Hay un período de tiempo de mi infancia del que guardo muy mal recuerdo. En los
inicios del curso de Ingreso al Bachillerato, cuando ya había cumplido los diez
años, tuve que afrontar una serie de dificultades que a punto estuvieron de
arruinar mi autoestima.
Al
terminar las vacaciones del verano, mis padres me comunicaron su decisión de
cambiarme de colegio, alegando que igualmente se verían obligados a hacerlo al
año siguiente, pues la escuela a la que iba no estaba autorizada para la
enseñanza secundaria. Mis protestas, llantos y pataleos fueron inútiles, tan
sólo sirvieron para ganarme un castigo y aumentar mi desazón, al pensar que no
volvería a ver a mis compañeros de colegio, con algunos de los cuales había
llegado a establecer una gran amistad.
En
los primeros días del mes de septiembre, mi madre, que por ser austríaca no
dominaba ciertos aspectos de la idiosincrasia de los españoles y era muy
severa, me tomó de la mano y me llevó a una tienda en la que vendían ropa de
trabajo. Me compró un par de batas, a rayas azules y blancas, que llevaban dos
bolsillos en los lados y otro a la altura del corazón, sobre el cual debía ir
bordado mi nombre y apellido. Supe que era la prenda obligatoria que el colegio
de curas, en el que me habían matriculado, exigía que vistieran diariamente sus
alumnos, a modo de uniforme. De nada le sirvió a mi madre que yo opinara que la
talla elegida era exageradamente grande para mí y que le hiciera ver que faltaban
muy pocos centímetros para que el largo de la bata llegara a mis tobillos y las
mangas cubrieran los dedos de mis manos. Ella argumentó que era preciso tener
en cuenta la pesada ropa que yo llevaría durante los meses de invierno y que,
con toda seguridad, la prenda se encogería después de los primeros lavados. El
dependiente le dio la razón y, para hacerle la pelota, le prometió que se
encargaría personalmente de que pusieran mi nombre en los bolsillos.
De
regreso a casa, nos deteníamos frente al escaparate de cada zapatería que
encontrábamos a nuestro paso porque mi madre quería comprarme un par de
zapatos. Aburrida por no hallar los que fueran de su gusto y cansada de andar,
decidió parar un taxi y llevarme a la tienda de zapatos de la que era clienta
acreditada. Después de que la vendedora nos hubiese presentado diversos modelos
sin que ninguno de ellos le llamara la atención, a mi madre se le ocurrió echar
un vistazo a la sección de calzado femenino que ella conocía sobradamente. Al
momento, se enamoró de unos mocasines de piel, de color marrón, con suela de
crepé. La dueña de la tienda alabó el gusto de su clienta y pidió a la empleada
que fuera al almacén, en busca del par correspondiente a mi talla. Puso especial
énfasis en que me los probara y que diera unos pasos sobre la alfombra que en
la tienda había para tal propósito, frente a un gran espejo. Ante la pregunta
de mi madre, tuve que contestar que no me hacían daño al andar, después de lo
cual, ocurrió lo que yo me estaba temiendo, que fue manifestar su satisfacción
y proclamar que nos quedábamos con los zapatos. A continuación, se dirigió al
lugar donde se encontraba la caja, con la finalidad de pagar el importe de la
compra. Presa del pánico, con mis pies descalzos, recorrí la distancia que me
separaba de mi madre y me planté delante de ella para decirle que yo no me
podía poner los zapatos que había elegido. Sorprendida por lo que acababa de
escuchar, me pidió que le diera alguna razón. “¡Son zapatos de niña, mamá! Los
flecos de cuero que llevan incorporados sobre el empeine, a modo de adorno, así
lo indican claramente” -le manifesté, con voz de alarma- . Sin salir de su
asombro, mi madre dirigió su mirada a la dueña de la tienda y a la dependienta,
esperando oír su opinión. Pero, ambas, desviaron la vista al suelo y
permanecieron en silencio. En lugar de recabar su ayuda, cometí el error de
señalar que los flecos que tenían los zapatos sobre el empeine impedían jugar
al fútbol, evidencia categórica, en aquellos tiempos, de que eran zapatos para
niña. Imperturbable, mi madre mantuvo su decisión de compra y se limitó a
decirme que mejor sería que me olvidara de jugar al fútbol.
