viernes, 30 de diciembre de 2016

Un cuento para personas de buena fe



Érase una vez una propiedad agrícola y ganadera, la cual estaba flanqueada por dos ríos y un gran bosque, muy lejos de Esperanza, la capital de un país remoto, del mismo nombre. Los pastos y la tierra de labor comenzaban donde terminaba el bosque y había que recorrer cientos de kilómetros, antes de llegar al mar, de modo que la extensión total de la finca era de muchos miles de hectáreas. La franja costera estaba delimitada por las desembocaduras de los dos mencionados ríos y cerraba el perímetro de un imaginario rectángulo. Además de los dos grandes estuarios, la larga línea de la costa gozaba de una gran variedad de accidentes geográficos, inaccesibles y rocosos cabos, pequeñas ensenadas de fina arena y agresivos acantilados.

Aunque, en los últimos tiempos, como consecuencia de la pobreza y de las guerras existentes en otros países menos distantes, había sido cada vez mayor el número de náufragos que aterrizaban, exhaustos, en sus tranquilas y hermosas playas, después de haber superado grandes peligros. No era exagerado decir que eran hombres, mujeres y niños que habían escapado de la muerte.

La finca era propiedad de un misterioso y joven matrimonio, llegado no se sabía de dónde. Algunos decían que, muy probablemente, habría caído del cielo. No tenían hijos e iban siempre vestidos de la misma manera, aunque se cambiaran de ropa diariamente. Para poder montar a caballo, llevaban unos pantalones sin costuras en las piernas, botas de cuero, camisa de manga corta y chaleco con bolsillos. También eran iguales los sombreros de paja que se ponían para protegerse del sol, pues reinaba un clima caluroso, a lo largo de todo el año. Se preocupaban por sus empleados, eran afables y atentos con ellos, respetaban sus credos, sin atreverse a juzgar sus convicciones políticas. Los más antiguos del lugar sabían que, entre las asombrosas cualidades de los dueños, destacaba la de reconocer a aquellos trabajadores corruptos. Quienes incurrían en la desleal y vergonzosa práctica de la corrupción eran desposeídos de todos sus bienes, expulsados de los límites de la propiedad y condenados al exilio.

A medida que transcurría el tiempo, era cada vez mayor el número de náufragos que alcanzaban milagrosamente las playas e imploraban que se les diera trabajo. Lo cual hizo que se incrementara de tal manera el número de personas que vivían y trabajaban en la finca, que los dueños tuvieron que dar instrucciones para que se construyesen nuevas edificaciones que sirvieran de albergue. De igual manera, fue necesario ampliar el dispensario y la escuela de los niños, de la que se encargaba una maestra cuarentona, la cual tenía cara de ángel y se llamaba María.

Gracias a la gigantesca extensión de la finca, se pudieron habilitar nuevas áreas de cultivo y se aumentó la superficie destinada para el ganado, de modo que todo el mundo tuviera su puesto de trabajo. Pero, toda vez que los que pedían refugio seguían llegando, las condiciones de vida de la gente no eran las deseables, a pesar de las constantes inversiones en infraestructuras, vivienda, sanidad y educación que hacían los hospitalarios dueños del latifundio. Se hacía necesario afrontar y dar solución a un problema de enorme envergadura.

Una noche, la esposa le dijo a su marido que, María, la maestra, le había expuesto, con profunda preocupación, que no bastaba enseñar el idioma a los niños y darles educación, sino que era preciso hacer lo mismo con un elevado número de padres y otras personas. Que no todo el mundo tenía las mismas aptitudes, por lo que era necesario orientar y estimular la vocación de cada uno, mediante el otorgamiento de las oportunas enseñanzas. Por tal razón, hacían falta centros de enseñanza para carreras y oficios, con sus respectivos profesores.

-¡Me siento impotente, esposo mío! ¡No sé cómo podemos abordar el problema que se nos ha presentado! -exclamó, la mujer, agobiada por la enorme responsabilidad que sentía sobre sus espaldas.

-¡Te comprendo, amor mío! Pero, no debes angustiarte. Hasta ahora, hemos ido solventado la situación. Me consta que ha llegado el momento de afrontar el problema desde su raíz y tener la valentía de poner en práctica acciones que conduzcan a la solución definitiva.

-¡No estarás pensando en colocar alambradas a todo lo largo de nuestro litoral! ¡Ni expulsar de los límites de nuestra propiedad a cuantos vayan llegando! -exclamó, aterrada, la señora.

-¡Mujer! ¿Realmente crees que yo sea capaz de albergar semejantes intenciones? Como muy bien has dicho, compartimos, a partes iguales, la propiedad de la finca. Por lo tanto, debemos estar de acuerdo en la solución que le demos al problema que se nos ha planteado.

-No debemos acostarnos, sin haber analizado las alternativas que podamos ofrecer a quienes habitan entre nosotros, en condiciones cada vez más precarias -dijo, la esposa, con el ánimo de apremiar a su marido.

Someteré a tu consideración el plan en el que he estado pensando y, en caso de que merezca tu aprobación, lo pondremos en marcha, inmediatamente -dijo, quien era el dueño de la mitad de la hacienda.

Antes, no obstante, quiso poner en conocimiento de su esposa que, en las últimas semanas, había hablado con el mayor número posible de personas que se habían refugiado en la finca. Todas, sin excepción, coincidían en decir que habían encontrado en la hacienda la paz y la libertad que les habían negado en sus propios países de origen y que habían recuperado la dignidad debida a todo ser humano; razón por la cual, estarían eternamente agradecidos a quienes les habían ofrecido trabajo y hospitalidad. Sin embargo, muchos coincidían en hacer ver al marido que había una gran diversidad de razas, culturas y niveles de formación, entre las gentes llegadas al hato, en los últimos tiempos. Decían que no todos eran ignorantes y que había médicos, abogados, profesores e ingenieros; así como jóvenes salidos de distintas universidades y centros de formación profesional, junto con hombres y mujeres que habían tenido sus propias actividades y que habían sido propietarios de tiendas y comercios, de todo tipo de negocios, en fin. Razón por la cual, agradecían el trabajo que se les había dado pero que cabía contemplar la posibilidad de que pudieran recuperar el ejercicio de sus profesiones liberales y la iniciativa privada.

-¡Tienen toda la razón del mundo! -exclamó, la señora, interrumpiendo la exposición de su marido- ¿Has pensado en alguna solución? -preguntó, con gran impaciencia.

