lunes, 28 de noviembre de 2016

Una historia que se sigue repitiendo: la violencia contra la mujer



La Historia que llega a nuestras manos, casi nunca es imparcial. Ni en su relato, ni en su construcción. Suele recibir la influencia de los valores predominantes en los tiempos que ocurrieron los hechos, así como la del momento en que se escribe sobre los mismos. Difícilmente, hace abstracción de la forma de pensar de quien los narra, ya sea escritor, periodista, filósofo o historiador.

En su libro, “Mi marido me pega lo normal”, Miguel Lorente Acosta nos va llevando por un recorrido histórico que nos muestra cómo se fueron instaurando, a través del tiempo, las ideas y creencias que llevan a propiciar y a justificar la violencia contra la mujer. El autor, médico forense, nos hace un relato que, si no supiéramos que proviene de un hombre, algunos podrían pensar que ha sido escrito por mujeres, desde el feminismo.

Lorente nos señala que es difícil hablar de una Historia imparcial. Quienes reflejan “lo que ha sucedido”, recogen y destacan determinados hechos, mientras que ignoran, silencian u ocultan otros, interpretando todo ello en un determinado sentido. Las normas, los valores y los elementos socioculturales predominantes en una determinada sociedad actúan sobre el historiador para que fije su atención en ciertos hechos y para que su interpretación se haga sobre unos supuestos y no sobre otros.

El papel de la mujer ha sido ignorado o infravalorado, al tiempo que la autoridad del hombre y la agresión a la mujer han sido aceptadas como si fueran algo normal. Se ha hablado muy poco de esa violencia o, de hacerse, se ha interpretado y justificado desde la perspectiva del hombre.

La agresión a la mujer ha estado presente desde el inicio de la sociedad patriarcal como forma de sumisión de la mujer.

La agresión a la mujer no es un hecho que ha aparecido recientemente, ni se trata de sucesos aislados. Al igual que ahora, a través de los siglos, ha sido justificada, ocultada y considerada como algo que formaba parte de la “normalidad”.

Aunque, es conocido, por la antropología, que muchas de las sociedades de la antigüedad daban un papel muy importante a la mujer, a la maternidad, relacionándolo con las divinidades a las que se adoraba, también es cierto que eso fue perdiendo relevancia con el tiempo.

Lorente se refiere al momento en el que hubo una modificacación en la forma cómo se veían las deidades griegas. Concretamente, se sustituyeron las diosas únicas por varios dioses. Las diosas fueron transformadas, en el sentido de sustituir las cualidades que daban poder a su imagen, por cualidades que las hacían aptas para su sumisión. De ser una diosa guerrera, portadora de justicia y saber, pasa a ser maternal, sumisa y dependiente.

La Edad Media parece estar asociada a una idea romántica y novelesca, en las que las relaciones entre hombres y mujeres parecían venir marcadas por modelos de caballeros y princesas, apuestos y valiosos vasallos, dulces y sumisas doncellas. Esto ya traía consigo la idea de una gran diferencia entre los dos sexos, mostrando a la mujer como desvalida y necesitada de la protección del hombre. Pero, la realidad era mucho más dura para la mujer. En muchas ocasiones se le trataba más como una mercancía, que como una persona. El matrimonio suponía una transacción comercial, en la que había una transmisión de la mujer a otra familia, con una serie de productos que se intercambiaban, como ocurría con las arras y la dote.

El hombre adquiría la condición de amo y señor amparado en el principio de fragilitas sexus, que se refería a lo que consideraban la fragilidad propia de la mujer, que abarcaba tanto a lo físico, como a lo psíquico y lo moral. La autoridad del marido era tal que podía llegar a asesinar a su esposa en determinadas circunstancias; como por ejemplo, si consideraba que había habido adulterio. Esta posibilidad, en lugar de limitarse, se amplió, otorgando al padre o hermanos de la mujer el derecho a matarla, resaltando así la consideración de la mujer más como un bien que como una persona.

Viendo todo esto, no nos rasguemos las vestiduras cuando leamos ciertas noticias de lo que todavía sucede en algunos países, debido al trato tan diferenciado hacia la mujer, perpetrado por el marido, el padre, los hermanos, las madres y la sociedad en general, con el “silencio” cómplice del resto del mundo.

Las religiones también han contribuido a acentuar esas diferencias, a favor del papel del hombre como “dueño” de la mujer y a ésta como subordinada a sus deseos y a sus arbitrariedades.

Se favorecía la agresión hacia la mujer, por la concepción tan desigual entre los dos sexos y porque se justificaba la agresión del hombre como respuesta a la conducta de la misma. El autor nos pone como ejemplo las Leyes de Cuenca, en las que se recogía que una “mujer desvergonzada” podía ser golpeada, violada e incluso asesinada. Preguntémonos quién decidía si una mujer era merecedora de esos castigos. Un grupo de hombres concluía que ella era responsable de su propia agresión.

¿Les suena familiar ese discurso? Desgraciadamente, sigue estando vigente en muchas mentalidades, tanto masculinas como femeninas, lo que a mi parecer es todavía más abominable. No sólo son las ideas que sostiene la gente común sino que, para desgracia de muchas mujeres, están presentes en abogados, fiscales y jueces, dando como resultado algunas sentencias vergonzosas.