Días
después, cuando llegó la hora de ir a la escuela y comenzar el nuevo curso, mi
madre quiso acompañarme, a pesar de que el colegio de los curas estaba ubicado
a dos manzanas de nuestra casa. Decidió que debía ponerme la bata, los zapatos
nuevos y cargar en mi espalda la cartera que me había comprado para que pudiera
guardar en ella los libros que me entregaran. Llegamos al colegio muy temprano
y lo primero que hizo mi madre fue dirigirse a secretaría para confirmar que mi
inscripción en aquel centro educativo estuviese correctamente formalizada. A continuación, comprobó
personalmente que mi nombre apareciese en el listado de alumnos de Ingreso al
Bachillerato; después de lo cual, me indicó por donde debía acceder al patio
del colegio, me dio un beso y se despidió de mí.
Subí
hasta el cuarto piso por medio de unas amplias escaleras en forma de caracol,
con barandilla de hierro forjado y pasamanos de madera. Fui uno de los primeros
alumnos en llegar a un recinto al aire libre, de forma rectangular, totalmente
enlosado, rodeado de porches a los lados, menos por uno, que era una larga
pared sobre la cual habían colocado una red metálica, muy alta. Me di cuenta de
que la pared formaba parte de la fachada lateral del edificio y comprendí que la
red metálica cumplía con la función de evitar que las pelotas del frontón
fueran a parar a la calle. Pregunté a un niño por el campo de fútbol y me
contestó que era el mismo que el de balonmano, bastaba alargar unos metros más
el campo, desplazando la portería opuesta a la que estaba pegada a la pared. Me
dijo que jugaban al fútbol con pelotas de trapo forradas de cuero, en lugar de
utilizar el balón oficial de la Liga, cuya presencia en el interior del colegio
estaba prohibida. Confieso que no pude evitar sentir nostalgia de mis amigos y
de mi colegio anterior. Su campo de fútbol, sin ser de hierba, aunque sí de
tierra y tener las porterías reglamentarias, hubiese podido jurar que
triplicaba la superficie del patio que tenía delante de mis ojos.
Dicho
recinto, se fue llenando de alumnos que iban vestidos de calle y llevaban su
bata bajo el brazo, dentro de sus carteras o colgando del hombro. Formaban
corros y se saludaban entre ellos, contentos por encontrarse de nuevo. Se daban
fuertes apretones de mano, cuando no grandes abrazos. Los que llegábamos al colegio
por primera vez éramos fácilmente reconocibles por nuestra cara de despiste y
por nuestros movimientos, que revelaban gran inseguridad. Casi todos nos
agrupamos espontáneamente, a la espera de que pasaran lista y nos asignaran la
clase correspondiente, que era la de Ingreso. Debo reconocer que yo me sentía
muy incómodo porque era uno de los pocos que tenía la bata puesta y el único
que llevaba la cartera a la espalda. Intentaba protegerme de las risitas y las
miradas que los alumnos de mayor edad me lanzaban, intentando pasar
desapercibido en medio del grupo. Pero, en un momento dado, se me acercaron dos
chicos mayores que debían ser de quinto o sexto de Bachillerato y golpearon,
con sus manos, la cartera que cargaba en la espalda. Uno de ellos, me llamó
Caperucita y me preguntó si llevaba la merienda para la abuelita. Le contesté
diciendo que llevaba un bloc de anillas, una libreta, un plumier, lápiz y goma
de borrar. El otro, que era más alto que su compañero, tiró con fuerza de las
correas de cuero que sujetaban la cartera a mis espaldas, con la intención de
quitármela. Ante su asombro, y el de cuantos me rodeaban, reaccioné con rabia y
me puse a la defensiva. Por unos instantes, pensé que tendría lugar una pelea.
Pero, en lugar de utilizar la violencia física, se limitaron a insultarme. Se burlaron
de mi bata y, después de leer el bordado del bolsillo, se dedicaron a pregonar mi
nombre y decir que llevaba zapatos de niña. Ignoro cuántos alumnos se hubiesen
reído de mis zapatos, si no hubiesen llegado los curas y, después de exigir
silencio, hubiesen sido motivo de toda nuestra atención.
Nos fueron
llamando por nuestro nombre y apellidos, para formar cada una de las clases. La
primera en quedar constituida fue la mía, que resultó ser la más numerosa de
todo el colegio. Bajamos al primer piso, donde estaba ubicada nuestra aula y
ocupamos los pupitres por estricto orden alfabético. Al fondo de la clase, a
todo lo largo de la pared, había un armario empotrado con colgadores
debidamente numerados, los cuales fueron asignados a cada uno de nosotros. El
cura nos dijo que era donde podíamos colgar nuestras prendas de calle mientras
estuviésemos en el interior del colegio porque, en horario lectivo de clases,
debíamos vestir la bata que yo llevaba puesta. Pregunté si nos la podíamos
quitar al salir a jugar al patio y me contestaron que no, lo cual no disipó la
preocupación que yo tenía.
