Hacía relativamente
poco tiempo que vivíamos en Sevilla, adonde mi marido fue destinado por la
empresa en la que trabajaba. Fue el primer cambio de domicilio que hicimos,
desde Caracas, ciudad en la que habíamos contraído matrimonio, catorce meses
antes.
El traslado obedeció a
la severa reducción de personal a la que fue sometida la ensambladora
venezolana de automóviles, como consecuencia de la progresiva ralentización que
sufrió la actividad de la misma, la cual llegó a la total paralización de la
cadena de producción, por falta de componentes. Esta situación ocurrió año y
medio después del “Viernes Negro”, día de la semana que coincidió con el
dieciocho de febrero de mil novecientos ochenta y tres. El Presidente de la República de Venezuela, Luis
Herrera Campins, decidió implantar un sistema de cambios diferenciales.
Decisión encaminada a afrontar la difícil situación económica que vivía el
país, la cual supuso el inicio de una serie de fuertes y sucesivas depreciaciones
del Bolívar, frente al resto de divisas; siendo la principal referencia, el USA
Dollar estadounidense, utilizado en la gran mayoría de las transacciones
cambiarias. La actividad importadora de Venezuela que, en aquellos años,
formaba parte del Pacto Andino, decreció aceleradamente, por la falta de divisas,
llegando muy cercana al colapso.
Mi marido y yo,
habíamos decidido comprar una modesta casita en la urbanización “La Motilla”,
que está saliendo de Sevilla, por la carretera de Cádiz, relativamente próxima
al lugar de trabajo de mi esposo. El trayecto en automóvil, hasta su oficina,
obviaba el centro de la ciudad; razón por la cual resultaba cómodo, al ser el tráfico
aceptablemente fluido.
Libres de cualquier
compromiso, habíamos decidido quedarnos en casa y descansar de las escapadas
que hacíamos, los fines de semana, siguiendo alguna de las rutas que dan a
conocer la belleza de las ciudades de Andalucía, así como la encantadora magia
de sus pueblos. Era la noche del viernes y acabábamos de cenar en la habitación
contigua al comedor, la cual yo había transformado en sala de estar. Al gozar
de una eficiente chimenea, mi marido había querido instalar su biblioteca, y se
había convertido en un lugar de la casa, cálido y confortable.
- Dentro de unos
minutos, Magda, el primer canal de Televisión Española, emitirá la película
“Chariots of Fire” -dijo, Joaquín, mientras me ayudaba a introducir, en el
lavaplatos, el servicio que, él mismo, había recogido y trasladado a la cocina.
- ¡Me encantará verla!
-exclamé, gratamente sorprendida por la noticia.
En distintas
ocasiones, me habían preguntado por el comportamiento de alguno de sus
personajes. En todas ellas, me había dado mucha pena tener que reconocer que no
había visto un film tan relevante. Algún tipo de conjura habría evitado que yo pudiera
ver “Carrozas de fuego”, tal era el título que habían recibido las copias de la
película que tenían por destino los países de Hispanoamérica. Sabía que era una
de las cintas predilectas de mi marido, quien me había confesado haberla visto
cuando tuvo lugar su estreno en Caracas, en compañía de una novia que tenía,
entonces.
- ¿Te sirvo un ron? -me
preguntó, Joaquín, cuando estaba terminando de llenar la cubitera y había depositado dos vasos sobre la bandeja,
conteniendo hielo picado.
- ¡Sí! ¡Me apetece!
-exclamé- ¿Pero, por qué me lo preguntas, si ya tienes los vasos preparados?
- ¡Para saber cuál es
la botella que tengo que elegir!
Escogió mi marca
preferida, renunciando a la suya, y nos encaminamos hacia la salita. Desde la cocina, se oían los primeros compases
de la inconfundible banda sonora, compuesta por Vangelis, señal inequívoca de
que comenzaba la película.
Cuando finalizó la
proyección del filme, permanecí en silencio, apoyada contra el respaldo de mi
butaca, intentando controlar todas mis emociones.
- ¿Te ha gustado? -preguntó,
mi marido, impaciente por conocer mi opinión.
- ¡Mucho! -exclamé-
Sin lugar a dudas, se trata de una pequeña obra de arte.