Se han conocido documentos de hace siglos, en los que se narraban casos en los que se llegó a juzgar al marido que mataba a su esposa. Se justificaba el crimen y se le quitaba la responsabilidad con fórmulas como “movido por el justo dolor y sentimiento de honra”, “con la vergüenza y el dolor que sentía” y otros similares.

También, había quienes decían que permanecer en las calles, a ciertas horas, era peligroso para una mujer, “sola o con hijo, fuera guapa o fea, vieja o joven, débil o fuerte”. Comparándolo con la situación actual vemos que tiene mucho que ver con comentarios como “éstas no son horas para que una mujer ande sola por ahí” o “éste no es sitio para una mujer”. Vemos que las “limitaciones” siguen existiendo y que si se transgreden la mujer corre un riesgo, que debe asumir y que, por tanto, la hace en parte responsable de lo que pueda sucederle.

La mujer casada tampoco gozaba de una situación mucho más favorable. El marido no consideraba a la mujer en una situación de igualdad. Se consideraba que la mujer estaba destinada sólo para el matrimonio y con una serie de funciones que quedaban limitadas a él, como la de criar a los hijos -probablemente bajo la supervisión del marido en cuanto a la transmisión de valores y de pautas de comportamiento-, encargarse de todo lo referente al hogar y la de buscar la “comodidad del marido”.

Parecía que la sociedad evolucionaba sólo en determinados sentidos, ya que en otros, como la consideración de la mujer y sus consecuencias en forma de agresión, continuaban igual: los sucesos que ocurrían y la respuesta de la sociedad se podían trasladar, en el tiempo, varios cientos de años y no habría forma de distinguir si se estaba en un periodo histórico o en otro.

Al comienzo de la Edad Moderna se encontraban situaciones similares, pero las justificaciones eran nuevas. Parecía que el interés social iba más hacia la búsqueda de explicaciones a los hechos que hacia una auténtica aclaración de lo ocurrido. Así, cuando, “como consecuencia de una violación, la mujer quedaba embarazada, se decía que demostraba el consentimiento de la mujer, puesto que se razonaba que la concepción sólo podía producirse con el orgasmo. De este modo, la mujer embarazada era condenada por la violación que había sufrido”. Explicación, fruto de la ignorancia, pero que podía ser efectiva para seguir mostrando a la mujer como la culpable de lo que le sucedía.

A pesar de esta situación general, en este periodo histórico fue cuando se produjo un cambio significativo en el papel de la mujer. A principios del siglo XVI, comenzaron a producirse una serie de movimientos aislados que permitieron a la mujer recibir una información académica, aunque era “una educación apropiada para mujeres”. Educación que continuó por ese camino, hasta hace pocas décadas.

Todo hacía que la mujer viera, o le hicieran ver, que su función principal era la de casarse, tener hijos, ocuparse de su cuidado y de las tareas de la casa.

Un ejemplo de cómo las ideas dominantes en esa época seguían influyendo en la mentalidad de muchos, lo encontramos en las palabras de Rousseau, en el siglo de la Ilustración, afirmando que “la mujer está hecha para obedecer al hombre, la mujer debe aprender a sufrir injusticias y a aguantar tiranías de un esposo cruel sin protestar… la docilidad por parte de una esposa hará a menudo que el esposo no sea tan bruto y entre en razón”. ¡Es difícil transcribir esas palabras sin que me hierva la sangre!

Continuando este recorrido histórico, llegamos al siglo XIX. En la Edad Contemporánea, la mujer seguía centrándose en la familia, adoptando un papel de clara sumisión al hombre. Estas circunstancias hacían que no se pudiese considerar su vida al margen de la familia; en especial, si no estaba en condiciones de contraer matrimonio. Si no se casaba, se convertía en una mujer solitaria, jurídica y civilmente incapacitada para realizar cualquier actividad pública, y se encontraba socialmente marginada.

En la mayoría de los países se mantenía la tutela permanente de la mujer. La tutela la tenía el padre primero y el marido después. Ella era considerada como si fuera una menor de edad, amparándose en el concepto de la fragilidad del sexo femenino. Cuando la mujer se casaba, según la Common Law inglesa, perdía su individualidad, la cual era absorbida por la del marido. En Francia, el artículo 213 del Código Civil, que fue referencia para la mayoría de las legislaciones europeas, establece: “El marido debe protección a la mujer y la mujer debe obediencia a su marido”, lo cual sirvió de base para que Bonaparte exigiera que en el momento de contraer matrimonio se hiciera una lectura pública de este texto, argumentando que “en un siglo en el que las mujeres olvidan el sentimiento de inferioridad, se les recuerde con franqueza la sumisión que deben al hombre que se convertirá en el árbitro de su destino”.

