La
Historia que llega a nuestras manos, casi nunca es imparcial. Ni en su relato,
ni en su construcción. Suele recibir la influencia de los valores predominantes
en los tiempos que ocurrieron los hechos, así como la del momento en que se
escribe sobre los mismos. Difícilmente, hace abstracción de la forma de pensar
de quien los narra, ya sea escritor, periodista, filósofo o historiador.
En su
libro, “Mi marido me pega lo normal”,
Miguel Lorente Acosta nos va llevando por un recorrido histórico que nos
muestra cómo se fueron instaurando, a través del tiempo, las ideas y creencias
que llevan a propiciar y a justificar la violencia contra la mujer. El autor,
médico forense, nos hace un relato que, si no supiéramos que proviene de un
hombre, algunos podrían pensar que ha sido escrito por mujeres, desde el
feminismo.
Lorente
nos señala que es difícil hablar de una Historia imparcial. Quienes reflejan “lo
que ha sucedido”, recogen y destacan determinados hechos, mientras que ignoran,
silencian u ocultan otros, interpretando todo ello en un determinado sentido.
Las normas, los valores y los elementos socioculturales predominantes en una
determinada sociedad actúan sobre el historiador para que fije su atención en
ciertos hechos y para que su interpretación se haga sobre unos supuestos y no
sobre otros.
El
papel de la mujer ha sido ignorado o infravalorado, al tiempo que la autoridad
del hombre y la agresión a la mujer han sido aceptadas como si fueran algo
normal. Se ha hablado muy poco de esa violencia o, de hacerse, se ha interpretado
y justificado desde la perspectiva del hombre.
La
agresión a la mujer ha estado presente desde el inicio de la sociedad
patriarcal como forma de sumisión de la mujer.
La agresión
a la mujer no es un hecho que ha aparecido recientemente, ni se trata de
sucesos aislados. Al igual que ahora, a través de los siglos, ha sido
justificada, ocultada y considerada como algo que formaba parte de la
“normalidad”.
Aunque,
es conocido, por la antropología, que muchas de las sociedades de la antigüedad
daban un papel muy importante a la mujer, a la maternidad, relacionándolo con
las divinidades a las que se adoraba, también es cierto que eso fue perdiendo
relevancia con el tiempo.
Lorente
se refiere al momento en el que hubo una modificacación en la forma cómo se
veían las deidades griegas.
Concretamente, se sustituyeron las diosas únicas por varios dioses. Las diosas
fueron transformadas, en el sentido de sustituir las cualidades que daban poder
a su imagen, por cualidades que las hacían aptas para su sumisión. De ser una diosa guerrera, portadora de
justicia y saber, pasa a ser maternal, sumisa y dependiente.
La Edad Media parece estar asociada a una
idea romántica y novelesca, en las que las relaciones entre hombres y mujeres
parecían venir marcadas por modelos de caballeros y princesas, apuestos y valiosos
vasallos, dulces y sumisas doncellas. Esto ya traía consigo la idea de una gran
diferencia entre los dos sexos, mostrando
a la mujer como desvalida y necesitada de la protección del hombre. Pero,
la realidad era mucho más dura para la mujer. En muchas ocasiones se le trataba más como una mercancía, que como una
persona. El matrimonio suponía una transacción comercial, en la que había
una transmisión de la mujer a otra familia, con una serie de productos que se
intercambiaban, como ocurría con las arras y la dote.
El hombre adquiría la condición de
amo y señor amparado
en el principio de fragilitas sexus,
que se refería a lo que consideraban la fragilidad propia de la mujer, que
abarcaba tanto a lo físico, como a lo psíquico y lo moral. La autoridad del
marido era tal que podía llegar a asesinar a su esposa en determinadas
circunstancias; como por ejemplo, si consideraba que había habido adulterio.
Esta posibilidad, en lugar de limitarse, se amplió, otorgando al padre o
hermanos de la mujer el derecho a matarla, resaltando así la consideración de
la mujer más como un bien que como una persona.
Viendo
todo esto, no nos rasguemos las vestiduras cuando leamos ciertas noticias de lo
que todavía sucede en algunos países, debido al trato tan diferenciado hacia la
mujer, perpetrado por el marido, el padre, los hermanos, las madres y la
sociedad en general, con el “silencio” cómplice del resto del mundo.
Las
religiones también han contribuido a acentuar esas diferencias, a favor del
papel del hombre como “dueño” de la mujer y a ésta como subordinada a sus
deseos y a sus arbitrariedades.
