martes, 4 de abril de 2017

La cigarra y la hormiga: Paloma



Recuerdo el día que la conocí. Era un lunes. Contrariamente a lo habitual en mí, salí con suficiente tiempo de la casa en la que residía, en Highgate, un barrio residencial al norte de Londres, para dirigirme a la estación de metro del mismo nombre.

Era el hogar formado por el médico de cabecera del intérprete de mi padre, su esposa Angie y un niño bastante travieso que se llamaba Edward, quien había tenido un fin de semana repleto de agasajos por haber cumplido su décimo aniversario. Yo había pasado los tres veranos anteriores con esta familia y el afecto que nos guardábamos hizo que ellos se alegraran de volver a ofrecerme su casa, cuando les llamé por teléfono para decirles que quería afrontar mi cuarto curso consecutivo de inglés.

La academia estaba ubicada en Oxford Street, cerca de Charing Cross Road, por lo que, al salir de la estación de Tottenham Court Road, bastaba cruzar la calle y dar un centenar de pasos para llegar a la altura del inconfundible hall de entrada de aquel reputado centro educativo.

Las clases de idioma inglés eran diarias, de lunes a viernes, comenzaban a las nueve de la mañana y finalizaban al mediodía, después de haber tenido un receso de un cuarto de hora. Quienes quisieran, podían quedarse a comer en el restaurante de la academia por un módico precio que se pagaba al comprar un talonario de tickets.

Aquel lunes era el primer día laborable del mes de julio y ni uno sólo, de entre la veintena de alumnos pertenecientes al cuarto curso, dejamos de sorprendernos a medida que íbamos entrando en el aula. En la última fila, sentada detrás de un pupitre, una nueva compañera se había incorporado a la clase. Por su piel morena, sus ojos verdes y el cabello negro, en seguida supe que era española. Mrs. Elizabeth McGregor, nuestra respetada profesora escocesa, bien hubiera podido ahorrarse la breve presentación que hizo de la recién llegada, aunque sirvió para enterarnos que se llamaba Paloma. Su elegancia y su distinguido porte ponían claramente de manifiesto que era una chica de casa muy acomodada. Se mostró tan cohibida, que decidí sentarme a su lado, al ser yo el único alumno español que había formado parte del grupo, hasta entonces.

Aunque de estatura no muy alta, Paloma tenía un porte muy llamativo por su elegancia. Vestía de una manera clásica. Calzaba unos mocasines de color negro con tacón más alto de lo normal, vestía unas ajustadas medias de lycra que se habían puesto de moda entre las azafatas, una falda de lana de color gris oscuro y un jersey de cuello vuelto, del mismo color. Estas dos últimas prendas eran muy ajustadas, por lo que marcaban su contorno. Pretendía disimular sus prominentes pechos con una chaqueta que colgaba del respaldo de su silla, la cual se puso, cuando terminó la clase.

Muy pronto, Paloma y yo establecimos una abierta y sincera comunicación que, al finalizar el verano, se había convertido en amistad. A pesar de que estuvimos largos períodos de tiempo sin vernos, el afecto que nos profesábamos demostró ser de una inquebrantable firmeza y podría afirmar, sin ningún temor a equivocarme, que perdurará para siempre. Me gustaría que sirviera de ejemplo para desmontar la teoría de que no es posible la amistad entre un hombre y una mujer. Me parece importante señalar que, en mi ánimo, jamás existió el deseo de coqueteo alguno con Paloma, a pesar del impacto que me produjo desde el primer momento.  Al igual que en veranos anteriores, mi atención se centraba en las chicas de las diferentes nacionalidades europeas. Ignoro por qué razón, excluía mentalmente a las orientales, por muy exótica que fuera su hermosura. En aquellos tiempos, yo negaba el carácter europeo a las españolas, no tanto por su procedencia geográfica, como por la cerrada mentalidad que, en mi opinión, demostraban tener en su relación con los hombres en general.

No obstante, además de ser una excelente representante de la belleza femenina española, Paloma era una excepción. Desde el primer momento, tuvo una sucesión de pretendientes, a los cuales manejó con una simpatía radiante, lo cual motivó que más de uno se enamorara de ella. Enseguida me di cuenta de que, además de ser muy atractiva, tenía una especial habilidad para despertar los más profundos sentimientos en los compañeros que habían tenido el privilegio de conocerla.

Por nada del mundo me permití interferirme en su vida y, mucho menos, en sus decisiones, aunque me preocupase al verla salir e intimar con distintas personas, sobre algunas de las cuales, la información que obraba en mi poder señalaba que eran poco recomendables.