-¡Creo que sí, mi alma! Precisamente, es lo que quería proponerte, desde hace algunos días -respondió, el esposo-. Toda vez que tenemos la fortuna de disponer de grandes riquezas y de tierras y bosques en demasía, yo pienso que nuestra condición humana nos obliga a ser solidarios con hombres, mujeres y niños que han caído en el infortunio a causa de las guerras que gobernantes cobardes están llevando a cabo, instigados por intereses bastardos.

-¡Por favor! ¡Dime en lo que has pensado! -volvió a interrumpir, la dama.

-Creo que sería suficiente partir la finca por la mitad, quedarnos nosotros con una parte y regalar la otra a los refugiados para que establezcan un Estado nuevo, en el que puedan convivir y desarrollarse en la paz que les fue robada. Dispondrán de una inmensa superficie dotada de bosques, un río y una extensa franja costera. El dinero que otros invierten en la guerra, lo prestaremos nosotros para quienes quieran construirse una casa y poner en marcha nuevos proyectos de negocio.

-¡Me parece una brillantísima idea, marido mío! ¡Te quiero tanto! -exclamó, la esposa, llena de entusiasmo- ¿Cuándo la ponemos en práctica?





Imagen encontrada en Internet, modificada para el blog:

Cuadro al óleo de la playa de Las Catedrales, Lugo. De Rubén de Luis. http://www.rubendeluis.com.es/oleos/cuadro-al-oleo-de-la-playa-de-las-catedrales/





jueves, 29 de diciembre de 2016

Reflexión de fin de año



Estos últimos días del año, suelen ser diferentes a los anteriores. Parece que todos estamos muy ocupados y que nuestra cabeza y nuestro corazón no descansan lo necesario. Hay muchas cosas en las que pensar y una mezcla de emociones, de sentimientos y de recuerdos que se van sucediendo, como si se tratara de las nubes que se mueven en el cielo, empujadas por el viento.

Pareciera que no tuviésemos suficiente tiempo para las diferentes actividades y ocupaciones que se nos acumulan en estos días. Por si fuera poco, vamos agregando más obligaciones, sugerencias y deseos. Todos ellos, para ser realizados ¡ya! Antes de cruzar la línea divisoria del treinta y uno de diciembre, después de que el reloj de la Puerta del Sol haya dado la última campanada. Da la sensación de que vaya a empezar una nueva vida, a partir del segundo siguiente, el primer latido del corazón del Año Nuevo.

A la necesidad de disfrutar por el verdadero deseo y posibilidad de hacerlo, cuando no por obligación, suelen añadírsele ciertos sentimientos encontrados, tales como estrés, nerviosismo, desasosiego, tristeza, sentimiento de culpabilidad… Por no haber hecho todo lo que deseábamos hacer y por pensar en todo lo que nos queda por realizar, antes de que se acabe el año. Por creer que hubiera sido mejor obrar de diferente forma a como lo hemos hecho.

Sin quererlo, le damos vueltas a nuestra cabeza pensando en el pasado y en el futuro, lo cual es muy lamentable, porque nos olvidamos de que la vida sólo transcurre en el presente y que es preciso vivir cada instante.
  
Hay quienes tienen la costumbre de llevar a cabo una revisión de todo cuanto les ha sucedido a lo largo del año que se acaba y establecen firmes propósitos para el próximo año; mientras que, otros, pasarán simplemente de puntillas, limitándose a calificarlo de bueno, regular o malo.

No todos los años son iguales, ni estamos en la misma disposición de ánimo para analizar lo que hemos hecho, cómo nos hemos sentido, qué hemos aprendido. Cómo ha ido nuestro estudio o nuestro trabajo. Cuánto tiempo hemos dedicado a ciertas actividades que nos gustan y a otras que hemos tenido que hacer, aunque no formasen parte de aquello que no fuera de nuestro agrado.

Revisaremos qué nuevas personas han aparecido en nuestras vidas y cuáles se han alejado de nosotros. A algunas de ellas, ya no las podremos volver a ver, lamentablemente. Juzgaremos si hemos podido compartir suficiente tiempo con nuestros amigos y con nuestra familia. Evaluaremos cómo se han desarrollado estas relaciones. Si nuestra vida ha tomado algún rumbo inesperado, si ha sido monótona y aburrida o si ha habido muchos obstáculos y problemas en nuestro camino. Si hemos profundizado en el conocimiento de nosotros mismos y si nos hemos dado cuenta de ciertas facetas de las personas con las que nos relacionamos, las cuales, no habíamos apreciado con anterioridad.

Creo que detenernos a analizar el camino por el cual transita nuestra vida es un ejercicio muy  positivo, aunque no es estrictamente necesario que se realice en esta época del año. Las fechas para hacerlo pueden ser diferentes, ya sea coincidiendo con la fecha del cumpleaños, el regreso de las vacaciones, el final del verano… Tan sólo me gustaría hacer una recomendación, válida para todos: No seamos demasiado duros. Procede ser comprensivos, tanto con nosotros mismos, como con las personas que nos rodean. A veces, nos excedemos en nuestras expectativas, deseamos lo imposible, o aquello que podríamos conseguir, si dispusiéramos de más tiempo. Nos puede faltar paciencia, mientras que nos sobra la necesidad de controlarlo todo, sin renunciar a la búsqueda de las soluciones a nuestros problemas.

Si deseamos hacer esa clase de análisis en los días cercanos a la Nochevieja, no lo hagamos como una obligación, sino porque lo deseamos hacer. Si vemos que no tenemos la tranquilidad de ánimo para hacerlo, podemos dejarlo para los primeros días del año o para cuando nos parezca más oportuno.

Si hacemos planes para el próximo año, procuremos tener en cuenta la experiencia de los anteriores, en los que, probablemente, no conseguimos nuestros objetivos porque fueron ambiciosos en exceso. Procuremos estar seguros de las actividades que podamos hacer, tanto en el ámbito social como en el del trabajo y el tiempo que podamos dedicar a nuestra familia y a nuestros amigos. Se supone que nuestra vida se desarrollará mucho más allá de los doce meses siguientes, por lo cual, ya habremos hecho planes a medio y largo plazo. Lo que procede es centrarnos en dos o tres objetivos, sencillos, concretos y alcanzables, de forma que, transcurrido el Nuevo Año, podamos anunciar que los hemos conseguido.