Se favorecía
la agresión hacia la mujer, por la concepción tan desigual entre los dos sexos
y porque se justificaba la agresión del hombre como respuesta a la conducta de
la misma. El autor nos pone como ejemplo las Leyes de Cuenca, en las que se
recogía que una “mujer desvergonzada” podía ser golpeada, violada e incluso
asesinada. Preguntémonos quién decidía si una mujer era merecedora de esos
castigos. Un grupo de hombres concluía que ella era responsable de su propia
agresión.
¿Les
suena familiar ese discurso? Desgraciadamente, sigue estando vigente en muchas
mentalidades, tanto masculinas como femeninas, lo que a mi parecer es todavía
más abominable. No sólo son las ideas que sostiene la gente común sino que,
para desgracia de muchas mujeres, están presentes en abogados, fiscales y
jueces, dando como resultado algunas sentencias vergonzosas.
Se
han conocido documentos de hace siglos, en los que se narraban casos en los que
se llegó a juzgar al marido que mataba a su esposa. Se justificaba el crimen y
se le quitaba la responsabilidad con fórmulas como “movido por el justo dolor y
sentimiento de honra”, “con la vergüenza y el dolor que sentía” y otros similares.
También,
había quienes decían que permanecer en las calles, a ciertas horas, era
peligroso para una mujer, “sola o con hijo, fuera guapa o fea, vieja o joven,
débil o fuerte”. Comparándolo con la situación actual vemos que tiene mucho que
ver con comentarios como “éstas no son
horas para que una mujer ande sola por ahí” o “éste no es sitio para una
mujer”. Vemos que las “limitaciones” siguen existiendo y que si se transgreden
la mujer corre un riesgo, que debe asumir y que, por tanto, la hace en parte
responsable de lo que pueda sucederle.
La
mujer casada tampoco gozaba de una situación mucho más favorable. El marido no
consideraba a la mujer en una situación de igualdad. Se consideraba que la
mujer estaba destinada sólo para el matrimonio y con una serie de funciones que
quedaban limitadas a él, como la de criar a los hijos -probablemente bajo la
supervisión del marido en cuanto a la transmisión de valores y de pautas de
comportamiento-, encargarse de todo lo referente al hogar y la de buscar la
“comodidad del marido”.
Parecía
que la sociedad evolucionaba sólo en determinados sentidos, ya que en otros,
como la consideración de la mujer y sus consecuencias en forma de agresión,
continuaban igual: los sucesos que ocurrían y la respuesta de la sociedad se
podían trasladar, en el tiempo, varios cientos de años y no habría forma de
distinguir si se estaba en un periodo histórico o en otro.
Al comienzo de la Edad Moderna se encontraban situaciones
similares, pero las justificaciones eran nuevas. Parecía que el interés social iba más hacia la búsqueda de
explicaciones a los hechos que hacia una auténtica aclaración de lo ocurrido.
Así, cuando, “como consecuencia de una violación, la mujer quedaba embarazada,
se decía que demostraba el consentimiento de la mujer, puesto que se razonaba
que la concepción sólo podía producirse con el orgasmo. De este modo, la mujer
embarazada era condenada por la violación que había sufrido”. Explicación,
fruto de la ignorancia, pero que podía ser efectiva para seguir mostrando a la
mujer como la culpable de lo que le sucedía.
A
pesar de esta situación general, en este periodo histórico fue cuando se
produjo un cambio significativo en el papel de la mujer. A principios del siglo
XVI, comenzaron a producirse una serie de movimientos aislados que permitieron a la mujer recibir una
información académica, aunque era “una
educación apropiada para mujeres”. Educación que continuó por ese camino,
hasta hace pocas décadas.
Todo
hacía que la mujer viera, o le hicieran ver, que su función principal era la de
casarse, tener hijos, ocuparse de su cuidado y de las tareas de la casa.
Un
ejemplo de cómo las ideas dominantes en esa época seguían influyendo en la
mentalidad de muchos, lo encontramos en las palabras de Rousseau, en el siglo de la
Ilustración, afirmando que “la mujer
está hecha para obedecer al hombre, la mujer debe aprender a sufrir injusticias
y a aguantar tiranías de un esposo cruel sin protestar… la docilidad por parte
de una esposa hará a menudo que el esposo no sea tan bruto y entre en razón”.
¡Es difícil transcribir esas palabras sin que me hierva la sangre!
