lunes, 28 de noviembre de 2016

Una historia que se sigue repitiendo: la violencia contra la mujer



La Historia que llega a nuestras manos, casi nunca es imparcial. Ni en su relato, ni en su construcción. Suele recibir la influencia de los valores predominantes en los tiempos que ocurrieron los hechos, así como la del momento en que se escribe sobre los mismos. Difícilmente, hace abstracción de la forma de pensar de quien los narra, ya sea escritor, periodista, filósofo o historiador.

En su libro, “Mi marido me pega lo normal”, Miguel Lorente Acosta nos va llevando por un recorrido histórico que nos muestra cómo se fueron instaurando, a través del tiempo, las ideas y creencias que llevan a propiciar y a justificar la violencia contra la mujer. El autor, médico forense, nos hace un relato que, si no supiéramos que proviene de un hombre, algunos podrían pensar que ha sido escrito por mujeres, desde el feminismo.

Lorente nos señala que es difícil hablar de una Historia imparcial. Quienes reflejan “lo que ha sucedido”, recogen y destacan determinados hechos, mientras que ignoran, silencian u ocultan otros, interpretando todo ello en un determinado sentido. Las normas, los valores y los elementos socioculturales predominantes en una determinada sociedad actúan sobre el historiador para que fije su atención en ciertos hechos y para que su interpretación se haga sobre unos supuestos y no sobre otros.

El papel de la mujer ha sido ignorado o infravalorado, al tiempo que la autoridad del hombre y la agresión a la mujer han sido aceptadas como si fueran algo normal. Se ha hablado muy poco de esa violencia o, de hacerse, se ha interpretado y justificado desde la perspectiva del hombre.

La agresión a la mujer ha estado presente desde el inicio de la sociedad patriarcal como forma de sumisión de la mujer.

La agresión a la mujer no es un hecho que ha aparecido recientemente, ni se trata de sucesos aislados. Al igual que ahora, a través de los siglos, ha sido justificada, ocultada y considerada como algo que formaba parte de la “normalidad”.

Aunque, es conocido, por la antropología, que muchas de las sociedades de la antigüedad daban un papel muy importante a la mujer, a la maternidad, relacionándolo con las divinidades a las que se adoraba, también es cierto que eso fue perdiendo relevancia con el tiempo.

Lorente se refiere al momento en el que hubo una modificacación en la forma cómo se veían las deidades griegas. Concretamente, se sustituyeron las diosas únicas por varios dioses. Las diosas fueron transformadas, en el sentido de sustituir las cualidades que daban poder a su imagen, por cualidades que las hacían aptas para su sumisión. De ser una diosa guerrera, portadora de justicia y saber, pasa a ser maternal, sumisa y dependiente.

La Edad Media parece estar asociada a una idea romántica y novelesca, en las que las relaciones entre hombres y mujeres parecían venir marcadas por modelos de caballeros y princesas, apuestos y valiosos vasallos, dulces y sumisas doncellas. Esto ya traía consigo la idea de una gran diferencia entre los dos sexos, mostrando a la mujer como desvalida y necesitada de la protección del hombre. Pero, la realidad era mucho más dura para la mujer. En muchas ocasiones se le trataba más como una mercancía, que como una persona. El matrimonio suponía una transacción comercial, en la que había una transmisión de la mujer a otra familia, con una serie de productos que se intercambiaban, como ocurría con las arras y la dote.

El hombre adquiría la condición de amo y señor amparado en el principio de fragilitas sexus, que se refería a lo que consideraban la fragilidad propia de la mujer, que abarcaba tanto a lo físico, como a lo psíquico y lo moral. La autoridad del marido era tal que podía llegar a asesinar a su esposa en determinadas circunstancias; como por ejemplo, si consideraba que había habido adulterio. Esta posibilidad, en lugar de limitarse, se amplió, otorgando al padre o hermanos de la mujer el derecho a matarla, resaltando así la consideración de la mujer más como un bien que como una persona.

Viendo todo esto, no nos rasguemos las vestiduras cuando leamos ciertas noticias de lo que todavía sucede en algunos países, debido al trato tan diferenciado hacia la mujer, perpetrado por el marido, el padre, los hermanos, las madres y la sociedad en general, con el “silencio” cómplice del resto del mundo.

Las religiones también han contribuido a acentuar esas diferencias, a favor del papel del hombre como “dueño” de la mujer y a ésta como subordinada a sus deseos y a sus arbitrariedades.