   
Imagen encontrada en internet, de 123RF, modificada para el blog.



sábado, 24 de diciembre de 2016

Mi felicitación navideña



Las festividades que están llamando a la puerta y que se van a suceder en un espacio de tiempo relativamente corto, tendrán distintos significados para gran parte de la humanidad y serán celebradas de forma muy distinta por parte de cada uno de nosotros. Me refiero a quienes las celebren, porque existirán muchos seres humanos repartidos por el globo terrestre que las ignorarán, al no formar parte de sus tradiciones. Otros, aun conociendo su significado y habiéndolas celebrado en el pasado, pretenderán ignorarlas, de forma voluntaria.

Las festividades tienen distintos significados en función de la importancia que  queramos darles, desde el punto de vista religioso, social y familiar. Este último aspecto hace que sean muy íntimas y personales, como consecuencia de la diversidad de nuestros pensamientos, de nuestros sentimientos y de la diferente actitud que adoptemos. No es cierto que, para todo el mundo, sean motivo de celebración.

En su naturaleza, suelen llevar incorporada una mezcla de felicidad y de tristeza, de presencias y de ausencias. Algunos, se sentirán “obligados” a participar en celebraciones, en las cuales preferirían no estar.

Pienso que merecen una especial consideración aquellos que se encuentren solos, que no tengan a ningún ser querido con quien compartir estas fechas. También, todos aquellos que hayan perdido a familiares queridos, cuyo recuerdo es motivo de profunda nostalgia. Por no hablar de los enfermos y de los pobres, de los desvalidos, de quienes andan errantes por haber sido expulsados de su patria, a causa de las guerras…

Resulta imposible estar con todas las personas a las que se quiere o se ha amado alguna vez. Con aquellas que habíamos considerado muy cercanas, a las cuales, el devenir del tiempo las ha llevado por otros caminos, muy distintos al nuestro.

Desde la añoranza del pasado, de cuando éramos niños, estas fechas nos invitan a reflexionar, a demostrar nuestro amor, a compartir, a hacer llegar nuestros  mejores deseos a los demás. A tener buenos propósitos y a hacer planes para el futuro.

No renuncio a trasladar mi más sincera felicitación a quienes puedan y deseen participar de la alegría que la celebración de estas fiestas comporta. Sin embargo, me parece recomendable aceptar y respetar la mezcla de emociones que invadan el corazón de familiares, amigos y conocidos. No es necesario imponer a todo el mundo la obligación de ser felices en esas fechas concretas. Ni siquiera lo es que deban celebrar estas festividades quienes no tengan el ánimo de hacerlo.

Si sentimos tristeza u otras emociones, aceptémoslas. Son normales. Pero, se hace imperativo tener la fuerza de espíritu necesaria para reponerse y continuar en la lucha por la vida.





Imagen: encontrada en mi móvil, proveniente de Internet. Desconozco de quién la he compartido. Con mi sincero agradecimiento a quien la publicó y a su autor.







martes, 20 de diciembre de 2016

Seamos protagonistas de nuestra propia vida, sin inculpar a otras personas de todo aquello que nos sucede



Los niños empiezan a dar señales de su personalidad, desde su más tierna infancia.

Algunos, son bastante independientes. Otros, sienten una gran necesidad de recibir la atención y el afecto de quienes les rodean. Pueden dar señales de rebeldía o mostrase sumisos y obedientes. Desde muy pronto, percibimos la fortaleza de carácter de ciertos niños, a los cuales parecen no afectar, al menos en apariencia, los regaños, los gritos o incluso que les peguen o les castiguen. En contraposición, con los que no pueden soportar que les reprendan, rechazando categóricamente que se les grite o se les pegue, sin importar que sea a sus compañeros, o a ellos mismos, a quienes se dirijan los mayores.

Identificamos fácilmente a los que son muy comprometidos con lo que hacen, de la misma manera que lo hacemos con los que son muy descuidados. Los hay que son muy tiernos y amorosos; mientras que, otros, se manifiestan con indiferencia, llegando a ser ariscos, incluso. Sin darnos apenas cuenta, solemos ser condescendientes con quienes son expertos en conseguir de los demás lo que ellos quieren o necesitan, mientras que ignoramos a los que no saben pedir lo que desean o aquello que les hace falta.

Esta capacidad de percepción sobre la personalidad de los niños, raramente la aplicamos cuando se trata de analizar nuestros propios comportamientos. En lugar de ello, tendemos a culpar a otras personas, o a las circunstancias, de todo aquello que nos sucede; sobre todo, cuando se trata de experiencias negativas.

No es difícil constatar cómo, individuos que, en su discurso, parecen ser muy independientes y seguros de sí mismos, descargan gran parte de su responsabilidad en la actuación de otras personas, al pretender justificar los sucesos negativos que les han acontecido. Se escudan en que seguían “órdenes”, paternas o maternas, o del jefe, o de quien sea, sin cuestionarlas, sin pensar en el daño que podían estar causando a sus semejantes. Hay quienes se amparan en su trabajo y en sus obligaciones, como si todo lo que hicieran no fuera fruto de su propia capacidad de elección y consiguiente toma de decisiones.

Buscan justificaciones por el momento histórico que les ha tocado vivir, por la forma de ser de los padres, de los hermanos, de los amigos... Porque no conocieron a su familia, porque fueron hijos únicos; o bien, porque eran muchos en casa. Igualmente alegan que, el orden numérico que se ocupa en la escala de los hermanos, influye para que cada uno sea como es. También, porque parte de la familia vivía cerca; o, por todo lo contrario, porque vivían alejados de ella. Porque los abuelos tuvieron mucha influencia o porque no los conocieron. Porque crecieron en un pueblo, en una ciudad o en un determinado país. Porque nacieron en un parto prematuro, con cierta enfermedad heredada y porque les tuvieron que operar de pequeños. Porque así les educaron o les maleducaron… Porque su familia era pobre o porque sus padres tenían una buena posición económica, aunque raras veces estaban en casa.

De niños, se sintieron abandonados e ignorados; o, por el contrario, estaban demasiado pendientes de lo que hacían y no les dejaban ni respirar. Les regañaban y les castigaban. Pero, nunca, les enseñaban cómo era la forma correcta de hacer las cosas. Recibían algunos azotes si habían hecho algo “mal”, siempre de acuerdo con el criterio de quien “perdía los nervios”  y no encontraba otra forma más eficaz y amorosa de corregirlos y de hablar con ellos.

