenerlo entre sus manos, después de tomar un pequeño sorbo.

- Muy pocos niños pobres estudiaban con nosotros, participando del mismo plan de enseñanza y del mismo régimen de vida. No eran más de veinte al año, los que se incorporaban a nuestras aulas. Solían hacerlo, a partir del quinto año de Bachillerato. Nos había parecido identificar los dos motivos por los cuales, los curas, los juntaban con nosotros. El más importante, por ser unas fieras practicando atletismo, o algún deporte. El otro, por entender que su vocación religiosa los llevaría a convertirse en pescadores de hombres. En ambos casos, eran sometidos a un cruel proceso de integración, por parte de los niños ricos.

- ¡Entiendo! ¡Uno de estos niños, era Federico Latorre! ¡Tu compañero de pupitre! -me resultó imposible dejar de exclamar.

- Efectivamente -concedió, mi marido-. Te confieso que sentí pena por el trato discriminatorio al que, muchos de mis compañeros, le sometieron. Este sentimiento hizo que yo quisiera ganarme su amistad y procuré ayudarlo, incondicionalmente. Federico pareció aceptarme como amigo, al principio. Más tarde, constaté su progresivo distanciamiento. Proporcional, en la medida que ganaba campeonatos y se convertía en un verdadero héroe, ante profesores y alumnos del colegio.

- Me temo lo que vas a decir, a continuación -me limité a decir.

- ¡Claro! ¡Es muy fácil de adivinar, Magdalena! -exclamó, Joaquín- El complejo de inferioridad social que se apoderó de Federico fue de tamaño descomunal. Constituyó, para mí, una razón añadida para que estuviera, a su lado, prestándole mi aliento. Yo creí que, con el tiempo, lo iba superando. Pero, un domingo del mes de junio, faltando pocos días para terminar el último curso, hice un descubrimiento aterrador.

- ¿Qué sucedió? -pregunté, impaciente.

- Un compañero organizó un guateque en su casa y, suponiendo mi amistad con Federico, me pidió que lo llevara a la fiesta, por tratarse del ídolo que arrasaba. Él era plenamente consciente de ello y, aun cuando intentaba disimularla, a menudo le recriminaba su petulante arrogancia. Hasta que llegó un día en el que me dijo que no necesitaba más consejos. La fiesta se estaba desarrollando de forma agradable. Pero, en un momento dado,  nos sorprendieron unas voces fuera de tono. De repente, Federico me agarró del brazo y, perdiendo la compostura, me gritó que nos fuéramos. Más extrañado aun, miré a mi entorno y reconocí al anfitrión que nos había invitado, quien me rogó que abandonáramos su casa.

Joaquín interrumpió su narración y se levantó de su butaca. Me dijo que tenía que ir al baño y me pidió que tuviera la amabilidad de reponer su copa, porque el ron estaba aguado. Su regreso, coincidió con el mío, procedente de la cocina.

- En la calle, Federico terminó de pelar el cobre. Bailando con la hermana de quien nos había invitado, ésta le había llamado la atención, en un par de ocasiones, por entender inadecuada la forma en la que él, la estrechaba; por lo que, al no modificar Federico su conducta, se deshizo de él y lo dejó plantado, en pleno baile. Dedicando los más bajos insultos, y las más tremendas imprecaciones a la hermana del anfitrión, extrajo del lugar más recóndito de su alma,  escalofriantes sentimientos de odio, de envidia, y de rencor para proyectarlos contra la gente poseedora de riquezas. Aseguró que el odio que había ido acumulando en el colegio, había sido su mejor herramienta para luchar contra el complejo que los niños ricos le habían infundido. Que la venganza era su mejor arma y que, algún día, formaría parte de la más alta sociedad catalana, después de conquistar el corazón de alguna heredera y contraer matrimonio con ella.

En este punto, tuve que interrumpir a mi marido y decirle que su historia me había dejado aterrada. Necesité unos minutos para recuperarme e intenté ordenar mis ideas para adentrarme en el análisis de una personalidad en la que, un monstruo llamado complejo de inferioridad social, había causado daños irreparables.

Durante horas, estuvimos intentando identificar los destrozos que se habían producido en la mente de quien jamás hubiese podido llegar a ser nuestro amigo. Les invito a que, ustedes, reflexionen entorno al problema que ha sido objeto de este cuento, escrito para una amiga que vive en Puerto Rico.