A la “condición inferior” de la mujer se le agregaba “la protección” y el arbitraje ejercido por el hombre, que se convertía en juez y parte de muchas de las situaciones en las que la mujer sufría una agresión, incluso dentro de la familia. El propio marido tenía la obligación y el “noble deber” de vigilar la conducta de su esposa, por lo que se le permitía “aunar con moderación la fuerza de la autoridad para hacerse respetar”, otorgándole una especie de patente de corso, puesto que se decía que no se pueden condenar “los actos de castigo o vivacidad marital… La autoridad que la naturaleza y la ley le otorgan al marido tienen como finalidad dirigir la conducta de la mujer”. Ella era considerada como incapaz de hacerlo por sí misma, y si lo hacía, era en contra de los intereses del marido.

Bajo estos argumentos, el “deber conyugal” autorizaba al marido a hacer uso de la violencia, de acuerdo a los límites trazados por la naturaleza, por las costumbres y por las leyes, siempre que se tratara de actos realizados por la mujer en contra de los fines del matrimonio. Esta situación dejaba toda la libertad al marido para que interpretara, en un sentido o en otro, lo que él consideraba que afectaba al matrimonio. En estas circunstancias, no podía hablarse de violencia cuando el marido utilizaba la fuerza física contra la mujer, ni siquiera cuando la obligaba a mantener relaciones sexuales utilizando la violencia, aunque en este caso se decía “siempre y cuando que ésta no fuera grave”. Todos sabemos que no existía límite alguno y, como era dentro de las paredes del hogar, el hombre campaba a sus anchas.

La situación no era muy distinta cuando la agresión a la mujer se producía fuera del hogar conyugal, incluso en los casos más graves en los que la agresión era una violación. La agresión, como ocurría en España hasta 1989, no era considerada como un ataque a la mujer, sino que lo era contra las costumbres o el honor, y se pensaba más en las repercusiones que el hecho podía tener sobre la familia que sobre ella. La mujer tenía que enfrentarse al delito y al hecho de ser considerada como responsable del mismo, aunque el agresor fuese condenado, hecho que ocurría en pocas ocasiones.

Lo anterior, tenía como resultado que apenas se pusieran denuncias de agresiones sexuales. Cuando se interponían, solía hacerlo el padre, buscando más una solución a la situación creada que una actuación en justicia. Los tribunales con frecuencia determinaban que agresor y víctima contrajeran matrimonio, o que el agresor compensara a la víctima y a la familia con una cantidad de dinero con el fin de favorecer el matrimonio de la mujer agredida al aportarlo como dote, ya que su situación se hacía difícil en el “mercado” del matrimonio de una sociedad estructurada alrededor de los valores patriarcales.

De este modo, llegamos al siglo XX y a la situación actual, en el siglo XXI. La sociedad ha cambiado más en la forma que en el fondo. No lo ha hecho de manera espontánea, sino obligada por los importantes movimientos sociales que han surgido en defensa de los derechos de la mujer y de la igualdad entre hombres y mujeres. En este sentido, el movimiento histórico más importante ha sido el feminismo, que buscaba una emancipación real de la mujer, pasando a reclamar todos los derechos civiles y políticos, puesto que la mujer posee una personalidad independiente, forma parte de la sociedad y, por tanto, tiene sus deberes y sus derechos que debe hacer valer e incrementar.

La respuesta social, como era de esperar, fue totalmente contraria, y, aunque desde algunos foros intelectuales se defendió y secundó, hubo un rechazo de las teorías y de las personas como causantes de una desestructuración del orden social. Los esfuerzos se fueron concentrando en determinados objetivos concretos; uno de los primeros fue la reclamación del derecho al voto. A partir de ahí, ha sido un arduo camino, en el que se han ganado unas cuantas batallas.

No podemos decir que esos cambios hayan profundizado en la estructura de nuestra sociedad. Están en la superficie y son visibles en las formas, pero en el fondo aún predomina el concepto androcéntrico de sociedad en el que los valores y principios a defender pasan por una superioridad del hombre y por un sometimiento y control de la mujer. Aunque parece que la mujer tiene mayor poder y libertad que antes, en algunos ámbitos sigue existiendo esa idea de la primacía del hombre sobre la mujer y de la subordinación de ésta. Inexplicablemente, estamos viviendo una especie de retroceso, en las juventudes actuales, en las que los chicos desean ejercer un gran control sobre sus parejas y ellas lo permiten.

Sólo en estas circunstancias podemos entender el maltrato, la agresión sexual, el acoso laboral; todo ello por el hecho de ser mujer y porque históricamente se han adjudicado a las mujeres ciertos roles ante los que predominan los del hombre. Es la única forma de poder entender que la respuesta social ante estas agresiones todavía sea la de justificar al agresor, minimizar los hechos o responsabilizar a la mujer, al igual que ocurría siglos atrás.


Después de este recorrido histórico y viendo la situación actual, sólo nos queda decir que no es que la Historia se repita, es que en ocasiones, simplemente, no cambia.



Bibliografía:

LORENTE ACOSTA, Miguel. “Mi marido me pega lo normal”, Ares y Mares, una marca de Editorial Crítica, S.L., Barcelona.