Ellas recordaban lo mal que lo pasaban en el colegio, cada vez que daba comienzo un nuevo curso y eran ignoradas por sus supuestas “amigas”. A aquellos chicos menos dotados físicamente, sus compañeros les hacían la vida imposible y quedaban relegados, de la misma manera que lo estaban quienes eran bajos, gordos, llevaban gafas y no sabían practicar ningún deporte. Les parecía imposible hacer amigos de verdad porque sus compañeros terminaban traicionándoles… Aparentando una amistad que no existía por estar fundamentada en el interés de recibir invitaciones para asistir a fiestas y guateques.  

Por lo que al amor se refiere, más excusas…

Que nadie se fijaba en ellas o que los chicos atraían a las chicas equivocadas. Que no tenían suerte en el amor o que se enamoraban siempre del que estaba interesado por sus amigas y no por ellas. Que los trataban mal. Que ellas se enamoraban de otro chico y lo dejaban tirado. Que, a pesar de quererse mucho, había una serie de circunstancias que les impedían poder seguir juntos. Que, a los padres, no les gustaba esa persona; por una o mil razones, ciertas o como fruto de sus prejuicios. Y si se casaron, lo hicieron “obligados” o porque parecía ser la decisión más adecuada. Porque pensaron que estaban muy enamorados y, luego, la convivencia resultó difícil, ya que eran muy diferentes, el uno del otro. Porque tuvo que luchar por “hombres horribles” hasta encontrar a quien “fuera lo mejor de la vida”. Como si ella no hubiera tenido ninguna responsabilidad en la escogencia de sus anteriores parejas, ni en la forma como se desarrollaron esas relaciones. Como si hubiera sido la víctima inocente del comportamiento que tuvieron con ella ciertos hombres “superficiales”.

Así, podemos seguir buscando excusas o formas de culpar a los demás, a las circunstancias, al mundo, de todas nuestras malas o precipitadas decisiones y de nuestra forma de actuar ante las situaciones y problemas que se nos han ido presentando a lo largo de nuestra vida.

Habrá algún hecho del que realmente no seamos responsables. Pero, lo que dependerá de nosotros, será nuestra forma de afrontar esos sucesos, cómo superar las dificultades y si seremos capaces de extraer, de esas experiencias, los aprendizajes pertinentes.

Muchas personas dicen que las circunstancias que les tocó vivir fueron determinantes para llegar a ser lo que realmente son. Asumieron todo, como les venía; sin creer que ellas podían actuar de otra manera. Quejándose, pero sin cambiar en forma alguna su respuesta y su actitud ante lo que iba ocurriendo, convencidas de no tener ninguna posibilidad de influir en el devenir de su propia vida. Lamentablemente, hay personas que continúan viviendo de forma pasiva, de acuerdo a lo que otros proponen para su vida futura.

Es la particular combinación entre lo que uno “recibe”, con la manera cómo es y cómo actúa, lo que nos llevará, desde muy pequeños, a ir tomando multitud de pequeñas o grandes decisiones, las cuales, irán conformando nuestra forma de ser. Lo deseable es que en algún momento logremos despertar y cambiar de actitud. Que modifiquemos, si fuese necesario, nuestra forma de ver a las personas que han pasado por nuestra vida. También, la manera como interpretamos los acontecimientos que hemos vivido y toda nuestra historia personal. Procurar descubrir qué fue lo que nosotros hicimos, o dejamos de hacer, para que nuestra vida transcurriera de esa forma y no de otra. No es cierto que no hubiésemos podido tomar otras decisiones que nos hubieran conducido a hacer otra cosa diferente a la que hicimos. Simplemente, no supimos reaccionar y actuar de manera distinta a lo que nos iba sucediendo. Quisiera dejar constancia de que, siempre, llega el momento en el que es imperativo que nos hagamos responsables de nuestra existencia. De convertirnos en protagonistas de nuestra propia vida.





Imagen publicada por Pinterest, en Internet, modificada para el blog: 

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lunes, 12 de diciembre de 2016

La clave del éxito



¡Qué bonito es poder querer a alguien tal como es! Poder decirle: “Gracias por ser como eres”.

¡No es fácil! Aunque, ¡sí es posible! No ocurre por arte de magia. Es algo que se va dando poco a poco. Implica una mutua consideración y una buena comunicación por ambas partes. Significa que yo respeto y acepto a la otra persona, tal como es. A su vez, que ella también me acepta y me respeta, tal como soy.

Eso sucede en algunas relaciones especiales, en las que hay un gran respeto mutuo y una especial permisividad para que, ambos, puedan manifestarse en su más estricta realidad. En las que se valoran los mundos de cada uno y se crea un espacio común en el que poder coincidir, comunicarse y contribuir al crecimiento de los dos.

El gran reto es cómo entender, sin ningún tipo de restricción, que cada uno debe ser fiel a sí mismo, a lo que le es importante, a lo que está acostumbrado a hacer, a sentir y a pensar, compatibilizando su propia libertad con la de la otra persona y respetando las propias individualidades.

Resulta difícil aceptar que nos quieran de manera distinta a la que nos gustaría que nos amaran; porque, nosotros, habíamos entendido el amor de manera diferente. Que se comuniquen cuando ellos quieran, cuando así les nazca, aunque a nosotros nos gustaría comunicarnos, constantemente. Que no se desee hacer que el otro cambie; aunque haya puntos en los que no se esté de acuerdo y aunque muchas de las cosas que a uno le gustan no sean compartidas por el otro. O, por lo menos, con una intensidad equivalente.

Les ruego que me permitan hacer un paréntesis y puntualizar que, como es habitual en la mayoría de mis escritos, me refiero a todo tipo de relaciones personales. Desde las que tienen los niños entre sí, a las que se refieren a los amigos, a los familiares y a las que existen entre las parejas.

Si no podemos decirle a una persona “gracias por ser como eres”, es porque hay verdaderos fallos en la relación, en nuestra forma de ver a la otra persona o, tal vez, en nosotros mismos. Pudiera ser debido a que sean incompatibles, porque existan defectos reales y comportamientos que no podemos o no estamos dispuestos a soportar. Quizás, no tengamos un particular interés en llegar a un mejor acercamiento y aceptación del otro, que no hagamos lo posible por comunicarnos y aclarar las cosas; o, que no estemos dispuestos a verificar si nuestros motivos para alejarnos son acertados.

Nadie es exactamente como quisiéramos que fuera. Si nos permitieran plasmar una lista de requisitos, ninguna persona cumpliría con todas nuestras exigencias. Si, además, esperamos tanto de la otra persona, será muy difícil que podamos llegar a aceptarle, a causa de los claroscuros que le imputemos, según nuestro criterio.

