En mi
anterior escrito, señalaba que existen ciertos modos de proceder que se
adquieren al constatar cómo actúan otras personas. Su forma de ser y de obrar
se convierte en el modelo a imitar, aunque los educadores se esfuercen por
inculcarnos unas lecciones que van por caminos diferentes.
Los
padres y los educadores procuran enseñar a los niños cómo portarse y lo que no
deben hacer. El problema surge cuando su forma de vivir y de resolver los
problemas se contradice con lo que ellos pretenden enseñar.
Porque,
el padre que miente en presencia de su hijo, queda invalidado para decirle a su
retoño que “siempre, se debe decir la verdad”. Vociferar “¡No grites!” no es el
mejor ejemplo para establecer un diálogo que se pretende sea sosegado. Dar una
colleja a un niño por no haberse aprendido la lección inhabilita al maestro
cuando proclama que “¡no se debe pegar a los niños!”. Qué mayor incoherencia
pronunciar “¡no debes hablar mal de tus amigos!”, mientras se escuchan en casa
comentarios descalificadores hacia los vecinos o algunos familiares. Emitir,
sin base alguna, un juicio lesivo para la honorabilidad de una persona destruye
por completo el valor de la reflexión siguiente: “¡Piensa en el daño que puedes
hacer a los demás!”
Cuando
veamos, en los niños, conductas que nos desagraden, que no estén de acuerdo con
lo que nosotros pretendíamos enseñarles, cabrá averiguar qué es lo que esté
fallando, cuál es el ejemplo que estén recibiendo. ¿Existe falta de coherencia
entre nuestra forma de actuar y lo que hubiésemos deseado que aprendieran? ¿Qué
patrones están siguiendo?
Por
otro lado, habrá que ver qué les esté pasando a esos niños o jóvenes. Acaso,
estén teniendo problemas con sus amigos, con sus profesores, con cualesquiera
otras personas; quizás, incluso, con nosotros mismos. Pudiéramos estar
presionándoles demasiado por sus estudios o por algún otro asunto.
Preguntémonos si les estamos dedicando el tiempo y la atención que necesitan,
si tenemos una comunicación suficientemente buena con ellos, de manera que
puedan hablarnos de lo que les sucede o de lo que les preocupa. ¿Les estamos
ayudando a gestionar adecuadamente sus emociones y sus frustraciones?
Ciertas
conductas se adquieren en la familia, siendo transmitidas de generación en
generación. Otras, se aprenden de distintas personas; por los medios de comunicación, por las redes
sociales, por el ambiente en el que se mueven y, sobre todo, por las propias
experiencias vividas. Algunas, incluso, son adoptadas por suponer un ejemplo de
disconformidad con las propuestas que se reciben desde diferentes ámbitos.
Hablamos
de toda clase de comportamientos y de formas de ser. Personas que son honestas
e íntegras en su manera de actuar, que su trayectoria es coherente con los valores
y principios que defienden. Seres que admiramos por su integridad y por el
magnífico y cálido trato que dan a quienes se cruzan en su camino.
Otras,
serán más propensas a priorizar sus intereses y ocupaciones, sin tener
realmente en cuenta las necesidades que puedan tener los demás. En ciertos momentos
podría parecer que son cercanas y comprensivas, aunque pudiera tratarse de algo
temporal o de un barniz de humanidad del cual echar mano para la consecución de
sus objetivos.
Podríamos
encontrarnos con individuos que se ocupen muy poco de sí mismos, que estén demasiado
pendientes de los demás y antepongan el bienestar de los otros, al suyo propio.
Podrían pasar por ser personas generosas y amorosas. Aunque, en el fondo, su
conducta no es auténtica, oculta una baja autoestima, la creencia de no merecer
lo que otros puedan ofrecerles y la necesidad de ir adaptándose a la forma de
ser de los demás para sentir que son aceptados por ellos.
Entre
las conductas que se adquieren, encontramos algunas formas de violencia, de agresividad y de maltrato, que son
consideradas como parte de la convivencia entre las personas.
Ciertos
modos de hablar, de actuar, de educar y de relacionarse, los cuales forman
parte del día a día de muchos individuos, son tan habituales, que llegan a ser
considerados como adecuados. Se ignoran o se pretende minimizar sus efectos
adversos, en cuanto a que dificulten o que impidan las buenas relaciones y
produzcan malestar en los receptores. Son las llamadas violencias invisibles, que pasan desapercibidas para gran parte de
la sociedad. Me referiré a ellas en otro escrito, pues son la antesala de
formas más graves de agresividad.
El
hecho de que encontremos modelos que hagan uso de ciertas conductas agresivas,
o que sean francamente violentos, no es una razón suficiente para que nosotros
adoptemos ese tipo de actitudes y comportamientos que hacen daño a los demás y
que, a largo plazo, también nos harán daño a nosotros mismos, impidiendo el
mantenimiento de unas buenas relaciones y dificultando nuestro rol como pareja
o como padres.
Algunas
personas creen que los valores vividos en su familia son inalterables e
incuestionables, que deben seguir el ejemplo recibido en su casa, pues es la
forma correcta de actuar. Esto es muy peligroso, porque no permite la libertad
de decidir sobre la vida de uno mismo. Presenta fallos, pues cada cual es quien
debe decidir cómo querrá ser, qué conductas decidirá adoptar y cuáles deberá
modificar.
Cuando
se recurre a la educación que nos fue transmitida en el seno de la familia, a
los valores y formas de educar que tenían, sería conveniente analizar cuáles
eran sus fortalezas, los elementos que
nos fueron trasladados y que nosotros deseamos que sigan formando parte de
nuestra vida. También, sería prudente identificar sus flaquezas, lo que en su día nos pudo molestar y doler, aquello con
lo que no estábamos de acuerdo y que, por tanto, deseamos evitar reproducir,
actuando de otra forma. Después de ese análisis, convendría profundizar en
nuestra propia forma de ser y de comportarnos, preguntándonos qué nos ha
llevado a actuar de la manera como lo hacemos, de quiénes aprendimos ese tipo
de conductas o si las adoptamos como una forma de protesta ante el
comportamiento de ciertas personas.
Con
excesiva frecuencia, me ha impresionado constatar cómo personas que fueron
ignoradas, humilladas o agredidas por familiares o amigos, parecen quitar
importancia a lo sucedido; cuando no, olvidarlo del todo. En cambio, son
capaces de aplicar aquellas conductas con las personas cercanas. Así mismo, hay
quienes toman el camino de la no violencia pero, tristemente, aceptan con
pasividad que otros actúen de forma violenta. Ni unos ni otros parecen haber
aprendido de la experiencia, por lo que contribuyen a que se sigan perpetuando
las actuaciones agresivas de algunos individuos sobre otros seres que no se
merecen ese trato.
Por muy dolorosas que hubieran podido
ser los problemas y frustraciones que tuvimos que afrontar, es conveniente
asumir definitivamente aquel sufrimiento pasado para no reproducirlo en
nuestras relaciones. Tan sólo así, encontraremos una forma de comportarnos
suficientemente gratificante para los demás y para nosotros mismos.
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