En
honor a la verdad, me gustó mucho la estructura interior del colegio, aunque me
intimidara un tanto el ambiente de seriedad que se respiraba, consecuencia de
años de estar impartiendo enseñanzas superiores. Todavía, en el día de hoy,
recuerdo su olor inconfundible. Nada tenía que ver su austero mobiliario con el
de mi añorado colegio, de alegres colorines, rodeado por campos de deportes y la visión de parques y
jardines.
Cuando
llegó la hora del recreo, sospeché que tendría que enfrentarme, de nuevo, con
los dos alumnos mayores que me habían insultado. Sin embargo, nos explicaron
que habían dos horarios distintos de recreo: el primero de ellos, para los
alumnos de Ingreso, hasta tercero de Bachillerato, inclusive. El segundo, era compartido
por el resto de los cursos, a excepción de quienes estudiaban Preuniversitario,
los cuales no tenían clases por la tardes.
De
nada sirvió que no estuvieran en el patio los más mayores. A excepción de mis
nuevos compañeros de curso, se acercaron a mí un buen número de niños que se
metieron con mi bata y con mis zapatos. Descubrieron que el mayor de los
insultos era llamarme “niña” porque yo reaccionaba con rabia. Gracias a mi nuevo
compañero de pupitre, no llegué a las manos con ninguno de ellos.
Al
regresar a casa, estuve muy huraño y me encerré en mi habitación. Cuando
llegaron mis padres, nada más sentarnos a la mesa para la cena, me preguntaron si
me había gustado el nuevo colegio. Para no mentirles, les respondí que me
habían impresionado sus venerables dependencias educativas, no así su limitada
área deportiva. Mis padres no pidieron mayores explicaciones y, al verme muy
parco en palabras, pensaron que continuaba estando molesto por haberme cambiado
de colegio.
En
los días siguientes, a escondidas de mi madre, me puse otros zapatos. En contra
de lo que esperaba, el cambio de calzado no produjo ningún efecto porque las
mofas y los insultos continuaron durante la mayor parte de los recreos, tanto
el de la mañana, como el de la tarde. Yo creo que llegué a soportar los
insultos y vejaciones de los que fui objeto, gracias al mencionado compañero de
pupitre, que se llamaba Juan Gallardo, quien llegó a ser uno de mis mejores
amigos.
Sin
embargo, la explosión de todas mis emociones contenidas, se produjo, pasadas un
par semanas, cuando estábamos en la clase obligatoria de gimnasia, la cual nos
daba un profesor de Educación Física. Tenía lugar en uno de los porches
laterales del patio, espacio que habían habilitado como gimnasio. Me fastidiaba
que se rieran de mí, al saltar el potro o dar la vuelta de cabeza sobre el
plinto, por llevar la bata arremangada, Pero, lo que no pude aguantar, fue la
crueldad con la que algunos se mofaban de su compañero gordito, incapaz de
afrontar los aparatos de gimnasia, por mucho que el profesor le apremiara y le reprendiera
por sus desesperados lloros. Llamé imbécil a quien destacaba por ser el más
chuleta de la clase y terminamos a puñetazo limpio, ante todo el mundo.
Después
de acompañarnos al botiquín de primeros socorros, el cura de nuestra clase nos
llevó ante el padre Rector, quien quiso interrogarnos, por separado. Me tocó en
segundo lugar y me quedé, de pie, esperando en la antesala del despacho de la
máxima autoridad del colegio. Cuando salió el compañero con el que me había
peleado pude ver que estaba acongojado, a pesar de lo cual, tuvo el ánimo de
mirarme a la cara y exclamar: “¡Estás expulsada, Caperucita!”. Prefiero no
recordar el mal trago que me tocó pasar. En cambio, recuerdo perfectamente que
el señor Rector me pidió que le explicara lo ocurrido, en lugar de hacerme
preguntas. Lo cual, me permitió contarle toda la historia que he narrado, desde
que mis padres me comunicaron su decisión de cambiarme de colegio. Cuando
terminé mi exposición, la máxima autoridad del colegio se levantó de la silla,
detrás de la mesa de su despacho y me miró de arriba abajo. “No llevas puestos
los zapatos de niña, ¿dónde están?” -fue su única pregunta-. Al contestarle que
los tenía en casa, me dijo que se los trajera, al día siguiente, antes de
dirigirme a mi clase. Por no decirles nada a mis padres, pasé una noche horrorosa,
mezcla de insomnio y fríos sudores. Por la mañana, salí de casa sin desayunar,
a hurtadillas, con la caja conteniendo el par de zapatos que mi madre me había
comprado, bajo el brazo. Después de presentárselos, el padre Rector me dijo que
hablaría conmigo, cuando lo hubiera hecho con mis padres y me pidió permiso
para quedarse con los zapatos, no sin antes prometerme que no saldrían de la
caja.