Resulta fácil aceptar a otra persona con todo lo bueno que nos gusta de ella, con aquello que admiramos de su carácter, de su forma de pensar o de actuar, con lo que nos llama la atención, con aquello que ha hecho que ella nos parezca especial… Sin embargo, junto a todo esto, también deberemos aceptar que no hace algunas cosas como nosotros las haríamos, que algunos de sus gustos son bastante diferentes a los nuestros, que preferiríamos que no tuviera ciertas costumbres que vamos descubriendo con el transcurrir del tiempo… Esta es la parte difícil de las relaciones.

El hecho de que aceptemos el conjunto de características de la otra persona, será lo que determine el desarrollo de esa relación. En caso afirmativo, existirá la posibilidad de compartir el futuro. De lo contrario, semejante relación estará condenada  a finalizar, en algún momento.

En mi opinión, la clave del éxito es muy sencilla. No hace falta volverse locos. Lo sabremos, a medida que vayamos recorriendo el camino y nos sintamos cómodos y felices al constatar que nuestro modo de pensar, nuestra manera de ser, nuestra conducta, nuestra libertad, en suma, es respetada. De igual forma que nosotros respetamos la del otro. Aunque, en ocasiones, nos suponga un pequeño sacrificio.





Imagen encontrada en Internet, modificada para el blog.




domingo, 4 de diciembre de 2016

Cuando sea viejita: una divertida lección sobre lo que no debemos permitir en la educación de los hijos



Inspirada en una historia que me encontré en Internet, de autor desconocido. Me pareció llamativa por su ingeniosa ironía.


CUANDO SEA VIEJITA

Cuando sea viejita, viviré una temporada larga en casa de cada uno de mis hijos... ¡Les daré tanta felicidad! ¡La misma que ellos me dieron!

Quiero devolverles todas las alegrías que me proporcionaron y agradecerles todo cuanto ellos hicieron. ¡Oh! ¡Estoy segura! ¡Estarán tan emocionados, al tenerme a su lado!

Pintaré las paredes con lápices de colores. Saltaré sobre las camas, sin quitarme los zapatos. Jugaré a las casitas con las mantas de las camas. Sacaré de la nevera la botella de la leche, beberé directamente de ella y la dejaré afuera, dejando la puerta del frigorífico abierta. Al salir del baño, a pesar de haber tirado de la cadena, habrá quedado atascado el inodoro por una pequeña montaña de papel higiénico.  

Cuando no me puedan ver, revisaré todos los armarios, revolveré los cajones, iré en busca de los pequeños tesoros ocultos y jugaré con las joyas guardadas en las mágicas cajitas. Me sentaré frente al espejo del tocador, me pondré unos pendientes, una pulsera en cada una de mis muñecas, un collar de perlas y me pintaré los labios con carmín, el más rojo que encuentre. Escogeré el vestido más bonito y me pondré un sombrero. ¡Lástima que los zapatos de tacón de aguja no puedan verse reflejados en el espejo!

Al tener que salir de la habitación, a toda prisa, no me dará tiempo a recoger las cosas, por lo que me ganaré una buena reprimenda. Sé que deberé poner cara de niña buena, pero, si persisten en la regañina, tendré que hacerme la ofendida.

Cuando esté el almuerzo preparado y me llamen a la mesa, me haré la sorda y no acudiré, hasta que se pongan nerviosos. Sin ninguna duda, dejaré la verdura en el plato y diré que no me gusta la carne. Sé que me obligarán a comérmela, por lo que formaré una bola tan grande, que será necesario echar mano al vaso con agua para evitar atragantarme. Me dirán que no se bebe teniendo la boca llena. Entonces, masticaré muy despacio, para que se enojen. Cuando esto suceda, lloraré hasta lograr que se desesperen. ¡Je! ¡Je! ¡Je! ¡Me gustará ver la cara que ponen!

Me sentaré frente a la televisión, subiré el volumen del sonido y cambiaré de canal cuando me dé la gana; sobre todo, cuando el programa que estén viendo les interese. Al recibir su reproche, cruzaré mis ojos para hacer ver que me quedo bizca y me iré, sin apagar la tele.

Después de dar las buenas noches, me pondré el pijama y dejaré sembrado el suelo de mi habitación con la ropa que me vaya quitando. Con toda seguridad, el tubo del dentífrico habrá quedado abierto, el tapón del mismo y el cepillo de dientes, olvidados sobre la repisa del  lavabo.

Antes de acostarme, mantendré una larga conversación telefónica con cada una de mis dos mejores amigas, contándoles lo bien que me lo paso haciendo rabiar a mis hijos, quienes, por mucho que yo lo intente, no parecen recordar la guerra que me dieron, cuando eran pequeños.

Luego, procuraré dormirme. Transcurrido un rato, después de que mis hijos hayan constatado que ha quedado libre la línea telefónica, llamarán, con los nudillos de su mano, a la puerta de mi cuarto. Al no recibir contestación, asomarán su cabeza y comprobarán que la lámpara de mi mesita de noche está encendida. Entrarán de puntillas a mi habitación, me mirarán con una tierna sonrisa, apagarán la luz y suspirarán: "¡Es tan tierna, cuando está dormida!"


Comentario:

Soy partidaria de otorgar amplia autonomía a los hijos para que puedan jugar y disfrutar, utilizando su creatividad e imaginación. Por supuesto, dentro de unos límites razonables, siendo cautos en sus juegos y haciendo que cuiden de sus juguetes y de los objetos de la casa; inculcándoles la responsabilidad de recoger el desorden que hayan armado, antes de dedicarse a otra actividad.

Es preciso tener en cuenta que los niños sienten gran inquietud y curiosidad por saber, razón por la cual debemos educarles desde la comprensión y el ejemplo, ayudándoles a canalizar sus energías. No me parece recomendable ir, siempre, con el NO por delante, restringiendo su libertad, a cada paso que den. Tampoco, permitirles hacer todo lo que a ellos se les ocurra, sin darles ningún tipo de orientación o sin establecer límite alguno. Los dos extremos son igualmente dañinos.





Imagen en color:



Imagen: Cuando sea viejita



lunes, 28 de noviembre de 2016

Una historia que se sigue repitiendo: la violencia contra la mujer



La Historia que llega a nuestras manos, casi nunca es imparcial. Ni en su relato, ni en su construcción. Suele recibir la influencia de los valores predominantes en los tiempos que ocurrieron los hechos, así como la del momento en que se escribe sobre los mismos. Difícilmente, hace abstracción de la forma de pensar de quien los narra, ya sea escritor, periodista, filósofo o historiador.