Continuando
este recorrido histórico, llegamos al siglo XIX. En la Edad Contemporánea, la mujer seguía centrándose en la
familia, adoptando un papel de clara sumisión al hombre. Estas circunstancias
hacían que no se pudiese considerar su vida al margen de la familia; en especial,
si no estaba en condiciones de contraer matrimonio. Si no se casaba, se
convertía en una mujer solitaria, jurídica y civilmente incapacitada para
realizar cualquier actividad pública, y se encontraba socialmente marginada.
En la mayoría de los países se
mantenía la tutela permanente de la mujer. La tutela la tenía el padre primero
y el marido después. Ella era considerada como si fuera una menor de edad,
amparándose en el concepto de la fragilidad del sexo femenino. Cuando la mujer se casaba, según la
Common Law inglesa, perdía su
individualidad, la cual era absorbida por la del marido. En Francia, el
artículo 213 del Código Civil, que fue referencia para la mayoría de las
legislaciones europeas, establece: “El
marido debe protección a la mujer y la mujer debe obediencia a su marido”,
lo cual sirvió de base para que Bonaparte exigiera que en el momento de
contraer matrimonio se hiciera una lectura pública de este texto, argumentando
que “en un siglo en el que las mujeres
olvidan el sentimiento de inferioridad, se les recuerde con franqueza la
sumisión que deben al hombre que se convertirá en el árbitro de su destino”.
A la “condición inferior” de la mujer
se le agregaba “la protección” y el arbitraje ejercido por el hombre, que se
convertía en juez y parte de muchas de las situaciones en las que la mujer
sufría una agresión, incluso dentro de la familia. El propio marido tenía la obligación
y el “noble deber” de vigilar la conducta de su esposa, por lo que se le
permitía “aunar con moderación la fuerza de la autoridad para hacerse
respetar”, otorgándole una especie de patente de corso, puesto que se decía que
no se pueden condenar “los actos de castigo o vivacidad marital… La autoridad
que la naturaleza y la ley le otorgan al marido tienen como finalidad dirigir
la conducta de la mujer”. Ella era considerada como incapaz de hacerlo por sí
misma, y si lo hacía, era en contra de los intereses del marido.
Bajo
estos argumentos, el “deber conyugal”
autorizaba al marido a hacer uso de la violencia, de acuerdo a los límites
trazados por la naturaleza, por las costumbres y por las leyes, siempre que se
tratara de actos realizados por la mujer en contra de los fines del matrimonio.
Esta situación dejaba toda la libertad al marido para que interpretara, en un
sentido o en otro, lo que él consideraba que afectaba al matrimonio. En estas
circunstancias, no podía hablarse de violencia cuando el marido utilizaba la
fuerza física contra la mujer, ni siquiera cuando la obligaba a mantener
relaciones sexuales utilizando la violencia, aunque en este caso se decía
“siempre y cuando que ésta no fuera grave”. Todos sabemos que no existía límite
alguno y, como era dentro de las paredes del hogar, el hombre campaba a sus
anchas.
La
situación no era muy distinta cuando la agresión a la mujer se producía fuera
del hogar conyugal, incluso en los casos más graves en los que la agresión era
una violación. La agresión, como ocurría
en España hasta 1989, no era considerada como un ataque a la mujer, sino que lo
era contra las costumbres o el honor, y se pensaba más en las repercusiones que
el hecho podía tener sobre la familia que sobre ella. La mujer tenía que
enfrentarse al delito y al hecho de ser considerada como responsable del mismo,
aunque el agresor fuese condenado, hecho que ocurría en pocas ocasiones.
Lo
anterior, tenía como resultado que apenas se pusieran denuncias de agresiones
sexuales. Cuando se interponían, solía hacerlo el padre, buscando más una
solución a la situación creada que una actuación en justicia. Los tribunales con frecuencia determinaban
que agresor y víctima contrajeran matrimonio, o que el agresor compensara a la
víctima y a la familia con una cantidad de dinero con el fin de favorecer
el matrimonio de la mujer agredida al aportarlo como dote, ya que su situación se
hacía difícil en el “mercado” del matrimonio de una sociedad estructurada
alrededor de los valores patriarcales.
De
este modo, llegamos al siglo XX y a la
situación actual, en el siglo XXI. La
sociedad ha cambiado más en la forma que en el fondo. No lo ha hecho de
manera espontánea, sino obligada por los importantes movimientos sociales que
han surgido en defensa de los derechos de la mujer y de la igualdad entre
hombres y mujeres. En este sentido, el movimiento histórico más importante ha
sido el feminismo, que buscaba una
emancipación real de la mujer, pasando a reclamar todos los derechos civiles y
políticos, puesto que la mujer posee una personalidad independiente, forma
parte de la sociedad y, por tanto, tiene sus deberes y sus derechos que debe
hacer valer e incrementar.
