martes, 22 de diciembre de 2015

Inmadurez emocional: algunos ejemplos de dependencia




La inmadurez emocional implica una perspectiva ingenua e intolerante ante ciertas situaciones de la vida. Especialmente, hacia aquello que supone un reto, lo que resulta incómodo y lo que es negativo. Quienes no hayan desarrollado un grado de madurez adecuado, tendrán dificultades ante el sufrimiento, la frustración y la incertidumbre. Mostrarán escaso autocontrol y autodisciplina.  

Las manifestaciones de inmadurez emocional, como tener poco aguante para el sufrimiento, la baja tolerancia a la frustración y la ilusión de permanencia, suelen estar bastante entremezcladas en las personas dependientes.

Quienes tienen un bajo umbral ante el sufrimiento no han aprendido a tener aguante ante las dificultades y actúan por la ley del mínimo esfuerzo, dándose por vencidos, rápidamente. Pueden sentirse desgraciados, llorar ante el primer tropiezo y querer que la vida sea siempre gratificante.

Si a una persona se le ha mimado y protegido en exceso, procurando solucionarle todos los problemas que se le puedan presentar, será difícil que desarrolle la fortaleza, la decisión y el aguante necesarios para afrontar las situaciones adversas.

Les cuesta reconocer que cualquier cambio requiere de una inversión de esfuerzo. Un costo que algunos no están dispuestos a pagar. La consecuencia es terrible: miedo a lo desconocido y apego al pasado. Prefieren continuar con lo que tienen, o con la misma forma de actuar, sin cambios.

Si se sienten incapaces de afrontar lo desagradable y buscan desesperadamente el placer, el riesgo de adicción es alto. No serán capaces de renunciar a nada que les guste, pese a lo dañino de las consecuencias, y no sabrán sacrificar el goce inmediato por el bienestar a mediano o largo plazo; es decir, carecerán de autocontrol.

Otra manifestación de inmadurez emocional es la baja tolerancia a la frustración, o la creencia de que el mundo gira a su alrededor. La clave de este esquema es el egocentrismo, es decir: “Si las cosas no son como me gustaría que fueran, me da rabia”.

Tolerar la frustración de que no siempre podemos obtener lo que esperamos, implica saber perder y resignarse cuando no hay nada que hacer. Significa ser capaz de elaborar duelos, procesar pérdidas y aceptar, aunque sea a regañadientes, que la vida no gira a nuestro alrededor. Lo infantil reside en la incapacidad de admitir que “no se puede”, que no podemos cambiar lo que sucede, que sólo nos queda aceptar que las cosas son como son, y no como nosotros quisiéramos que fueran.

Muchos no se dan cuenta de lo que los otros puedan pensar o sentir. No lo comprenden, o lo ignoran, como si no existiera. Están tan ensimismados en su mundo afectivo, que no reconocen las motivaciones ajenas.

Cuando alguien les dice algo que no quisieran escuchar, como un  ¡Ya no te quiero, lo siento!, el dolor y la angustia se procesan solamente de manera autorreferencial: ¡Pero si yo te quiero! Como si el hecho de querer a alguien fuera suficiente razón para que lo quisieran a uno. Aunque sea difícil de digerir para los egocéntricos, las otras personas no tienen el “deber” de amarnos. No podemos subordinar todo a nuestras necesidades, sentimientos y caprichos. Si no se puede, no se puede.

Los malos perdedores en el amor son algo semejante a una bomba de relojería. Cuando el otro se sale de su control, o se aleja afectivamente, sus estrategias de recuperación no tienen límites, ni se detienen ante consideración alguna. Para ellos, todo es válido. La rabieta puede incluir hacer uso de los más insospechados recursos, con tal de impedir el abandono. El fin justifica los medios. A veces, ni siquiera se trata de amor por el otro, sino amor propio. Orgullo y necesidad de ganar: ¿Quién se cree que es…? ¿Cómo se atreve a echarme?

La inmadurez también puede reflejarse en el sentido de posesión: ¡Es mío! ¡No quiero jugar con mi juguete! ¡Pero, es mío y no lo presto! Muchas veces no es la tristeza de la pérdida lo que genera la desesperación, sino quién echó a quién.