Ambos comentamos, desordenadamente,
todos cuantos aspectos se nos ocurrieron, referidos a la dirección, a la fotografía,
vestuario, música, etcétera, de semejante trabajo cinematográfico. Por
supuesto, los dos coincidimos en los altos valores contenidos en su argumento y
en la conducta ejemplar, y profundamente emotiva, de todos cuantos componían la
larga lista de sus protagonistas.
- Un día, me
gustaría profundizar en Harold Abrahams -comenté, en voz alta, dejándome
llevar por mis pensamientos-. Me ha interesado mucho este conmovedor personaje.
Tanto por la manera de percibir la reacción de quienes él llama anglosajones y
cristianos, desde su condición de judío, como por su personalidad,
manifiestamente marcada por un complejo de inferioridad social.
- Tienes razón, Magdalena.
Resulta muy difícil superar este tipo de complejos. Me parece un tema muy
complicado, únicamente al alcance de un buen psicoterapeuta.
Yo iba a intervenir,
de nuevo, porque creía que mi marido había finalizado su comentario. Pero,
concluyó con una sentencia que fue la que motivó que nuestra conversación se
alargara, hasta las tantas de la madrugada.
- Sin embargo, Harold
tuvo la fortuna de ser una persona muy sensible e inteligente, lo cual habría
de ayudarle, a la hora de vencer sus propios obstáculos.
- No te equivoques,
Joaquín -repliqué-. Precisamente por poseer las dos características que tú acabas
de señalar, el complejo de inferioridad puede agrandarse y resulta mucho más
difícil superarlo.
- No fue éste el caso
de Federico. Algún día, te contaré el arrepentimiento que aún perdura en mí,
por no haber puesto a nuestra amiga, Carmen, en antecedentes. Debía haberla
advertido de la naturaleza del tipo con el que se iba a casar -se lamentó, mi
marido, en tono apesadumbrado.
- ¿Por qué dices esto?
¿Qué ocurrió? -pregunté, llena de curiosidad y ávida de explicación, que es la
reacción que se produce en mí, cuando me amenazan con diferir la narración de
algo que me anuncian.
- La historia es
demasiado larga, Magdalena -contestó, Joaquín-. Te la contaré, en otra ocasión.
- ¡Ah, no! ¡No, no,
no! -protesté- ¡De eso, nada! ¡Por favor, cuéntamela, ahora! ¡Tenemos todo el
tiempo del mundo! ¿Tendrías la gentileza de servirme otro ron?
Me levanté de la
butaca, pidiendo disculpas a mi marido por tener que ausentarme de la salita,
por unos momentos. Yo sabía que era la manera de salirme con la mía. Cuando
regresé, tenía un nuevo trago preparado y la televisión estaba apagada. En su
lugar, sonaba una música de fondo. Presté atención, y reconocí los compases de
la Sinfonía Nº 9, de Beethoven.
Antes de proseguir,
debo explicar que el destino había querido que, mi marido, se volviera a
encontrar, al cabo de los años, con Federico y Carmen, un matrimonio español
que vivía en Caracas. Ambos, eran viejos compañeros de Joaquín por haber
coincidido en el colegio, y en la Facultad de Derecho de Barcelona,
respectivamente. La estrecha relación que Carmen y yo mantuvimos, hizo que
cristalizara en una amistad, que se fortaleció durante el tiempo que duró la
pelea por su divorcio.
- Al dedicarme al
mundo empresarial, me desvinculé de mis compañeros de carrera -comenzó
explicando, mi esposo-. No tenía ni remota idea que, Carmen y Federico, se
hubiesen conocido; mucho menos, que se
hubiesen hecho novios. Por ello, cuando recibí la invitación a su boda, la sorpresa fue monumental. Al igual que lo
fuera mi disgusto.
- ¿Por qué motivo,
Joaquín? No les habías visto, en mucho tiempo, ni sabías de su relación. ¿Por
qué tenías que disgustarte?
- Porque yo sabía cuál
era la personalidad de Federico Latorre -contestó, mi marido-.Ten en cuenta
que, durante los dos últimos cursos de Bachillerato, lo tuve sentado al lado de
mi pupitre, al llevar el apellido correlativo al mío. Me da mucha pena decirlo,
pero era la falsedad en persona, disfrazada en un cuerpo de atleta.