La
respuesta social, como era de esperar, fue totalmente contraria, y, aunque
desde algunos foros intelectuales se defendió y secundó, hubo un rechazo de las teorías y de las personas como causantes de una
desestructuración del orden social. Los esfuerzos se fueron concentrando en
determinados objetivos concretos; uno de los primeros fue la reclamación del
derecho al voto. A partir de ahí, ha sido un arduo camino, en el que se han
ganado unas cuantas batallas.
No
podemos decir que esos cambios hayan profundizado en la estructura de nuestra
sociedad. Están en la superficie y son visibles en las formas, pero en el fondo aún predomina el concepto
androcéntrico de sociedad en el que los valores y principios a defender pasan
por una superioridad del hombre y por un sometimiento y control de la mujer. Aunque
parece que la mujer tiene mayor poder y libertad que antes, en algunos ámbitos
sigue existiendo esa idea de la primacía del hombre sobre la mujer y de la
subordinación de ésta. Inexplicablemente, estamos viviendo una especie de
retroceso, en las juventudes actuales, en las que los chicos desean ejercer un
gran control sobre sus parejas y ellas lo permiten.
Sólo
en estas circunstancias podemos entender el maltrato, la agresión sexual, el
acoso laboral; todo ello por el hecho de ser mujer y porque históricamente se
han adjudicado a las mujeres ciertos roles ante los que predominan los del
hombre. Es la única forma de poder entender que la respuesta social ante estas
agresiones todavía sea la de justificar al agresor, minimizar los hechos o
responsabilizar a la mujer, al igual que ocurría siglos atrás.
Después
de este recorrido histórico y viendo la situación actual, sólo nos queda decir
que no es que la Historia se repita, es que en ocasiones, simplemente, no
cambia.
Realmente aún hay situaciones qué siguen siendo muy desfavorables para la mujer. Todavía queda mucha lucha, pues sigue en el pensamiento de bastante gente. No todos/as están dispuestos/as a evolucionar. Tu artículo ayuda a que el pensamiento asuma la responsabilidad de cambiar.Gracias por tu colaboración.
ResponderEliminarPaloma, es cierto que existen situaciones que siguen siendo desfavorables para la mujer. Se han conseguido logros, pero las mentalidades de toda la vida siguen presentes en muchos hombres y mujeres. Es triste ver las cosas que siguen pasando y que sólo reaccionamos a algunas de ellas, cuando llegan a nuestros oídos y mueven nuestra sensibilidad.
EliminarLa violencia contra la mujer como tu lo documentas ha existido a traves de los siglos y pienso que se quedo ahi, estancado y por mas luchas, protestas, seminarios y legislacion implementadas todavia hay quienes piensan que si un hombre golpea a una mujer es porque ella lo provoco; ella hizo lo que sabe que no puede hacer.La sociedad se invento un prototipo de la mujer. La mujer aun en este siglo debe reunir ciertas condiciones para poder ser aceptada. Hace poco hablando con un hombre me quede atonita cuando me dice, entre otras cosas insolitas, que las mujeres que usan gorra parecen lesbianas;que una mujer con novio o casada no puede tener amigos hombres, porque los hombres no son amigos de mujeres sin ningun interes sexual o sentimental; que las mujeres deben estar dispuestas cada noche para cuando el marido quiera tener relaciones. Y a veces creemos que esto tiene que ver con el estrato social o con el nivel de educacion y eso no es cierto, el abusador no tiene raza, religion ni nivel social/academico. Falta mucho para cambiar esta forma de pensamiento. Creo que hay que educar mas a la mujer que al hombre.
ResponderEliminarEs triste leer y hablar sobre este tema, que se repite con tanta frecuencia. Siempre he pensado que gran parte del problema está en la educación que se transmite de generación en generación. Como bien lo señalaste, es necesario educar a la mujer, que suele ser la principal educadora de los hijos. También, porque así se ha dispuesto por los hombres y aceptado por las mujeres... Es mucho lo que queda por hacer, para que no sigamos viendo tanto daño y abuso a nuestro alrededor.
EliminarLo que cuentas, de ese hombre, es triste e indignante; que tantos hombres puedan tener pensamientos como esos, que crean que las mujeres somos un objeto. Que ellos puedan criticar lo que hacemos, dominarnos y poseernos.