Imagen de 123R, encontrada en Internet. Modificada para el blog.



lunes, 21 de noviembre de 2016

Carta a los psicólogos del mundo



Estimada doctora:

En el pasado, a raíz de la lectura de alguna de sus publicaciones, he tenido la tentación de escribirle; pero, ignoro cuál habrá sido la razón por la que no me decidiera a hacerlo. Tampoco, creo que pueda servir de pretexto la feliz circunstancia de que, en el día de ayer, se celebrara el “Día del Psicólogo”. Pienso, más bien, que es como consecuencia del desaliento y la profunda tristeza que se han apoderado de mí, de las cuales me declaro incapaz de liberarme.

He llegado a pensar que no tienen solución los males que causan mi infelicidad, y la de cientos de miles de personas como yo, a pesar de la ayuda que pudieran prestarnos los psicólogos del mundo entero. Porque, es totalmente utópico, pensar en terapia o tratamiento alguno  ya que, en mi opinión, no somos los pacientes quienes podamos poner fin a este estado de cosas. Me consta que, tampoco, les incumbe a los psicólogos; si bien, he pensado que podríamos recibir, de ellos, algunas recomendaciones. Esta es la petición que me tomo la libertad de hacerle llegar, como representante que es usted de todos cuantos compañeros de carrera tienen la noble misión de intentar sanar el alma de las personas.

Resulta paradójico constatar cómo el espectacular desarrollo de las nuevas tecnologías está repercutiendo en un dramático alejamiento de los problemas que afectan a la humanidad,  por parte de quienes se benefician de las mismas. Hace no tantos años, hubiera resultado imposible pensar en la facilidad de comunicación a la que hemos llegado. Tenemos a nuestra disposición, en tiempo real, el conocimiento de lo que está sucediendo, allá donde ocurra, no importa donde sea. Por medio de Internet, nos comunicamos con quienes queremos. En cualquier momento del día, o de la noche, podemos acceder a las redes sociales.

Cada vez, somos más proclives a disfrutar de lo lúdico, del deporte, de la música, de lo trivial e insustancial. Por el contrario, cada semana que pasa, somos más inmunes a los problemas, a las dificultades, a las desgracias que nuestros semejantes se ven obligados a soportar, en cualquier parte del mundo. Una coraza de insensibilidad nos separa de millones de personas humanas que pasan hambre, que viven en la miseria, que tienen que huir de las enfermedades, o de la muerte, causadas por las guerras que existen y que nos han dejado de interesar por considerarlas lejanas, aun cuando, los medios nos las aproximen, de manera repetitiva, todos los días.

En tiempos de grandes dificultades causadas por la guerra o la depresión económica, los ciudadanos de un gran número de países se vieron obligados a emigrar, en busca de subsistencia. Los españoles, no fuimos una excepción sino, al contrario, un buen ejemplo de ello. Hoy, parece que hayamos perdido la memoria y me avergüenza ver lo ingratamente que correspondemos a emigrantes de otros pueblos que, en su día, nos cobijaron y nos protegieron. Destierro el pensamiento de que, unos cuantos, puedan despreciar al ser humano por su raza o por el color de su piel. Por lo mucho que me duele, quiero evitar hacer cualquier alusión a aquellos hombres que, en pleno siglo veintiuno, se siguen considerando superiores a la mujer. Me parece vergonzoso que, quienes maltraten a sus parejas, puedan circular por la calle.

Tan sólo a unos pocos interesa el estudio de las artes, de la historia, de las religiones, de la filosofía, del conjunto de disciplinas, en suma, que giran en torno al ser humano. Con la anuencia de los gobiernos, prescindimos de todos aquellos valores que constituyen el patrimonio de una sociedad. Interesa perseguir aquello que nos de rendimiento económico inmediato, sin tener en cuenta que, a la larga, los pilares que sustentan la proyección profesional del individuo, no pueden prescindir de la moral, ni de la ética. Caminamos peligrosamente hacia una sociedad cada vez más técnica pero mucho más débil, a la hora de afrontar las dificultades que se le presenten.

Me entristecen muchas cosas más, doctora. Le podría hablar de la desazón que me causa el, cada vez mayor, desequilibrio entre la riqueza y la pobreza, causado por el implacable predominio de los poderes económicos. Le hablaría de la corrupción, de la justicia, de la manera cómo actúan los partidos políticos… Desgraciadamente, la lista de cosas que me producen un profundo desasosiego es muy larga; pero, renuncio a hablar de política, en esta ocasión.

Le pediría, únicamente, unas cuantas recomendaciones que fueran de aplicación para nuestros hijos. Para que, al tiempo que están preparados para afrontar los retos de la ciencia, lo estén, igualmente, para la defensa de los valores que hacen que un pueblo sea justo y solidario.

Le doy las gracias por su atención.



Nota: Serían de agradecer sus sugerencias para poder atender tan atípica petición de quien escribe la carta.






domingo, 20 de noviembre de 2016

No debemos pretender acelerar el tiempo del cambio



Para poder iniciar cualquier tipo de cambio en nosotros, por pequeño que sea, es necesario que, con anterioridad, nos demos cuenta de que hay algo que no rueda fino, que nos puede estar ocasionando problemas en alguna faceta de nuestra vida. Ya sea en el ámbito familiar, profesional o en nuestras relaciones personales.