- Es muy grave lo que
estás diciendo, Joaquín.
- Lo sé. Por ello, jamás
habrás escuchado pronunciarme sobre la calaña de este sujeto. Sin embargo, no
he podido evitar que la integridad de Harold Abrahams, me haya hecho pensar en
el ex-marido de Carmen.
- Por tus palabras, me
ha parecido entender que, Federico, tuvo que hacer frente a un complejo de
inferioridad social.
- Nunca supe si,
realmente, quiso hacerle frente. En mi opinión, el caso de Federico es mucho
más complicado. Por eso he dicho que debiera ser analizado por un profesional
psicólogo, como tú -respondió, mi marido, mirándome a los ojos-. Deja que te
cuente la historia y, cuando haya terminado, estoy seguro que podrás sacar alguna
conclusión.
Al comprobar que el
hielo de mi vaso se había derretido, me preguntó, con un gesto y con la mirada,
si quería reponerlo, y lo mismo sucedió con el ron. A ambas cosas, le dije que
no. El terminó de servirse y, después de llevarse el vaso a la boca y tomar un
buen sorbo, continuó diciendo:
- El colegio de curas
donde yo estudiaba, era de pago. Tenía fama de ser uno de los mejores colegios para
niños, a cuyos padres no les importaba pagar una elevada factura por la
enseñanza y los servicios prestados a sus hijos. El edificio era monumental,
estaba situado en la parte alta de Barcelona, gozaba de campos de deportes y de
instalaciones suficientemente amplias para albergar a poco más de dos mil
alumnos, en aquellos años.
- ¿A qué servicios te
refieres? -pregunté, dándome inmediata cuenta de que había cometido el error de
interrumpir la narración.
- Había un gran número
de ellos -contestó, Joaquín-. El servicio de manutención era el más costoso.
Muchos niños estaban en régimen de internado; aunque, la mayoría, íbamos a
media pensión. Eran muy pocos los que comían en sus casas. Además, cobraban el
servicio de transporte en autobús. Se impartían clases particulares de música y
de idiomas. Los alumnos podían acudir a la tienda del colegio y proveerse de
material escolar, mediante vales firmados… ¡Pero, nos estamos desviando! ¡Por
favor, Magda, déjame continuar!
Le dije que no había
sido mi intención cortar el hilo de su exposición.
- En una construcción
apartada del edificio principal, a la cual se accedía por un patio trasero, los
curas habían habilitado media docena de aulas, en las que daban enseñanza
gratuita a algo más de un centenar de niños de casas pobres; algunos de ellos,
recogidos de las barracas del Somorrostro -prosiguió diciendo, Joaquín-. Llevaban
un tipo de vida distinto al nuestro, incluido el horario de los recreos.
Coincidíamos, únicamente, en la iglesia. Y, en el comedor, a la hora del
almuerzo.
Mi marido hizo una
pausa, mirándome de reojo, sin decirme nada, intentando evaluar el interés que
yo prestaba a su narración, la cual me tenía expectante. Luego, llevándose el
vaso a la boca, decidió mantenerlo entre sus manos, después de tomar un pequeño
sorbo.
- Muy pocos niños
pobres estudiaban con nosotros, participando del mismo plan de enseñanza y del
mismo régimen de vida. No eran más de veinte al año, los que se incorporaban a
nuestras aulas. Solían hacerlo, a partir del quinto año de Bachillerato. Nos
había parecido identificar los dos motivos por los cuales, los curas, los
juntaban con nosotros. El más importante, por ser unas fieras practicando
atletismo, o algún deporte. El otro, por entender que su vocación religiosa los
llevaría a convertirse en pescadores de hombres. En ambos casos, eran sometidos
a un cruel proceso de integración, por parte de los niños ricos.
- ¡Entiendo! ¡Uno de
estos niños, era Federico Latorre! ¡Tu compañero de pupitre! -me resultó
imposible dejar de exclamar.