La ilusión de permanencia, o de aquí a la eternidad, se manifiesta en el afán de conservar el objeto deseado. La persona dependiente, de una manera ingenua y arriesgada, concibe y acepta la idea de lo “permanente”, de lo eternamente estable. El efecto tranquilizador que esta creencia tiene para los adictos es obvio: la permanencia del proveedor garantiza el abastecimiento.

Hace más de dos mil años, Buda alertaba sobre los peligros de esta falsa eternidad psicológica. “Todo esfuerzo por aferrarnos nos hará desgraciados, porque, tarde o temprano, aquello a lo que nos aferramos desaparecerá y pasará. Ligarse a algo transitorio, ilusorio e incontrolable es el origen del sufrimiento. Todo lo adquirido puede perderse, porque todo es efímero. El apego es la causa del sufrimiento”.

La paradoja del sujeto apegado resulta patética. Por evitar el sufrimiento, instaura el apego; el cual incrementa el nivel de sufrimiento que lo llevará, otra vez, a padecer. El  círculo se cierra sobre sí mismo y el vía crucis continúa. Aceptar que nada es para toda la vida no es pesimismo sino realismo saludable. Incluso puede servir de motivador para beneficiarse del aquí y el ahora: “Si voy a perder los placeres de la vida -piensan algunos-, mejor los aprovecho mientras pueda”. Esta es la razón por la cual los individuos que logran aceptar la muerte como un hecho natural, en vez de deprimirse, disfrutan de cada día como si fuera el último.

Curiosamente, en el caso de las relaciones afectivas, la “certeza es incierta”. El amor puede entrar por la puerta principal y, en cualquier momento, salir por la de atrás. Sin pretender negar la existencia de amores duraderos, ni aventurar que deba producirse un inevitable hundimiento afectivo, las probabilidades de ruptura son más altas de lo que se piensa. El apego no parece ser el mejor candidato para salvaguardar y mantener a flote una relación. Lamentablemente, no podemos suscribir una póliza de seguros que  garantice la permanencia del amor y la amistad, frente a las tempestades que se nos presentarán, a lo largo de nuestras vidas.  





Bibliografía: Riso, Walter: ¿Amar o depender? 

2 comentarios:

  1. Cierto es, que nada es para siempre... y que cuesta muchísimo asumir y aceptar ese hecho. Pese a llegar a reconocer que estás sujeto a esa "droga", el apego es muy difícil de "sanar". El camino a recorrer requiere mucho esfuerzo y aceptarlo no es fácil cuando careces de los recursos en un momento dado... Todo lo que has tenido que asimilar a lo largo de la vida y que, a veces se resiste a salir cuando tenemos miedo e inseguridad. Tendremos que asumir esas carencias, hacer retrospectiva e intentar superarlo...si no queremos volver a caer de nuevo.

    Es como un arquitecto inexperto, que llegando ya a la buhardilla, se da cuenta que los cimientos no estaban bien sujetos... La casa se te viene abajo. Si aceptas que tienes que volver a construir y aprendes de esos fallos, la siguiente casa será más sólida.

    Pero buenos arquitectos hay pocos. Nos conformamos con ser mediocres a veces y nos aferramos a cualquier asidero para mantenernos a flote. Lo malo de esto, es que si no somos buenos arquitectos de nuestra vida, cuando el asidero desaparezca, nos hundiremos.

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    1. A veces creemos que es tarde para tomar las riendas de nuestra vida y para tomar las decisiones que creamos necesarias. Pero no. Nunca es tarde. Parece que hacemos las cosas justo cuando vemos el camino, cuando vislumbramos que es por ahí por donde deseamos ir. Es mejor rectificar nuestro camino, aunque duela, que seguir en dirección a un precipicio. No nos culpemos por lo que no hemos podido hacer antes, lo importante es que encontremos el momento para ponernos en movimiento. El camino irá surgiendo a medida que lo vayamos transitando, aprovechando los conocimientos y la experiencia que vamos adquiriendo.

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