¿Por qué se repiten cierto tipo de situaciones problemáticas? ¿Qué nos lleva a encontrarnos con resultados similares, aunque se hayan producido como consecuencia de nuestra relación con personas bastante diferentes, entre sí? Pienso que nos equivocamos cuando creemos que esas diferencias se deben al comportamiento de las otras personas, a lo que dicen, a lo que puedan sentir, a su forma de reaccionar o de proceder.

Antes de llegar a la conclusión anterior, conviene una mayor reflexión sobre esas dificultades que se nos presentan y que nos causan malestar. Dirijamos la mirada hacia nuestro interior y pensemos que puede haber algo, en nosotros mismos, que no comprendemos y que se escapa de nuestras manos. Es necesario que descubramos cuáles son las claves que nos llevan a reaccionar de manera precipitada e irreflexiva. Conviene que averigüemos cuáles son esos puntos débiles que nos hacen “saltar”, aunque tengamos el firme propósito de no hacerlo. Analicemos por qué nos molestamos con la otra persona, por qué nos enfadamos, qué es lo que nos saca de nuestras casillas; por qué nos duele, por qué rechazamos lo que pasa, por qué deseamos huir de la situación. Por qué, en síntesis, perdemos nuestra deseada paz interior.

Alguien puede habernos señalado la existencia de algún problema, o nosotros mismos haberlo deducido, al ver que no hemos sabido actuar de forma adecuada ante ciertas situaciones que se nos han presentado. Resulta muy penoso que estas dificultades se evidencien cuando se presentan en nuestra relación con personas que son importantes para nosotros. Sobre todo, por no haber sabido intuir que nuestra actitud podía contribuir al deterioro de la relación.

No sabemos si existe la posibilidad de revertir las consecuencias negativas que se desprendan de esos “desencuentros” y de la dificultad para tener una comunicación fluida, cuando en otras ocasiones pareciera que no hubiera habido problemas al respecto. No obstante, esas situaciones nos están marcando un camino por el que transitar. Para lograr un mejor conocimiento personal, así como para progresar tanto en el autodominio como en la gestión de nuestras emociones y nuestros pensamientos.

Cuando vemos que existe cierta dificultad, todavía tardaremos algún tiempo en descubrir qué es lo que debemos hacer para solucionar el problema; para evitar que se agraven las diferencias en ese tipo de situaciones. Podemos encontrar pequeñas claves de por dónde deben ir nuestros cambios, pero es muy poco, o nada, lo que podemos hacer para acelerarlos. Sucederán cuando tengamos una mayor comprensión de lo que ocurre y cuando estemos preparados para llevar a cabo esos cambios en nuestro comportamiento y en nuestra forma de ser.

Si, como hemos visto, de poco nos han de servir las prisas para realizar un cambio personal, será todavía más complicado conseguir que otra persona cambie. Podemos indicarle cuáles son sus fallos, decirle qué es lo que queremos que haga o “exigirle” que rectifique esos comportamientos que, desde nuestro punto de vista, resulta imperativo modificar. Pero, si ella no siente la necesidad de cambiar y si no se compromete a hacerlo, nada podremos hacer, salvo desgastar innecesariamente la relación.

Aunque deseemos fervientemente que nuestro interlocutor “entienda” lo que nosotros vemos con claridad, lo que es tan evidente para nosotros, no podemos pretender exigirle a participar de nuestro criterio. Podemos decirle las cosas, o explicárselas, tantas veces como queramos, pero, sólo las comprenderá cuando esté preparado para hacerlo. Quizás, suceda el día menos pensado, a raíz de un comentario, un mensaje, una conversación…

De nada sirve que nos molestemos, o nos impacientemos, porque alguien no parezca comprender lo que le decimos. Convendría estar preparados para entender que, cada uno,  capta lo que necesita aprender, a su propio ritmo.

No es que sean torpes. No significa que les dé igual lo que podamos decirles. Lo que sucede es que, todavía no están preparados para captar aquello que nosotros vemos con tanta claridad. Se les escapa de las manos; simplemente, no lo ven. No logran hacer los cambios necesarios e incorporarlos a su vida, debido a que tienen poco que ver con lo que ellos han estado acostumbrados a creer, a sentir, a experimentar. No podrán dar el siguiente paso, hasta que hagan algunos descubrimientos, hasta que progresen en el conocimiento de sí mismos y en su desarrollo personal.

Todo lo que antecede, lo podemos ver los psicólogos cuando alguien acude a terapia y nos comenta lo que le sucede, lo que le preocupa y aquello que no sabe cómo solucionar. Cuando nos habla sobre sus creencias, sus miedos, sus sueños… A medida que le escuchamos, vamos conectando la información que nos proporciona. Nos preguntamos cómo es posible que no se haya dado cuenta de aquello que nosotros vemos. Aunque entienda nuestras palabras, nos damos cuenta de que eso que le hemos dicho no surte ningún efecto. Que su interpretación, de todo cuanto le decimos, se queda en la superficie. Que realmente no logra comprender lo que intentamos comunicarle. En ocasiones, será necesario repetírselo varias veces, en sesiones sucesivas y con otras palabras. No comprende qué es lo que sería recomendable hacer, cuáles son los elementos que conviene que él tenga en cuenta.