Se favorecía la agresión hacia la mujer, por la concepción tan desigual entre los dos sexos y porque se justificaba la agresión del hombre como respuesta a la conducta de la misma. El autor nos pone como ejemplo las Leyes de Cuenca, en las que se recogía que una “mujer desvergonzada” podía ser golpeada, violada e incluso asesinada. Preguntémonos quién decidía si una mujer era merecedora de esos castigos. Un grupo de hombres concluía que ella era responsable de su propia agresión.

¿Les suena familiar ese discurso? Desgraciadamente, sigue estando vigente en muchas mentalidades, tanto masculinas como femeninas, lo que a mi parecer es todavía más abominable. No sólo son las ideas que sostiene la gente común sino que, para desgracia de muchas mujeres, están presentes en abogados, fiscales y jueces, dando como resultado algunas sentencias vergonzosas.

Se han conocido documentos de hace siglos, en los que se narraban casos en los que se llegó a juzgar al marido que mataba a su esposa. Se justificaba el crimen y se le quitaba la responsabilidad con fórmulas como “movido por el justo dolor y sentimiento de honra”, “con la vergüenza y el dolor que sentía” y otros similares.

También, había quienes decían que permanecer en las calles, a ciertas horas, era peligroso para una mujer, “sola o con hijo, fuera guapa o fea, vieja o joven, débil o fuerte”. Comparándolo con la situación actual vemos que tiene mucho que ver con comentarios como “éstas no son horas para que una mujer ande sola por ahí” o “éste no es sitio para una mujer”. Vemos que las “limitaciones” siguen existiendo y que si se transgreden la mujer corre un riesgo, que debe asumir y que, por tanto, la hace en parte responsable de lo que pueda sucederle.

La mujer casada tampoco gozaba de una situación mucho más favorable. El marido no consideraba a la mujer en una situación de igualdad. Se consideraba que la mujer estaba destinada sólo para el matrimonio y con una serie de funciones que quedaban limitadas a él, como la de criar a los hijos -probablemente bajo la supervisión del marido en cuanto a la transmisión de valores y de pautas de comportamiento-, encargarse de todo lo referente al hogar y la de buscar la “comodidad del marido”.

Parecía que la sociedad evolucionaba sólo en determinados sentidos, ya que en otros, como la consideración de la mujer y sus consecuencias en forma de agresión, continuaban igual: los sucesos que ocurrían y la respuesta de la sociedad se podían trasladar, en el tiempo, varios cientos de años y no habría forma de distinguir si se estaba en un periodo histórico o en otro.

Al comienzo de la Edad Moderna se encontraban situaciones similares, pero las justificaciones eran nuevas. Parecía que el interés social iba más hacia la búsqueda de explicaciones a los hechos que hacia una auténtica aclaración de lo ocurrido. Así, cuando, “como consecuencia de una violación, la mujer quedaba embarazada, se decía que demostraba el consentimiento de la mujer, puesto que se razonaba que la concepción sólo podía producirse con el orgasmo. De este modo, la mujer embarazada era condenada por la violación que había sufrido”. Explicación, fruto de la ignorancia, pero que podía ser efectiva para seguir mostrando a la mujer como la culpable de lo que le sucedía.

A pesar de esta situación general, en este periodo histórico fue cuando se produjo un cambio significativo en el papel de la mujer. A principios del siglo XVI, comenzaron a producirse una serie de movimientos aislados que permitieron a la mujer recibir una información académica, aunque era “una educación apropiada para mujeres”. Educación que continuó por ese camino, hasta hace pocas décadas.

Todo hacía que la mujer viera, o le hicieran ver, que su función principal era la de casarse, tener hijos, ocuparse de su cuidado y de las tareas de la casa.

Un ejemplo de cómo las ideas dominantes en esa época seguían influyendo en la mentalidad de muchos, lo encontramos en las palabras de Rousseau, en el siglo de la Ilustración, afirmando que “la mujer está hecha para obedecer al hombre, la mujer debe aprender a sufrir injusticias y a aguantar tiranías de un esposo cruel sin protestar… la docilidad por parte de una esposa hará a menudo que el esposo no sea tan bruto y entre en razón”. ¡Es difícil transcribir esas palabras sin que me hierva la sangre!

