Por
mi trabajo como psicóloga, he podido deducir que, a pesar de las diferencias
que hay en la forma de vida de las personas, las problemáticas, las dudas, las
inquietudes existentes entre ellas, no son tan grandes ni tan diferentes, como
cabría pensar. Me parece que cada una de las experiencias vividas y lo que se
ha aprendido de ellas, puede ayudar a otros.
Revolviendo
entre los apuntes que guardo en una carpeta, me encontré un escrito que, hace algún
tiempo, trajo a mi consulta una paciente. Demostró un gran interés en que yo lo
leyera y me pidió comentarlo con ella. Enseguida advertí el gran significado
del esfuerzo que había hecho para poder expresar sus desordenados sentimientos
y cómo le habían afectado algunas de las vivencias que había tenido.
En
realidad, se trataba de una sucesión de ideas acerca de lo que ella pensaba
sobre las relaciones con los padres. Cuando, semanas después, quise devolverle
aquellas notas suyas, me dijo que prefería que yo las conservara, con la
esperanza de que pudieran ser de la misma utilidad para otros, tal como lo
habían sido para ella. Le pedí su autorización para compartirlas con mis
lectores y no puso ningún inconveniente. Me tomo la libertad de trasladarles el
texto original e íntegro:
“¿Sabéis lo que os perdéis al estar
alejados de vuestros hijos? Esa distancia emocional os lleva a desconocer lo
que piensan, lo que sienten, lo que desean. Aquello que les hace sufrir y lo
que les hace felices.
Estar cerca de un hijo, seguir su
desarrollo, día a día, es una fuente inagotable de alegría, de los más
profundos sentimientos y, también, de los más insospechados conocimientos. Una
forma de maravillarse y de sorprenderse por lo que uno puede descubrir cuando
ve el mundo a través de las vivencias de sus retoños.
En ocasiones, encontraremos a padres que
no han podido establecer una relación profunda con sus hijos. Esto no sucede
por la falta de tiempo, por la distancia física a causa del trabajo o los
compromisos sociales, sino, porque ellos así lo eligen y lo quieren, al estar
convencidos de que las relaciones entre los padres y los hijos deben estar
presididas por la única proximidad que dan, el principio de autoridad y de
respeto.
¿Podrán, estos padres, llegar a
cambiar con el tiempo? ¿Llegarán a cuestionar la forma como ellos fueron
educados? ¿Será posible que se pregunten si el modelo familiar que recibieron
sigue siendo válido para ellos y para sus propios hijos? ¿Es posible que no se
den cuenta de los efectos que se producen como consecuencia del distanciamiento
afectivo en sus relaciones familiares?
Pareciera que siguen anclados en el
modelo educativo que les fue inculcado. Se requiere que los hijos tengan
modales, reciban la mejor educación, sean buenas personas, trabajadores y que
triunfen en la vida… A algunos hijos se les reprocha porque no estudian;
paradójicamente, a los que sí lo hacen, no se les estimula ni se valoran su dedicación y sus esfuerzos. “Porque
-dicen- se limitan a cumplir con su obligación.”
El mundo de los sentimientos parece
no ser importante. Se desea que los hijos y las hijas sean fuertes, valientes y
que no se dejen llevar por “falsos sentimentalismos”.
Sería difícil esperar otra cosa de aquellos
padres que no han aprendido a expresar lo que sienten, lo que piensan y lo que desean.
Acaso, ¿puede tratarse de un intento de “proteger” a los niños y a los jóvenes,
del mundo de los adultos? Se procura que vivan dentro de una campana de
cristal; aunque, ésta se vaya resquebrajando y a nadie interese darse cuenta.
¡Todo es perfecto! ¡Todo está bien!
Pero, cada uno sufre en silencio sus
problemas, vive o sobrevive como puede, intentando enfrentarse solo ante la
vida, ante las dificultades que se le van presentando.
La familia debe ser una ayuda a los
hijos mientras van creciendo y un eficaz punto de apoyo, durante toda su vida.
Sin embargo, en ocasiones, esto es difícil de encontrar. Hay padres que
trabajan para darles a sus hijos todas las comodidades económicas que puedan,
que se interesan por lo que comen, por las salidas nocturnas, por el orden,
para que sean obedientes. Se preocupan por los estudios de sus hijos, porque
tengan una profesión o una carrera y desean que se casen “bien”, que formen su
propia familia.
¿Dónde queda lo más personal de cada
uno de los integrantes de la familia? ¿Acaso, padres e hijos, no pueden hablar desde
el fondo de sus corazones? ¿De todo aquello que les motiva, que les gusta, que les
preocupa o que les duele? Lamento que se evite, que no se fomente, el poder conocerse
desde lo más profundo de cada ser. Incluyendo lo más cálido, lo tierno, los
sueños e ilusiones, los problemas, los miedos, los temores… Incluso, aquello
que les hace ser más frágiles y sentirse vulnerables.
¿Pensáis que si conocéis mejor a los
miembros de la familia, dejaréis de apreciarlos? Pero, ¿de verdad consideráis
que se puede amar a quien no se conoce bien? ¡Todo lo contrario! Queremos a
quienes sentimos más cercanos y más humanos, aun conociendo sus fortalezas y
sus debilidades, sus sueños y sus miedos.
Procuraré subsanar, en el contacto
diario con mis hijos, la falta de proximidad de mis padres.”
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