Hasta que, en un momento dado, tiene un “insight”, un momento de iluminación, de honda comprensión, en el que empieza a ver claras algunas cosas. Es entonces, cuando comprende lo que varias personas pueden haberle repetido, en distintas ocasiones. Descubre cuál es el cambio que debe hacer, entiende por qué otras personas actúan como lo hacen e incluso es capaz de ver qué es lo que le impedía comprender lo que le sucede.

Es posible que, a ese momento de comprensión, le sigan otros y que la superación de un primer obstáculo, le lleve a profundizar en su autoconocimiento y en la comprensión de las otras personas, así como de sus circunstancias.





Imagen encontrada en Internet, modificada para el blog.




sábado, 12 de noviembre de 2016

Sentirnos solos, en un mundo poblado de gente



La soledad tiene múltiples caras e interpretaciones. No todos nos sentimos solos por los mismos motivos. Ni las diferentes experiencias vividas nos afectan de manera similar. Podemos sentirnos solos, a pesar de estar rodeados de gente y de personas que nos quieran. Y, paradójicamente, encontrarnos a gusto con nosotros mismos, aunque no haya nadie a nuestro lado.

En el anterior escrito, El poder de la soledad, me refería a la soledad-retiro y a la soledad-intimidad. En éste, me gustaría mencionar otros tipos de soledad, siguiendo la orientación de Javier de las Heras, en su libro “Viaje hacia uno mismo”.

Hablamos de una soledad-subjetiva, cuando “nos sentimos solos”, independientemente de que estemos solos, o acompañados. Para diferenciarla de la soledad-objetiva, que es el aislamiento, el cual, no tiene por qué provocar dicho sentimiento de soledad.

Uno de los factores por los cuales “nos sentimos solos” es la ausencia de comunicación. Ya que, en la medida que la misma existiese, en igual proporción sentiríamos el cariño, el apoyo y la compañía de quien quisiera dárnosla. Si nos sentimos solos es porque la comunicación es muy superficial o porque pareciera que habláramos idiomas diferentes. Existen barreras invisibles que nos separan y no sabemos cómo pueden ser derribadas. No encontramos cómo explicar lo que sentimos, lo que nos preocupa o lo que nos gusta, de manera que se nos comprenda. Aquí, nos encontramos con la soledad-incomunicación, en la que aun cuando una persona se encuentre acompañada, si no existe una buena comunicación con quienes le rodean, puede llegar a sentirse sola.

Los diferentes medios de comunicación pueden servirnos para atenuar el sentimiento de soledad. Por ejemplo, cuando leemos, cuando vemos la televisión, oímos música o escribimos una carta. Con mayor razón, cuando en esa comunicación existe una participación activa de personas que no están físicamente presentes, como cuando nos comunicamos a través de las redes sociales o mantenemos una conversación telefónica.

Aunque, al hacer uso de las redes sociales, debemos tomar nuestras precauciones. Recuerdo lo que una amiga comentó a raíz de uno de mis últimos escritos, Como si, cada uno, viviera en su propio castillo y he recibido su autorización para compartir con ustedes sus palabras:

“Conozco mucha gente que vive así y parece sentirse cómoda con eso.
Lo he atribuido, entre otras variables, al exceso de tecnología en las comunicaciones. Dicho exceso está logrando, por contraste, el efecto opuesto. Es decir, que, finalmente, estemos menos comunicados, pero creyendo que sí lo estamos... que es aún peor.

Siento, igualmente, que ahora lo importante es el vehículo, no la persona, ni el mensaje que ella intenta transmitir.

La mayoría de las relaciones se mantienen a niveles superfluos. Mucha cháchara, mucha apariencia, mucha  imagen, y cada vez menos contenido. Los referentes parecen no ser los mismos.

En esta época, repleta de banalidad y carente de sentido profundo de la vida, el envase pasó a ser todo, en menoscabo de la esencia. Y tristemente, esto vale para la mayoría de personas y situaciones.

Personalmente, este hecho me produce una gran tristeza, impotencia e incomodidad. Me cuesta acostumbrarme.

Trato de sobreponerme a todo ello  y aprender sus reglas, pero debo confesar que aún no sé cómo descifrarlo, y menos aún, como manejarlo.

Me gustaba la vida simple y " hecha a mano", donde todo era según parecía ser. 

Me gustaba mi vida sencilla, antes de este tsunami incontrolable de tecnología que amenaza con acabar todo rastro de humanidad en este planeta, cada vez más "exiliado de sí mismo," para hablar en los términos de Erich Fromm.

Y no es "como si"... ¡Ojalá lo fuese! Lo cierto es que cada uno vive metido en su propia "burbuja" y la realidad virtual cada vez le quita más espacio a la realidad "real", valga la redundancia.”