En su libro, “Mi marido me pega lo normal”, Miguel Lorente Acosta nos va llevando por un recorrido histórico que nos muestra cómo se fueron instaurando, a través del tiempo, las ideas y creencias que llevan a propiciar y a justificar la violencia contra la mujer. El autor, médico forense, nos hace un relato que, si no supiéramos que proviene de un hombre, algunos podrían pensar que ha sido escrito por mujeres, desde el feminismo.

Lorente nos señala que es difícil hablar de una Historia imparcial. Quienes reflejan “lo que ha sucedido”, recogen y destacan determinados hechos, mientras que ignoran, silencian u ocultan otros, interpretando todo ello en un determinado sentido. Las normas, los valores y los elementos socioculturales predominantes en una determinada sociedad actúan sobre el historiador para que fije su atención en ciertos hechos y para que su interpretación se haga sobre unos supuestos y no sobre otros.

El papel de la mujer ha sido ignorado o infravalorado, al tiempo que la autoridad del hombre y la agresión a la mujer han sido aceptadas como si fueran algo normal. Se ha hablado muy poco de esa violencia o, de hacerse, se ha interpretado y justificado desde la perspectiva del hombre.

La agresión a la mujer ha estado presente desde el inicio de la sociedad patriarcal como forma de sumisión de la mujer.

La agresión a la mujer no es un hecho que ha aparecido recientemente, ni se trata de sucesos aislados. Al igual que ahora, a través de los siglos, ha sido justificada, ocultada y considerada como algo que formaba parte de la “normalidad”.

Aunque, es conocido, por la antropología, que muchas de las sociedades de la antigüedad daban un papel muy importante a la mujer, a la maternidad, relacionándolo con las divinidades a las que se adoraba, también es cierto que eso fue perdiendo relevancia con el tiempo.

Lorente se refiere al momento en el que hubo una modificacación en la forma cómo se veían las deidades griegas. Concretamente, se sustituyeron las diosas únicas por varios dioses. Las diosas fueron transformadas, en el sentido de sustituir las cualidades que daban poder a su imagen, por cualidades que las hacían aptas para su sumisión. De ser una diosa guerrera, portadora de justicia y saber, pasa a ser maternal, sumisa y dependiente.

La Edad Media parece estar asociada a una idea romántica y novelesca, en las que las relaciones entre hombres y mujeres parecían venir marcadas por modelos de caballeros y princesas, apuestos y valiosos vasallos, dulces y sumisas doncellas. Esto ya traía consigo la idea de una gran diferencia entre los dos sexos, mostrando a la mujer como desvalida y necesitada de la protección del hombre. Pero, la realidad era mucho más dura para la mujer. En muchas ocasiones se le trataba más como una mercancía, que como una persona. El matrimonio suponía una transacción comercial, en la que había una transmisión de la mujer a otra familia, con una serie de productos que se intercambiaban, como ocurría con las arras y la dote.

El hombre adquiría la condición de amo y señor amparado en el principio de fragilitas sexus, que se refería a lo que consideraban la fragilidad propia de la mujer, que abarcaba tanto a lo físico, como a lo psíquico y lo moral. La autoridad del marido era tal que podía llegar a asesinar a su esposa en determinadas circunstancias; como por ejemplo, si consideraba que había habido adulterio. Esta posibilidad, en lugar de limitarse, se amplió, otorgando al padre o hermanos de la mujer el derecho a matarla, resaltando así la consideración de la mujer más como un bien que como una persona.

Viendo todo esto, no nos rasguemos las vestiduras cuando leamos ciertas noticias de lo que todavía sucede en algunos países, debido al trato tan diferenciado hacia la mujer, perpetrado por el marido, el padre, los hermanos, las madres y la sociedad en general, con el “silencio” cómplice del resto del mundo.

Las religiones también han contribuido a acentuar esas diferencias, a favor del papel del hombre como “dueño” de la mujer y a ésta como subordinada a sus deseos y a sus arbitrariedades.

Se favorecía la agresión hacia la mujer, por la concepción tan desigual entre los dos sexos y porque se justificaba la agresión del hombre como respuesta a la conducta de la misma. El autor nos pone como ejemplo las Leyes de Cuenca, en las que se recogía que una “mujer desvergonzada” podía ser golpeada, violada e incluso asesinada. Preguntémonos quién decidía si una mujer era merecedora de esos castigos. Un grupo de hombres concluía que ella era responsable de su propia agresión.

¿Les suena familiar ese discurso? Desgraciadamente, sigue estando vigente en muchas mentalidades, tanto masculinas como femeninas, lo que a mi parecer es todavía más abominable. No sólo son las ideas que sostiene la gente común sino que, para desgracia de muchas mujeres, están presentes en abogados, fiscales y jueces, dando como resultado algunas sentencias vergonzosas.

Se han conocido documentos de hace siglos, en los que se narraban casos en los que se llegó a juzgar al marido que mataba a su esposa. Se justificaba el crimen y se le quitaba la responsabilidad con fórmulas como “movido por el justo dolor y sentimiento de honra”, “con la vergüenza y el dolor que sentía” y otros similares.

También, había quienes decían que permanecer en las calles, a ciertas horas, era peligroso para una mujer, “sola o con hijo, fuera guapa o fea, vieja o joven, débil o fuerte”. Comparándolo con la situación actual vemos que tiene mucho que ver con comentarios como “éstas no son horas para que una mujer ande sola por ahí” o “éste no es sitio para una mujer”. Vemos que las “limitaciones” siguen existiendo y que si se transgreden la mujer corre un riesgo, que debe asumir y que, por tanto, la hace en parte responsable de lo que pueda sucederle.

La mujer casada tampoco gozaba de una situación mucho más favorable. El marido no consideraba a la mujer en una situación de igualdad. Se consideraba que la mujer estaba destinada sólo para el matrimonio y con una serie de funciones que quedaban limitadas a él, como la de criar a los hijos -probablemente bajo la supervisión del marido en cuanto a la transmisión de valores y de pautas de comportamiento-, encargarse de todo lo referente al hogar y la de buscar la “comodidad del marido”.

Parecía que la sociedad evolucionaba sólo en determinados sentidos, ya que en otros, como la consideración de la mujer y sus consecuencias en forma de agresión, continuaban igual: los sucesos que ocurrían y la respuesta de la sociedad se podían trasladar, en el tiempo, varios cientos de años y no habría forma de distinguir si se estaba en un periodo histórico o en otro.