Continuando este recorrido histórico, llegamos al siglo XIX. En la Edad Contemporánea, la mujer seguía centrándose en la familia, adoptando un papel de clara sumisión al hombre. Estas circunstancias hacían que no se pudiese considerar su vida al margen de la familia; en especial, si no estaba en condiciones de contraer matrimonio. Si no se casaba, se convertía en una mujer solitaria, jurídica y civilmente incapacitada para realizar cualquier actividad pública, y se encontraba socialmente marginada.

En la mayoría de los países se mantenía la tutela permanente de la mujer. La tutela la tenía el padre primero y el marido después. Ella era considerada como si fuera una menor de edad, amparándose en el concepto de la fragilidad del sexo femenino. Cuando la mujer se casaba, según la Common Law inglesa, perdía su individualidad, la cual era absorbida por la del marido. En Francia, el artículo 213 del Código Civil, que fue referencia para la mayoría de las legislaciones europeas, establece: “El marido debe protección a la mujer y la mujer debe obediencia a su marido”, lo cual sirvió de base para que Bonaparte exigiera que en el momento de contraer matrimonio se hiciera una lectura pública de este texto, argumentando que “en un siglo en el que las mujeres olvidan el sentimiento de inferioridad, se les recuerde con franqueza la sumisión que deben al hombre que se convertirá en el árbitro de su destino”.

A la “condición inferior” de la mujer se le agregaba “la protección” y el arbitraje ejercido por el hombre, que se convertía en juez y parte de muchas de las situaciones en las que la mujer sufría una agresión, incluso dentro de la familia. El propio marido tenía la obligación y el “noble deber” de vigilar la conducta de su esposa, por lo que se le permitía “aunar con moderación la fuerza de la autoridad para hacerse respetar”, otorgándole una especie de patente de corso, puesto que se decía que no se pueden condenar “los actos de castigo o vivacidad marital… La autoridad que la naturaleza y la ley le otorgan al marido tienen como finalidad dirigir la conducta de la mujer”. Ella era considerada como incapaz de hacerlo por sí misma, y si lo hacía, era en contra de los intereses del marido.

Bajo estos argumentos, el “deber conyugal” autorizaba al marido a hacer uso de la violencia, de acuerdo a los límites trazados por la naturaleza, por las costumbres y por las leyes, siempre que se tratara de actos realizados por la mujer en contra de los fines del matrimonio. Esta situación dejaba toda la libertad al marido para que interpretara, en un sentido o en otro, lo que él consideraba que afectaba al matrimonio. En estas circunstancias, no podía hablarse de violencia cuando el marido utilizaba la fuerza física contra la mujer, ni siquiera cuando la obligaba a mantener relaciones sexuales utilizando la violencia, aunque en este caso se decía “siempre y cuando que ésta no fuera grave”. Todos sabemos que no existía límite alguno y, como era dentro de las paredes del hogar, el hombre campaba a sus anchas.

La situación no era muy distinta cuando la agresión a la mujer se producía fuera del hogar conyugal, incluso en los casos más graves en los que la agresión era una violación. La agresión, como ocurría en España hasta 1989, no era considerada como un ataque a la mujer, sino que lo era contra las costumbres o el honor, y se pensaba más en las repercusiones que el hecho podía tener sobre la familia que sobre ella. La mujer tenía que enfrentarse al delito y al hecho de ser considerada como responsable del mismo, aunque el agresor fuese condenado, hecho que ocurría en pocas ocasiones.

Lo anterior, tenía como resultado que apenas se pusieran denuncias de agresiones sexuales. Cuando se interponían, solía hacerlo el padre, buscando más una solución a la situación creada que una actuación en justicia. Los tribunales con frecuencia determinaban que agresor y víctima contrajeran matrimonio, o que el agresor compensara a la víctima y a la familia con una cantidad de dinero con el fin de favorecer el matrimonio de la mujer agredida al aportarlo como dote, ya que su situación se hacía difícil en el “mercado” del matrimonio de una sociedad estructurada alrededor de los valores patriarcales.

De este modo, llegamos al siglo XX y a la situación actual, en el siglo XXI. La sociedad ha cambiado más en la forma que en el fondo. No lo ha hecho de manera espontánea, sino obligada por los importantes movimientos sociales que han surgido en defensa de los derechos de la mujer y de la igualdad entre hombres y mujeres. En este sentido, el movimiento histórico más importante ha sido el feminismo, que buscaba una emancipación real de la mujer, pasando a reclamar todos los derechos civiles y políticos, puesto que la mujer posee una personalidad independiente, forma parte de la sociedad y, por tanto, tiene sus deberes y sus derechos que debe hacer valer e incrementar.