Hay personas que no se sienten solas cuando están con sus animales de compañía, sus plantas y sus objetos personales. Con los animales de compañía se puede establecer una relación muy estrecha, y, aunque no entiendan todo lo que les digamos, sí parecen comprender nuestros estados de ánimo y mucho de lo que les decimos. Con frecuencia, vienen a colocarse cerca de nosotros y nos hacen compañía. A quienes les gustan las plantas, les servirán de distracción y ocupación. También forman parte de su “hogar” y no es de extrañar que les dirijan unas palabras de saludo, de aliento… Los objetos personales, son parte importante de nuestras vidas y tienen una significación particular para algunos mayores, a los que les darán sensación de seguridad.

En otros casos, el problema surge como consecuencia de una excesiva necesidad de comunicación, un querer hablar y desahogarse, en forma de monólogo, sin permitir que el otro apenas intervenga. Esto puede ser debido a que se tienen pocas oportunidades de comunicarse con otras personas, a una gran ansiedad o a otros problemas. Lo triste de esta tendencia a hablar y hablar, aprovechando que se encuentran con quienes parecen escucharles, es que terminan propiciando el alejamiento de los demás. Curiosamente, muchas personas no son conscientes de este proceso; y, lejos de rectificar, continúan con la misma actitud, que se va acentuando con el tiempo. Como cada vez encuentran menos personas que les escuchen, aprovechan para explayarse más con ellas, cerrándose un círculo vicioso que termina en el completo aislamiento psicológico.

La soledad y la falta de tiempo o de interés por escuchar a los demás se han ido acentuando. A veces, la soledad llega a convertirse en un círculo vicioso que termina aislando a determinadas personas. Al tener pocos conocidos, es probable que se pasen los días sin ver a alguien. Al no tener con quien ir a determinados lugares o actos sociales, se desiste de acudir a los mismos, con lo que nunca se termina de salir del aislamiento.

Entre las personas más tímidas y aisladas, pensar que no se tienen amigos o familiares con los que salir, puede despertar un sentimiento de vergüenza, que se sumaría a su dificultad para establecer unas relaciones personales gratificantes. Consideran su soledad como un defecto humillante, que se desea ocultar a los demás. Esto hace que vean sus actividades particularmente limitadas, no siendo capaces ni de tomar un café o de ir al cine ellos solos, con lo que el sentimiento de soledad se convierte en algo angustioso.

Una intensa vida social repleta de contactos humanos también puede esconder una soledad encubierta, ya que esos lazos pueden ser poco auténticos y superficiales; o, como sucede muchas veces, se han mantenido exclusivamente por el interés y las circunstancias. Esta situación es característica de algunas personas de éxito. Una vez que fracasan o pierden sus cargos de influencia, se ven abandonados por toda su corte de interesados y aduladores. Entonces, es cuando se pone de manifiesto la soledad en que habían vivido, sin percatarse de ello. Por esta razón se dice que sólo en la adversidad se conoce a los auténticos amigos.

También puede suceder lo contrario. Algunos se sienten solos injustificadamente. Creen estar solos, pero cuando llega a conocimiento de los demás cualquier problema o dificultad que puedan estar atravesando, se ven sorprendidos por la cantidad de personas que acuden en su socorro. No se trata más que de una soledad aparente. Algunos trastornos como la depresión, o simplemente los “síntomas depresivos” propios de muchas situaciones difíciles, pueden acentuar esos sentimientos, haciendo creer a quien los padece que no puede contar con nadie o, incluso, que nadie podría ayudarles. Tienden a no desvelar sus dificultades a los otros, quienes, al no estar informados de lo que les sucede, difícilmente podrían acudir en su ayuda, con lo que su creencia, de que nadie podría ayudarles, queda erróneamente confirmada.

Otras veces, el sentimiento de soledad proviene de echar de menos la presencia de una o de algunas personas determinadas. El deseo de hablar y de estar con ellas, el querer verlas, conduce a un agobiante sentimiento de soledad. Se trata de la soledad-ausencia. Es frecuente en muchas situaciones, pero al tener un fuerte colorido afectivo es particularmente característica de los recién enamorados o cuando fallece un ser próximo y querido.

En el primer caso, el deseo selectivo y apasionado de estar con el ser amado, de verle, de hablarle, de abrazarle…, hace que la compañía de otras personas se viva como superflua, ya que la relación con ellas es de escaso interés en comparación con lo que se anhela. Si no se está acompañado u ocupado, la sensación de soledad es aún mayor y favorece que el pensamiento se centre obsesivamente en esa persona.

Cuando la ausencia se debe a la muerte de un ser querido, el sentimiento de soledad procede del vacío afectivo que esa persona deja y de la imposibilidad de volver a estar en su compañía. Puede sentirse que se pierde toda una proyección de futuro, "lo que podría haber sido", junto con una parte de nosotros mimos.

La muerte del padre o de la madre, deja una sensación de orfandad, a cuya ausencia se añade un cierto sentimiento de indefensión, que muchas veces no está justificado, ya que puede surgir en personas con padres o madres de edad avanzada, en la que el hijo es el que les protegía y cuidaba y no a la inversa.

Para terminar, quisiera decir que me ha parecido oportuno prescindir de una exhaustiva clasificación de tipos de soledad. En mi modesta opinión, podría llegar a producir confusión.