Al comienzo de la Edad Moderna se encontraban situaciones similares, pero las justificaciones eran nuevas. Parecía que el interés social iba más hacia la búsqueda de explicaciones a los hechos que hacia una auténtica aclaración de lo ocurrido. Así, cuando, “como consecuencia de una violación, la mujer quedaba embarazada, se decía que demostraba el consentimiento de la mujer, puesto que se razonaba que la concepción sólo podía producirse con el orgasmo. De este modo, la mujer embarazada era condenada por la violación que había sufrido”. Explicación, fruto de la ignorancia, pero que podía ser efectiva para seguir mostrando a la mujer como la culpable de lo que le sucedía.

A pesar de esta situación general, en este periodo histórico fue cuando se produjo un cambio significativo en el papel de la mujer. A principios del siglo XVI, comenzaron a producirse una serie de movimientos aislados que permitieron a la mujer recibir una información académica, aunque era “una educación apropiada para mujeres”. Educación que continuó por ese camino, hasta hace pocas décadas.

Todo hacía que la mujer viera, o le hicieran ver, que su función principal era la de casarse, tener hijos, ocuparse de su cuidado y de las tareas de la casa.

Un ejemplo de cómo las ideas dominantes en esa época seguían influyendo en la mentalidad de muchos, lo encontramos en las palabras de Rousseau, en el siglo de la Ilustración, afirmando que “la mujer está hecha para obedecer al hombre, la mujer debe aprender a sufrir injusticias y a aguantar tiranías de un esposo cruel sin protestar… la docilidad por parte de una esposa hará a menudo que el esposo no sea tan bruto y entre en razón”. ¡Es difícil transcribir esas palabras sin que me hierva la sangre!

Continuando este recorrido histórico, llegamos al siglo XIX. En la Edad Contemporánea, la mujer seguía centrándose en la familia, adoptando un papel de clara sumisión al hombre. Estas circunstancias hacían que no se pudiese considerar su vida al margen de la familia; en especial, si no estaba en condiciones de contraer matrimonio. Si no se casaba, se convertía en una mujer solitaria, jurídica y civilmente incapacitada para realizar cualquier actividad pública, y se encontraba socialmente marginada.

En la mayoría de los países se mantenía la tutela permanente de la mujer. La tutela la tenía el padre primero y el marido después. Ella era considerada como si fuera una menor de edad, amparándose en el concepto de la fragilidad del sexo femenino. Cuando la mujer se casaba, según la Common Law inglesa, perdía su individualidad, la cual era absorbida por la del marido. En Francia, el artículo 213 del Código Civil, que fue referencia para la mayoría de las legislaciones europeas, establece: “El marido debe protección a la mujer y la mujer debe obediencia a su marido”, lo cual sirvió de base para que Bonaparte exigiera que en el momento de contraer matrimonio se hiciera una lectura pública de este texto, argumentando que “en un siglo en el que las mujeres olvidan el sentimiento de inferioridad, se les recuerde con franqueza la sumisión que deben al hombre que se convertirá en el árbitro de su destino”.

A la “condición inferior” de la mujer se le agregaba “la protección” y el arbitraje ejercido por el hombre, que se convertía en juez y parte de muchas de las situaciones en las que la mujer sufría una agresión, incluso dentro de la familia. El propio marido tenía la obligación y el “noble deber” de vigilar la conducta de su esposa, por lo que se le permitía “aunar con moderación la fuerza de la autoridad para hacerse respetar”, otorgándole una especie de patente de corso, puesto que se decía que no se pueden condenar “los actos de castigo o vivacidad marital… La autoridad que la naturaleza y la ley le otorgan al marido tienen como finalidad dirigir la conducta de la mujer”. Ella era considerada como incapaz de hacerlo por sí misma, y si lo hacía, era en contra de los intereses del marido.

Bajo estos argumentos, el “deber conyugal” autorizaba al marido a hacer uso de la violencia, de acuerdo a los límites trazados por la naturaleza, por las costumbres y por las leyes, siempre que se tratara de actos realizados por la mujer en contra de los fines del matrimonio. Esta situación dejaba toda la libertad al marido para que interpretara, en un sentido o en otro, lo que él consideraba que afectaba al matrimonio. En estas circunstancias, no podía hablarse de violencia cuando el marido utilizaba la fuerza física contra la mujer, ni siquiera cuando la obligaba a mantener relaciones sexuales utilizando la violencia, aunque en este caso se decía “siempre y cuando que ésta no fuera grave”. Todos sabemos que no existía límite alguno y, como era dentro de las paredes del hogar, el hombre campaba a sus anchas.

La situación no era muy distinta cuando la agresión a la mujer se producía fuera del hogar conyugal, incluso en los casos más graves en los que la agresión era una violación. La agresión, como ocurría en España hasta 1989, no era considerada como un ataque a la mujer, sino que lo era contra las costumbres o el honor, y se pensaba más en las repercusiones que el hecho podía tener sobre la familia que sobre ella. La mujer tenía que enfrentarse al delito y al hecho de ser considerada como responsable del mismo, aunque el agresor fuese condenado, hecho que ocurría en pocas ocasiones.

Lo anterior, tenía como resultado que apenas se pusieran denuncias de agresiones sexuales. Cuando se interponían, solía hacerlo el padre, buscando más una solución a la situación creada que una actuación en justicia. Los tribunales con frecuencia determinaban que agresor y víctima contrajeran matrimonio, o que el agresor compensara a la víctima y a la familia con una cantidad de dinero con el fin de favorecer el matrimonio de la mujer agredida al aportarlo como dote, ya que su situación se hacía difícil en el “mercado” del matrimonio de una sociedad estructurada alrededor de los valores patriarcales.

De este modo, llegamos al siglo XX y a la situación actual, en el siglo XXI. La sociedad ha cambiado más en la forma que en el fondo. No lo ha hecho de manera espontánea, sino obligada por los importantes movimientos sociales que han surgido en defensa de los derechos de la mujer y de la igualdad entre hombres y mujeres. En este sentido, el movimiento histórico más importante ha sido el feminismo, que buscaba una emancipación real de la mujer, pasando a reclamar todos los derechos civiles y políticos, puesto que la mujer posee una personalidad independiente, forma parte de la sociedad y, por tanto, tiene sus deberes y sus derechos que debe hacer valer e incrementar.

La respuesta social, como era de esperar, fue totalmente contraria, y, aunque desde algunos foros intelectuales se defendió y secundó, hubo un rechazo de las teorías y de las personas como causantes de una desestructuración del orden social. Los esfuerzos se fueron concentrando en determinados objetivos concretos; uno de los primeros fue la reclamación del derecho al voto. A partir de ahí, ha sido un arduo camino, en el que se han ganado unas cuantas batallas.

