Algunas
personas están convencidas de que es poco, o nada, lo que ellas pueden hacer
para solucionar la mayoría de los problemas que se les presentan. Creen que no
son responsables de lo que les sucede y que dependen de otras personas para
solucionar cualquier inconveniente.
No
han aprendido a ser dueñas de sí mismas, buscando en su interior los recursos
que sean necesarios para afrontar las dificultades. Piensan que ellas no pueden
cambiar lo que les ocurre, que el cambio tendría que venir del exterior.
Consideran
que no tienen la capacidad suficiente para llevar a cabo lo que sea necesario
para lograr modificar aquello que les desagrada. Tampoco, se atreven a decir, a
quien proceda, lo que les disgusta de su forma de actuar.
Creen
que, por el hecho de expresar lo que sienten y lo que les está ocurriendo, no
van a conseguir que sus problemas mejoren. Llegan a pensar, incluso, que la
situación puede agravarse porque ellos no tienen la capacidad para actuar de
otra forma, ante los problemas que se les plantean.
No
entienden cómo es posible que otras personas no se hayan dado cuenta de que hay
algo que les preocupa, de que no se sienten bien, de que están teniendo
problemas.
Es
indudable que, desde niños, han aprendido a ser así. A ser pasivos, aceptando
lo que les ocurre; en lugar de ser activos, actuando para minimizar los riesgos
y, en todo caso, solucionar los problemas que se les presenten. Se conforman
con lo que reciben de su entorno, aceptando lo que les ocurre, sin presentar
ningún tipo de resistencia.
Les
han enseñado que deben obedecer a los padres y a otras figuras de autoridad. Los
niños creen que esas personas saben por qué dicen lo que exponen y empiezan a
desconfiar de su propio razonamiento. Llegan a considerar, erróneamente, que el
criterio de los demás es más acertado que el suyo. Empiezan a aceptar lo que
les ocurre como si fuera irremediable y como si ellos no pudiesen hacer nada
para evitarlo.
Quienes
están a su alrededor no se dan cuenta de cómo les afecta a esos niños su forma
de actuar o de responder ante sus necesidades. Si no se encuentran
adecuadamente atendidos, protegidos y comprendidos por quienes deberían
quererlos y cuidarlos, aprenden a no expresar sus dudas, sus miedos, sus
dificultades. Piensan que deben aceptar resignadamente lo que les pase, que la
vida es así y que ellos no pueden hacer nada para cambiarlo.
Paradójicamente,
esto puede suceder con padres muy
estrictos, cuyo mensaje es que en casa son ellos los que deciden lo que hay
que hacer y que son los que saben lo que es mejor para todos; con padres ausentes, que no se enteran de
lo que les sucede a sus hijos, que no se dan cuenta cuando están preocupados o
asustados, o con aquellos que sobreprotegen
a sus hijos, solucionándoles los problemas, no permitiéndoles correr los
riesgos propios de su edad, por lo que no estarán preparados para afrontar sus
propias dificultades personales o sociales.
Estos
niños no ven lo positivo que hay en ellos y creen que los demás deben estar en
lo cierto cuando dicen que no sirven para estudiar, para cantar, bailar, pintar
o hacer algún deporte. Que son torpes o que son tontos... No se conocen a sí
mismos y aceptan lo que dicen los demás, como si fuera verdadero.
No
saben que podrían aprender y desarrollar sus habilidades en aquellas
actividades que practiquen con cierta asiduidad. Que nadie nace sabiendo, por
lo que todos podemos aprender muchas cosas. Es posible no sobresalir en algunas
áreas, pero se puede tener un buen desempeño, si se le dedica suficiente tiempo
y voluntad. No saben que los logros dependen de sus propios esfuerzos y que se
aprende tanto de los aciertos como de los fracasos.
Considerar
que otras personas son las que deben guiar sus vidas, es un pensamiento que
queda instaurado de forma tan profunda que, ni los niños, ni algunos adultos,
son conscientes de las consecuencias que puedan acarrearles. Supone el mejor
caldo de cultivo para el desarrollo de problemas posteriores.
No
saben cómo responder ante ciertas conductas de otros niños, ni ante el acoso
escolar o bullying, a veces respaldado o disculpado por otros compañeros y por
parte, incluso, de algunos adultos.
Tendrán
dificultades en sus relaciones de pareja, por no confiar en sí mismos, por
tener una gran necesidad de afecto y por no establecer unos límites adecuados;
admitiendo, en cambio, ciertos planteamientos y comportamientos inaceptables.
Serán
proclives a aceptar contratos laborales injustos o condiciones negativas en sus
lugares de trabajo.
Rechazarán
algunas actividades por considerar que no están capacitados para realizarlas,
cuando ni siquiera lo han intentado.
Sería
recomendable que los padres y los educadores ayudaran a los niños a tomar
consciencia de su propio potencial para desarrollar su vida, de acuerdo a sus
propias necesidades y a lo que, para ellos, sea valioso. De esta forma, les
darían un empujón y les demostrarían que confían en su capacidad para resolver
sus propios problemas. También, para pedir ayuda cuando la puedan necesitar.
Llegará
el día en el que se den cuenta de que deben romper esas cadenas infantiles que
les impedían ser los responsables de sus propias vidas. Que nunca es tarde para
desprenderse del papel pasivo que adoptaron en tiempos pasados y comenzar a
recorrer su propio camino.
Muy acertada la descripción sobre la pasividad del niño y los daños colaterales que ello implica. Sufren en silencio y su autoestima está bajo mínimos. Perpetuar este estado, es fatal para el niño, ya que a la larga será un adulto infantil. ¡El artículo es genial!
ResponderEliminarNo importa en qué momento nos demos cuenta que pudimos actuar de forma pasiva ante lo que nos sucediera. Lo deseable es que si ello ocurre, cada umo se dé cuenta y empiece a tomar decisiones con respecto a su vida. Que vaya subsanando las situaciones creadas por esa pasividad y que tome las riendas de su vida. Si lo considera necesario, le será de utiliad el acudir a terapia, para adquirir ciertas herramientas y poder ver las situaciones desde otras perspectivas.
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