Agradecimiento: A Piccola Rondine, por haberme autorizado a compartir su comentario a mi publicación y a Edgar Villareal Jiménez por cederme la imagen, para este escrito.



Bibliografía:

DE LAS HERAS, Javier: Viaje Hacia Uno Mismo. Espasa Calpe, S.A., Madrid.



Imagen de RISASINMAS.com, modificada para este artículo.




lunes, 7 de noviembre de 2016

El poder de la soledad



Hay quienes se pasan la vida huyendo de la soledad, de la quietud, de la tranquilidad, porque no saben estar a gusto cuando se encuentran consigo mismos. Se han acostumbrado a estar acompañados y se encuentran mal cuando se quedan solos.

Según el Diccionario de la lengua española, la soledad es la carencia voluntaria o involuntaria de compañía.

En esta ocasión, nos gustaría centrarnos en esa soledad voluntaria, buscada por uno mismo, la cual suele ser vista como positiva, aunque pueda acarrear algo de dolor. Hablaremos, en otro momento, de la soledad involuntaria -aquella que nos es impuesta por otras personas o por las circunstancias-, que suele ser vista como negativa, difícil de soportar y de entender.

Cuando es voluntaria, deseada o buscada, la soledad suele ser vista como algo grato.

En ocasiones, la soledad “obligada” puede llegar a ser gratificante. Ello dependerá de la actitud que adoptemos. Aceptándola como una oportunidad de aprendizaje y crecimiento, en lugar de resistirnos, protestar o quejarnos amargamente.

Paradójicamente, una compañía deseada, puede llegar a ser frustrante.

La soledad voluntaria puede ser habitual, cuando alguien disfruta viviendo solo o buscando la soledad con bastante frecuencia. Puede ser ocasional, si se buscan deliberadamente unos momentos de tranquilidad, de estar apartados del bullicio, para conectar con uno mismo y  para “cargar pilas”. La soledad puede ser tan necesaria como anhelada, cuando se afrontan demasiadas obligaciones, cuando nos agobia la continuada presencia de otras personas o cuando, sencillamente, estamos agotados y saturados, como consecuencia de haber soportado un periodo de intensa vida social. Como dice Javier de las Heras, “Se desea descansar de los demás, o mejor, de las interacciones psíquicas que implica el trato con los otros”.

Esa “soledad” voluntaria puede ser compartida con otros, como cuando uno se retrae de la vida social para estar en familia o para compartir el tiempo con los amigos. Con esas personas con las que se puede ser uno mismo, de la manera más natural del mundo, sin necesidad de tener que realizar ninguno de los esfuerzos que las relaciones sociales nos exigen.

La soledad - retiro suele limitarse a un periodo reducido de tiempo, aunque puede ir desde unos minutos, hasta unos días, dependiendo del grado de saturación social y de la necesidad de estar a solas. Es un apartarse de la vida social, buscando la tranquilidad, el silencio, la vida contemplativa o sosegada.

Cuando se busca el diálogo con uno mismo, se llega a una soledad más íntima y profunda, que podríamos denominar soledad - intimidad. Es cuando el ser humano reflexiona sobre sí mismo, sobre su pasado, su presente y sobre su futuro. Da rienda suelta a los pensamientos en torno a sus ambiciones, sus ilusiones y sus sueños. Sus frustraciones, aquello que no pudo ser, o lo que fue, a pesar de que no era lo que deseaba. Piensa en los errores, en las debilidades y en los fracasos, que solamente él conoce. Regresan a su mente las alegrías pasadas, las satisfacciones y las sensaciones agradables.

El hombre se encuentra frente a sí mismo, observa su interior y lo analiza, buscando su propia identidad, queriendo descubrir quién es, qué pudo haber sido, qué puede llegar a ser. Qué camino tomar, qué cambios hacer, qué elementos debe fortalecer, cuáles asperezas debe pulir. Se hace balance de sí mismo, entre dudas y sorpresas, y se plantean los grandes interrogantes de la existencia.

Esta soledad - intimidad requiere saberse gobernar. Es decir, ser dueño y señor de uno mismo. Aprovechar esa soledad para enriquecerse con elementos valiosos que conduzcan la propia vida hacia objetivos capaces de producir satisfacciones auténticas y profundas. Hacia aquello que es verdaderamente valioso para cada uno de nosotros.

Esta soledad-intimidad, con todo lo que se va descubriendo -de uno, de los demás y de la vida-, lleva a otra cuestión importante: la de ser uno mismo. Al respecto, Confucio decía: “El hombre superior no exige nada sino de sí mismo; el hombre vulgar y sin mérito lo pide todo a los demás”.

La soledad - intimidad fomenta la sana independencia, la necesidad de esforzarse por lograr los objetivos por uno mismo, sin dejarlos en manos de otros. Permite desarrollar la capacidad de observarse e irse definiendo a sí mismo, como persona distinta a otras. Siendo comprensivo con los demás y consigo mismo, a medida que va aprendiendo, creciendo, evolucionando...




Bibliografía: DE LAS HERAS, Javier: Viaje Hacia Uno Mismo. Espasa Calpe, S.A., Madrid.
 


Imagen compartida por una amiga, con mi agradecimiento.