Yo tenía dos inseparables compañeros de aventuras, con los cuales compartía diariamente el tiempo libre. Sus nombres eran Curzio y Hassan. Como buen italiano, además de gozar de un gran atractivo físico, Curzio era un fenómeno a la hora de ligar. Puedo asegurar no haber conocido a un experto semejante, a lo largo de toda mi vida. Hassan era todo lo contrario, bajito, delgado, de tez muy oscura y nariz aguileña, muy poco hábil en el trato con las mujeres, de las que esperaba que se fueran a la cama con él, para después olvidarlas. Era iraquí, hijo de padre diplomático y estaba a falta del último semestre para titularse en seguros de transportes aéreos y marítimos. Vivía en Kensington, en un lujoso apartamento que era propiedad de un primo suyo llamado Kamâl, asesor legal de un grupo de inversores inmobiliarios, quien vivía en Nueva York. A lo largo de aquel verano, Kamâl estuvo en Londres en un par de ocasiones. En la segunda, faltando pocos días para la terminación de nuestra estancia en Inglaterra, encargó una fiesta para un limitado número de amigos, advirtiendo a los organizadores que debían proporcionar compañía femenina a todos aquellos invitados que carecieran de la misma. No pude evitar que Curzio hablara con Paloma y le contara las excelencias de la fiesta, sin olvidar ningún detalle, incluido lo de la compañía femenina. Tampoco, que mi amiga decidiera aceptar la invitación, atraída por la curiosidad y por los cantos de sirena del italiano.

Ocurrió lo que yo me temía. Cuando la fiesta estaba en su mayor apogeo, Paloma y Curzio desaparecieron, sin despedirse de nadie. Ni al día siguiente, sábado, ni durante el transcurso del domingo, Hassan y yo tuvimos noticias de ellos.

El lunes, a la hora en la que terminaban las clases, Paloma y Curzio se presentaron en la academia, cogidos de la mano, para despedirse de todo el mundo. Nos dijeron que habían decidido adelantar su salida de Londres para poder pasar una semana en París. En un aparte, mi amiga me dijo, en voz muy baja, que se había enamorado y que me llamaría para contármelo, tan pronto estuviese de regreso, en España.

Fue a finales del mes de octubre cuando me llamó y me citó en una cafetería. Estaba hecha polvo e intentaba recuperarse del estrepitoso fracaso amoroso que había tenido. Ante el silencio de Curzio, Paloma decidió llamarlo por teléfono y, de la propia voz del italiano, tuvo que escuchar que la romántica aventura veraniega había terminado. Me confesó que temía haberse quedado embarazada y que necesitaba de todo mi apoyo, en aquellos momentos de zozobra. Hubiese sido inútil que yo recriminara su comportamiento en la fiesta en casa de Kamâl. Me hubiera dicho que no se arrepentía de nada y que ella era una mujer que disfrutaba de los momentos felices que la vida le regalaba. A los tres o cuatro días, volvió a llamarme para decirme que había sido una falsa alarma.

Al terminar la carrera de Derecho, decidió preparar oposiciones para acceder a la Judicatura. Supe de sus relaciones amorosas por lo que ella misma me contaba y por la propia experiencia de alguno de mis amigos. Paloma era la alegría y la amabilidad personificadas, lo cual inducía a confusión por parte de quienes se enamoraban de ella. Aunque respetaba y admiraba la bondad y la nobleza en los hombres, Paloma caía en la trampa que le tendían los más insignes aduladores y aventureros. Por tal motivo, rompió un par de noviazgos y terminó casándose con un playboy de noble familia, para sorpresa de amigos y extraños. El matrimonio no llegó al año porque los consortes se separaron, a los diez meses después de haberlo contraído.

Jamás, me tomé la libertad de hacer reflexionar a Paloma sobre su comportamiento amoroso. Pero, ante la cara de sorpresa que debí poner un día, me dijo:

-Tú me conoces muy bien y no debería extrañarte que yo prefiera el vértigo que producen el amor loco y la aventura, en lugar de la estable monotonía de un hombre, por muy bueno que éste sea.

-Lo sé -le respondí-. Pero no dejará de sorprenderme y molestarme que la adulación y la vileza de algunos sean capaces de doblegar la inteligencia femenina.

Posiblemente transcurrieran un par de años desde que mantuviésemos esta conversación, cuando Paloma, radiante de alegría, me dijo que había accedido a la Judicatura. Hasta el día de hoy, mi amiga no se ha vuelto a casar, pero probablemente sea una de las juezas más alegres que existan sobre la capa de la tierra.




Nota: Agrego el enlace al escrito anterior, sobre Andrés: La cigarra y la hormiga, y el enlace a uno de los vídeos de la fábula de “La cigarra y la hormiga”: https://www.youtube.com/watch?v=E7oi8QvsAus


 Imagen encontrada en Internet.



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