La respuesta social, como era de esperar, fue totalmente contraria, y, aunque desde algunos foros intelectuales se defendió y secundó, hubo un rechazo de las teorías y de las personas como causantes de una desestructuración del orden social. Los esfuerzos se fueron concentrando en determinados objetivos concretos; uno de los primeros fue la reclamación del derecho al voto. A partir de ahí, ha sido un arduo camino, en el que se han ganado unas cuantas batallas.

No podemos decir que esos cambios hayan profundizado en la estructura de nuestra sociedad. Están en la superficie y son visibles en las formas, pero en el fondo aún predomina el concepto androcéntrico de sociedad en el que los valores y principios a defender pasan por una superioridad del hombre y por un sometimiento y control de la mujer. Aunque parece que la mujer tiene mayor poder y libertad que antes, en algunos ámbitos sigue existiendo esa idea de la primacía del hombre sobre la mujer y de la subordinación de ésta. Inexplicablemente, estamos viviendo una especie de retroceso, en las juventudes actuales, en las que los chicos desean ejercer un gran control sobre sus parejas y ellas lo permiten.

Sólo en estas circunstancias podemos entender el maltrato, la agresión sexual, el acoso laboral; todo ello por el hecho de ser mujer y porque históricamente se han adjudicado a las mujeres ciertos roles ante los que predominan los del hombre. Es la única forma de poder entender que la respuesta social ante estas agresiones todavía sea la de justificar al agresor, minimizar los hechos o responsabilizar a la mujer, al igual que ocurría siglos atrás.


Después de este recorrido histórico y viendo la situación actual, sólo nos queda decir que no es que la Historia se repita, es que en ocasiones, simplemente, no cambia.



Bibliografía:

LORENTE ACOSTA, Miguel. “Mi marido me pega lo normal”, Ares y Mares, una marca de Editorial Crítica, S.L., Barcelona.



Imagen de 123R, encontrada en Internet. Modificada para el blog.



4 comentarios:

  1. Realmente aún hay situaciones qué siguen siendo muy desfavorables para la mujer. Todavía queda mucha lucha, pues sigue en el pensamiento de bastante gente. No todos/as están dispuestos/as a evolucionar. Tu artículo ayuda a que el pensamiento asuma la responsabilidad de cambiar.Gracias por tu colaboración.

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    1. Paloma, es cierto que existen situaciones que siguen siendo desfavorables para la mujer. Se han conseguido logros, pero las mentalidades de toda la vida siguen presentes en muchos hombres y mujeres. Es triste ver las cosas que siguen pasando y que sólo reaccionamos a algunas de ellas, cuando llegan a nuestros oídos y mueven nuestra sensibilidad.

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  2. La violencia contra la mujer como tu lo documentas ha existido a traves de los siglos y pienso que se quedo ahi, estancado y por mas luchas, protestas, seminarios y legislacion implementadas todavia hay quienes piensan que si un hombre golpea a una mujer es porque ella lo provoco; ella hizo lo que sabe que no puede hacer.La sociedad se invento un prototipo de la mujer. La mujer aun en este siglo debe reunir ciertas condiciones para poder ser aceptada. Hace poco hablando con un hombre me quede atonita cuando me dice, entre otras cosas insolitas, que las mujeres que usan gorra parecen lesbianas;que una mujer con novio o casada no puede tener amigos hombres, porque los hombres no son amigos de mujeres sin ningun interes sexual o sentimental; que las mujeres deben estar dispuestas cada noche para cuando el marido quiera tener relaciones. Y a veces creemos que esto tiene que ver con el estrato social o con el nivel de educacion y eso no es cierto, el abusador no tiene raza, religion ni nivel social/academico. Falta mucho para cambiar esta forma de pensamiento. Creo que hay que educar mas a la mujer que al hombre.

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    1. Es triste leer y hablar sobre este tema, que se repite con tanta frecuencia. Siempre he pensado que gran parte del problema está en la educación que se transmite de generación en generación. Como bien lo señalaste, es necesario educar a la mujer, que suele ser la principal educadora de los hijos. También, porque así se ha dispuesto por los hombres y aceptado por las mujeres... Es mucho lo que queda por hacer, para que no sigamos viendo tanto daño y abuso a nuestro alrededor.

      Lo que cuentas, de ese hombre, es triste e indignante; que tantos hombres puedan tener pensamientos como esos, que crean que las mujeres somos un objeto. Que ellos puedan criticar lo que hacemos, dominarnos y poseernos.

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