A
media mañana, la hora del recreo quedó suspendida. En su lugar, todos los
alumnos del colegio fuimos conducidos al salón de actos por los curas
responsables de cada una de las clases. Estuvo presente el cuadro docente, al
completo, incluido el profesor de Educación Física. No repetiré la ejemplar conferencia
del Rector. Jamás supe lo que la máxima autoridad del colegio habló con mis
padres, ni con los del niño con el cual me peleé. Tampoco, procede repetir las
graves palabras que me dirigió el señor Rector cuando me devolvió la caja que
contenía los zapatos de niña.
Puedo
asegurar que, a partir de los hechos que he procurado describir, la más remota
intención de violencia quedó erradicada, y el respeto entre profesores y
alumnos, quedó consagrado como el más fundamental de los principios y valores
del colegio.
No me queda claro qué fue lo que erradicó la violencia, motivo por el cual empecé a leer. ¿Fue la conferencia de la que no vas a hablar? ¿Las graves palabras de las que no vas a hablar? ¿Qué papel jugaron los zapatos en ello? Me he quedado con la sensación de que he leído una larga introducción a algo que al final no nos han contado.
ResponderEliminarPensé que, cada uno, podía imaginar por dónde irían las actuaciones del Rector. Varias personas han coincidido en pedir una mayor claridad en cuanto a sus actuaciones. Por ello, hablando de nuevo con mi amigo, me dio mayor información al respecto y con ello, elaboré el desenlace a la historia. Supongo que seguirán quedando algunos elementos en el aire, pues no se pueden trasladar todas las palabras de una historia que sucedió hace unos 60 años, pero que sigue siendo de actualidad. Gracias por tu comentario. Te agrego el enlace al otro escrito, "A propósito de la historia de los zapatos de niña: El final del cuento".
Eliminarhttp://undiaconilusion.blogspot.com.es/2017/02/a-proposito-de-la-historia-de-los.html
Tengo exactamente la misma opinión,que el anterior comentarista.Que pasó?
ResponderEliminarAl menos, me alegra saber que la historia les llamó la atención y hay ganas de saber más... Ayer publiqué un escrito complementario: "A propósito de la historia de los zapatos de niña: El final del cuento".
Eliminarhttp://undiaconilusion.blogspot.com.es/2017/02/a-proposito-de-la-historia-de-los.html
Opino igual,.. no queda claro el desenlace...
ResponderEliminarMaría José, qué gusto saber de ti. Yo también me quedé sorprendida por el rápido desenlace de la historia, por lo que le pedía a mi amigo que la ampliara para nosotros... Espero que te ayude. "A propósito de la historia de los zapatos de niña: El final del cuento".
Eliminarhttp://undiaconilusion.blogspot.com.es/2017/02/a-proposito-de-la-historia-de-los.html
Leí los hechos y cuando se pone lo mejor, el desenlace, me quedé con un montón de preguntas sin contestar... ¿Qué dijo el rector a los padres, en la masiva reunión o al muchacho al devolver los zapatos? Ni siquiera queda con un final abierto, sino como un buen cuento inconcluso...
ResponderEliminarMaria Rosa, no sé si tuviste la oportunidad de leer el desenlace a la historia, en otra publicación de ayer... "A propósito de la historia de los zapatos de niña: El final del cuento".
Eliminarhttp://undiaconilusion.blogspot.com.es/2017/02/a-proposito-de-la-historia-de-los.html
Espero que por las palabras de mi amigo, logres imaginar lo que habló con los padres, teniendo en cuenta su cambio de actitud ante los zapatos y la bata del colegio. Seguramente, este Rector no era de muchas palabras pero sí actuaba con rapidez cuando en el colegio detectaba algo que no le parecía correcto. Esto permitía que los problemas fueran atajados nada más comenzar y, de esta manera, no se agravaran, como sucede hoy en día con el acoso escolar o bullying.