No podemos decir que esos cambios hayan profundizado en la estructura de nuestra sociedad. Están en la superficie y son visibles en las formas, pero en el fondo aún predomina el concepto androcéntrico de sociedad en el que los valores y principios a defender pasan por una superioridad del hombre y por un sometimiento y control de la mujer. Aunque parece que la mujer tiene mayor poder y libertad que antes, en algunos ámbitos sigue existiendo esa idea de la primacía del hombre sobre la mujer y de la subordinación de ésta. Inexplicablemente, estamos viviendo una especie de retroceso, en las juventudes actuales, en las que los chicos desean ejercer un gran control sobre sus parejas y ellas lo permiten.

Sólo en estas circunstancias podemos entender el maltrato, la agresión sexual, el acoso laboral; todo ello por el hecho de ser mujer y porque históricamente se han adjudicado a las mujeres ciertos roles ante los que predominan los del hombre. Es la única forma de poder entender que la respuesta social ante estas agresiones todavía sea la de justificar al agresor, minimizar los hechos o responsabilizar a la mujer, al igual que ocurría siglos atrás.


Después de este recorrido histórico y viendo la situación actual, sólo nos queda decir que no es que la Historia se repita, es que en ocasiones, simplemente, no cambia.



Bibliografía:

LORENTE ACOSTA, Miguel. “Mi marido me pega lo normal”, Ares y Mares, una marca de Editorial Crítica, S.L., Barcelona.



Imagen de 123R, encontrada en Internet. Modificada para el blog.



lunes, 21 de noviembre de 2016

Carta a los psicólogos del mundo



Estimada doctora:

En el pasado, a raíz de la lectura de alguna de sus publicaciones, he tenido la tentación de escribirle; pero, ignoro cuál habrá sido la razón por la que no me decidiera a hacerlo. Tampoco, creo que pueda servir de pretexto la feliz circunstancia de que, en el día de ayer, se celebrara el “Día del Psicólogo”. Pienso, más bien, que es como consecuencia del desaliento y la profunda tristeza que se han apoderado de mí, de las cuales me declaro incapaz de liberarme.

He llegado a pensar que no tienen solución los males que causan mi infelicidad, y la de cientos de miles de personas como yo, a pesar de la ayuda que pudieran prestarnos los psicólogos del mundo entero. Porque, es totalmente utópico, pensar en terapia o tratamiento alguno  ya que, en mi opinión, no somos los pacientes quienes podamos poner fin a este estado de cosas. Me consta que, tampoco, les incumbe a los psicólogos; si bien, he pensado que podríamos recibir, de ellos, algunas recomendaciones. Esta es la petición que me tomo la libertad de hacerle llegar, como representante que es usted de todos cuantos compañeros de carrera tienen la noble misión de intentar sanar el alma de las personas.

Resulta paradójico constatar cómo el espectacular desarrollo de las nuevas tecnologías está repercutiendo en un dramático alejamiento de los problemas que afectan a la humanidad,  por parte de quienes se benefician de las mismas. Hace no tantos años, hubiera resultado imposible pensar en la facilidad de comunicación a la que hemos llegado. Tenemos a nuestra disposición, en tiempo real, el conocimiento de lo que está sucediendo, allá donde ocurra, no importa donde sea. Por medio de Internet, nos comunicamos con quienes queremos. En cualquier momento del día, o de la noche, podemos acceder a las redes sociales.

Cada vez, somos más proclives a disfrutar de lo lúdico, del deporte, de la música, de lo trivial e insustancial. Por el contrario, cada semana que pasa, somos más inmunes a los problemas, a las dificultades, a las desgracias que nuestros semejantes se ven obligados a soportar, en cualquier parte del mundo. Una coraza de insensibilidad nos separa de millones de personas humanas que pasan hambre, que viven en la miseria, que tienen que huir de las enfermedades, o de la muerte, causadas por las guerras que existen y que nos han dejado de interesar por considerarlas lejanas, aun cuando, los medios nos las aproximen, de manera repetitiva, todos los días.

En tiempos de grandes dificultades causadas por la guerra o la depresión económica, los ciudadanos de un gran número de países se vieron obligados a emigrar, en busca de subsistencia. Los españoles, no fuimos una excepción sino, al contrario, un buen ejemplo de ello. Hoy, parece que hayamos perdido la memoria y me avergüenza ver lo ingratamente que correspondemos a emigrantes de otros pueblos que, en su día, nos cobijaron y nos protegieron. Destierro el pensamiento de que, unos cuantos, puedan despreciar al ser humano por su raza o por el color de su piel. Por lo mucho que me duele, quiero evitar hacer cualquier alusión a aquellos hombres que, en pleno siglo veintiuno, se siguen considerando superiores a la mujer. Me parece vergonzoso que, quienes maltraten a sus parejas, puedan circular por la calle.

Tan sólo a unos pocos interesa el estudio de las artes, de la historia, de las religiones, de la filosofía, del conjunto de disciplinas, en suma, que giran en torno al ser humano. Con la anuencia de los gobiernos, prescindimos de todos aquellos valores que constituyen el patrimonio de una sociedad. Interesa perseguir aquello que nos de rendimiento económico inmediato, sin tener en cuenta que, a la larga, los pilares que sustentan la proyección profesional del individuo, no pueden prescindir de la moral, ni de la ética. Caminamos peligrosamente hacia una sociedad cada vez más técnica pero mucho más débil, a la hora de afrontar las dificultades que se le presenten.

Me entristecen muchas cosas más, doctora. Le podría hablar de la desazón que me causa el, cada vez mayor, desequilibrio entre la riqueza y la pobreza, causado por el implacable predominio de los poderes económicos. Le hablaría de la corrupción, de la justicia, de la manera cómo actúan los partidos políticos… Desgraciadamente, la lista de cosas que me producen un profundo desasosiego es muy larga; pero, renuncio a hablar de política, en esta ocasión.

Le pediría, únicamente, unas cuantas recomendaciones que fueran de aplicación para nuestros hijos. Para que, al tiempo que están preparados para afrontar los retos de la ciencia, lo estén, igualmente, para la defensa de los valores que hacen que un pueblo sea justo y solidario.

Le doy las gracias por su atención.



Nota: Serían de agradecer sus sugerencias para poder atender tan atípica petición de quien escribe la carta.