Desde
nuestra más tierna infancia, somos objeto preferente de aprendizaje. Tanto por
lo que se nos enseña de un modo explícito, como por lo que nos aportan
involuntariamente, con su comportamiento, las personas que se van cruzando en
nuestro camino, a lo largo de nuestras vidas.
Es
posible que no reparemos en la influencia que, en mayor o menor grado, pueda
tener aquello que asimilamos mediante el ejemplo. Pero, muchas lecciones se van
recibiendo de manera informal, sin ser conscientes de ellas y sin reflexionar
sobre el beneficio o los inconvenientes que nos aportan.
Con
demasiada frecuencia las palabras que nos dirigen nuestros familiares, amigos y
conocidos, no se corresponden con su posterior comportamiento. Lo cual, nos
produce desorientación y, por qué no confesarlo, puede llegar a sembrar dudas sobre el concepto que nos habíamos formado de
ellos.
En
tales casos, se dará la paradoja de que, a pesar de pretender transmitirnos
determinados valores, el mensaje que nosotros extraeremos será el que vaya en
consonancia con sus acciones; porque, éstas, tienen mucha más fuerza que
cualesquiera sean las palabras que nos hayan dirigido. El refrán popular lo
dice: “obras son amores y no buenas razones”. Por mucha atención que prestemos
a las palabras, son los hechos de los demás los que nos sirven de ejemplo
inspirador de nuestra conducta.
Podríamos
creer que ciertas formas de actuar son adecuadas, porque las percibimos en
muchas personas y porque también son transmitidas a través de los cuentos, las
canciones, los libros o los medios de comunicación. Nos encontramos expuestos a
ellas de forma repetitiva y, si pensamos que otros individuos obtienen
beneficios, tendremos una mayor inclinación a asumirlas como propias. Pero,
conviene saber que habrá unos “inputs” que nosotros iremos asumiendo, casi sin
darnos cuenta, relativos al trabajo, al dinero, a la forma de lograr lo que se
desea y cómo relacionarnos con otros seres para conseguirlo. Por todo cuanto
antecede, es fundamental que pongamos nuestro propio filtro a cuantas
actuaciones puedan resultarnos dañinas.
Consideramos
que los comportamientos que son habituales en nosotros, en nuestros familiares
o en el medio en que vivimos, son los apropiados para relacionarnos con nuestra
pareja, con la familia, con los hijos, con los amigos, con los compañeros o con
el resto de las personas. Aunque, quisiera lanzar un mensaje de atención porque
podría ocurrir que, en ocasiones,
llegásemos a considerar apropiado actuar con agresividad. O, creer que lo más indicado es la pasividad y la resignación ante los
atropellos y agravios de otros.
Llegados
a este punto, desearía hacer una aclaración. Que algo sea normal, no significa que sea bueno o malo, adecuado o inadecuado,
justo o injusto; sólo nos dice que es
aceptado y defendido por un gran número de personas, sin cuestionarlo.
Procede
tener mucho cuidado con las formas que utilizamos para comunicarnos. Darle importancia
a los estilos educativos, al respeto hacia lo que piensa el otro, evitando por
todos los medios la imposición de nuestras propias ideas.
Resulta
fundamental encontrar un equilibrio entre lo que sería un abuso de poder o, en
el polo opuesto, el abandono del uso de la autoridad; entre la pretensión de
una obediencia ciega o permitir que cada uno haga lo que quiera.
Procurar
no ser cicateros en llevar a cabo aquellos gestos que demuestran tener en
cuenta lo que los demás piensan y sienten, prescindiendo de actuaciones y
comentarios que se hacen sin prestar atención a cómo puedan lesionar a sus
destinatarios.
Habrá
que tener bien claro que cada sujeto es quien decide cómo va a comportarse con
los demás y qué tipo de persona quiere ser. Sin importar la cantidad de individuos que puedan haber contribuido a
que sea como es, la responsabilidad sobre su vida es suya, no de otros. Cada
cual, habrá de escoger el perfil de las personas de las que quiera rodearse y deberá
establecer unos límites en sus relaciones, definiendo cuáles conductas son
aceptables y aquellas que no está dispuesto a permitir.
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