- Efectivamente
-concedió, mi marido-. Te confieso que sentí pena por el trato discriminatorio
al que, muchos de mis compañeros, le sometieron. Este sentimiento hizo que yo
quisiera ganarme su amistad y procuré ayudarlo, incondicionalmente. Federico pareció
aceptarme como amigo, al principio. Más tarde, constaté su progresivo
distanciamiento. Proporcional, en la medida que ganaba campeonatos y se
convertía en un verdadero héroe, ante profesores y alumnos del colegio.
- Me temo lo que vas a
decir, a continuación -me limité a decir.
- ¡Claro! ¡Es muy
fácil de adivinar, Magdalena! -exclamó, Joaquín- El complejo de inferioridad
social que se apoderó de Federico fue de tamaño descomunal. Constituyó, para
mí, una razón añadida para que estuviera, a su lado, prestándole mi aliento. Yo
creí que, con el tiempo, lo iba superando. Pero, un domingo del mes de junio,
faltando pocos días para terminar el último curso, hice un descubrimiento
aterrador.
- ¿Qué sucedió? -pregunté,
impaciente.
- Un compañero
organizó un guateque en su casa y, suponiendo mi amistad con Federico, me pidió
que lo llevara a la fiesta, por tratarse del ídolo que arrasaba. Él era
plenamente consciente de ello y, aun cuando intentaba disimularla, a menudo le
recriminaba su petulante arrogancia. Hasta que llegó un día en el que me dijo
que no necesitaba más consejos. La fiesta se estaba desarrollando de forma
agradable. Pero, en un momento dado, nos
sorprendieron unas voces fuera de tono. De repente, Federico me agarró del
brazo y, perdiendo la compostura, me gritó que nos fuéramos. Más extrañado aun,
miré a mi entorno y reconocí al anfitrión que nos había invitado, quien me rogó
que abandonáramos su casa.
Joaquín interrumpió su
narración y se levantó de su butaca. Me dijo que tenía que ir al baño y me
pidió que tuviera la amabilidad de reponer su copa, porque el ron estaba
aguado. Su regreso, coincidió con el mío, procedente de la cocina.
- En la calle,
Federico terminó de pelar el cobre. Bailando con la hermana de quien nos había
invitado, ésta le había llamado la atención, en un par de ocasiones, por
entender inadecuada la forma en la que él, la estrechaba; por lo que, al no
modificar Federico su conducta, se deshizo de él y lo dejó plantado, en pleno
baile. Dedicando los más bajos insultos, y las más tremendas imprecaciones a la
hermana del anfitrión, extrajo del lugar más recóndito de su alma, escalofriantes sentimientos de odio, de envidia,
y de rencor para proyectarlos contra la gente poseedora de riquezas. Aseguró
que el odio que había ido acumulando en el colegio, había sido su mejor
herramienta para luchar contra el complejo que los niños ricos le habían
infundido. Que la venganza era su mejor arma y que, algún día, formaría parte
de la más alta sociedad catalana, después de conquistar el corazón de alguna
heredera y contraer matrimonio con ella.
En este punto, tuve
que interrumpir a mi marido y decirle que su historia me había dejado aterrada.
Necesité unos minutos para recuperarme e intenté ordenar mis ideas para
adentrarme en el análisis de una personalidad en la que, un monstruo llamado
complejo de inferioridad social, había causado daños irreparables.
Durante horas,
estuvimos intentando identificar los destrozos que se habían producido en la
mente de quien jamás hubiese podido llegar a ser nuestro amigo. Les invito a
que, ustedes, reflexionen entorno al problema que ha sido objeto de este cuento,
escrito para una amiga que vive en Puerto Rico.
Este cuento es un gran ejemplo de uno de los problemas más graves que surgen, cuando uno no es consciente de un sentimiento tan nocivo que va creciendo como un parásito y se va conviirtiendo en un cáncer, poniéndole un parche transformando a la persona , en un mostruo sin conciencia. Lo peor es que puede ser transmitido a las siguientes generaciones, haciendo infelices a todos los que le rodean.
ResponderEliminarPara evitar que esos problemas sigan afectando a nuestras vidas, aunque sea de forma indirecta, conviene que seamos conscientes de ello, y trabajemos en nosotros las emociones y los pensamientos que nos suscita. En caso necesario, es bueno pedir ayuda profesional para superar algunos problemas que se escapan de nuestro control, para los que nos cuesta especialmente dar una respuesta adecuada.
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