Mi
colaboradora, Elena, había tenido que salir del gabinete para realizar
distintas gestiones que, el viernes anterior, habíamos decidido postergar.
Yo me
encontraba sentada a la mesa de mi despacho, examinando las tres carpetas que contenían
los expedientes de cada una de las pacientes, cuya consulta constaba en mi
agenda, para la mañana de aquel día, lunes, dieciocho de julio. Por cierto,
fecha conmemorativa, en otros tiempos, del Alzamiento Nacional; aunque, el
inicio de la Guerra Civil española hubiera tenido lugar el día anterior, que
fue cuando se sublevaron los oficiales adscritos a la guarnición de Melilla.
Pasaban
unos minutos de las diez de la mañana, hora señalada para la primera de las visitas.
Se trataba de Pilar, la hermana de Antonio, uno de los profesores que impartían
las clases de pádel en el club del cual, mi marido, mi hija y yo éramos socios.
Sería la tercera vez que atendería a esta paciente, la cual había superado la
primera mitad de los cincuenta y estaba atravesando un período de su vida muy
difícil porque, el divorcio que había tenido la valentía de afrontar, le estaba
causando verdaderos estragos.
Sonó
el timbre y la mujer puso cara de sorpresa, al comprobar que era yo quien le
abría la puerta.
-¡Buenos
días, Pilar! -procuré saludar con cordialidad, intentando aliviar la sensación
de agobio que se reflejaba en el rostro de la recién llegada.
Era
alta y delgada, de tez muy blanca, poblada de pecas. Su cabello rojizo, peinado
hacia atrás y recogido en un moño, armonizaba con unas largas cejas del mismo
color, aunque de tono más difuminado. Su cara era alargada, la nariz recta, su
frente limpia y despejada. De sus bien proporcionadas orejas colgaban unos
discretos pendientes de oro. Su boca era más bien pequeña, impresión que a una
le causaba, por tener sus labios pintados de un discreto y suave color rosado.
Pero, por encima de todo, resaltaban unos grandes ojos de color azul marino,
que eran los responsables de que Pilar llamase la atención por su belleza, a
pesar de que unas profundas ojeras delataban el agotador estrés al que estaba siendo
sometida. No importaba que fuera vestida con unos cómodos zapatos de tenis y un
conjunto formado por pantalón y camisa vaqueras, su porte y movimientos eran de
una distinción innata.
-¿Qué
tal has pasado el fin de semana, Pilar? -le pregunté, después de que ella se
hubiera acomodado en uno de los sillones que rodean la amplia mesa rectangular
que está en la salita donde celebro las reuniones de trabajo y le hubiese servido
el vaso con agua que me pidiera, en respuesta a mi ofrecimiento de un café.
-Disfrutando
de mis dos nietos, en casa de mi nuera -contestó, en voz baja- ¡Soportando un calor asfixiante, a pesar de estar en plena
sierra!
-¿En
casa de tu nuera? -repetí, en tono de pregunta, dándole a entender mi
extrañeza.
-Mi
hijo está de viaje -respondió, Pilar, dirigiéndome una amable sonrisa-. No
regresará hasta dentro de unos días, lo cual no impidió, a Matilde, pasar por
mi casa y secuestrarme. ¡Es una muchacha encantadora! Yo la quiero, como si
fuese mi propia hija.
-Entonces,
te habrá servido para quitarte de encima algo de la tenaz tensión que llevas
acumulada -le dije, para suscitar su asertividad.
-Puede
ser -contestó, mi paciente, condescendiente con mi inventada conclusión-. Pero,
de muy poco sirvió porque, en cuanto mi nuera me dejó en casa, ayer por la
tarde, el mundo entero pareció caer sobre mis hombros.
-¿Y,
eso? -pregunté, exagerando mi sorpresa.
-¡Odio los domingos! En mucho, el
domingo es, para mí, el peor día de la semana.
No le
di respuesta. En su lugar, me quedé mirándola, en espera de que ella se
explayara, que fue lo que sucedió, inmediatamente.
Se
refirió a los años de su adolescencia. Explicó que, salvo que se encontrara
enfermo, o de viaje, su padre aprovechaba todos los domingos y días festivos,
para pasarlos en la finca heredada de su abuelo, situada en un pueblo que
estaba a dos horas de viaje, en coche, desde la ciudad donde vivían. A su
progenitor, le encantaba todo lo que tenía que ver con el campo y se hacía lo
que él quisiera, sin importarle los compromisos que su familia pudiera tener,
ni que su esposa se la pasara trabajando, desde el primer momento que llegaran
a la casa solariega, que solía ser el sábado, a última hora de la tarde. Por
ser mujer, además de la menor de sus hermanos, a ella le correspondía ayudar a
su madre, en todas las tareas.
Los
domingos, era imperativo que todos asistieran a la misa de las once de la
mañana, en la iglesia del pueblo. Como fuera que su padre no podía entender que
alguno de los miembros de su familia dejase de comulgar, era necesario
levantarse muy temprano; de manera, que todos hubiesen desayunado antes de las
ocho de la mañana, respetando el ayuno de tres horas establecido por Pío XII,
en mil novecientos cincuenta y tres. Fue la norma que él mantuvo vigente hasta
el final de sus días, sin importarle que Pablo VI redujera el tiempo de ayuno a
una hora antes de que tuviese lugar la celebración de la Sagrada Eucaristía.
Finalizada
la Santa Misa, sus hermanos se juntaban con los amigos y su padre disfrutaba
del vermú jugando una partida de dominó, en la tasca de la plaza del pueblo. En
cambio, su madre y ella, ultimaban la compra de algunos comestibles y regresaban
a la casa que distaba del núcleo urbano, más de un cuarto de hora, andando.
Tenían que arreglar las habitaciones, hacer las camas y preparar la comida. Muy
poca, era la ayuda que Pilar prestaba a su madre en cuestiones culinarias, pero
dejaba perfectamente alistada la mesa del comedor para la hora del almuerzo,
sin que faltara detalle alguno.
Jamás,
su madre y ella, escucharon palabra alguna de agradecimiento, ya fuera de su
propio padre, o de sus hermanos. Más bien críticas y protestas que, en
ocasiones, terminaban con la paciencia de su madre.
-Cuando
se llegaba a este punto -me permití interrumpirla- la autoridad de tu madre
debía chocar con la de su marido.
-No
recuerdo una sola ocasión, en la que la autoridad de mi madre llegara a
imponerse -contestó, Pilar, con tristeza-. El amo de la casa respondía
contundentemente, a la hora de permitir lo que él entendía fuese una
intromisión.
-Entonces,
qué ocurría -no pude evitar preguntar.
-Mi
madre, se refugiaba en el silencio -respondió, mi paciente-. Yo, a diferencia
de mis hermanos, aprendí a hacer lo mismo.
Se
produjo un largo silencio. Cuando me vi obligada a interrumpirlo, Pilar se
adelantó. Fijó su mirada en la mía y añadió:
-Le
confieso, doctora, que tropecé con la misma piedra, al contraer matrimonio. Por
favor, hablemos de mi divorcio.
Artículos en el blog, sobre el tema de la asertividad:
En realidad tendemos a buscar la pareja que más se parezca a la figura paterna.. Conformismo, seguir con lo conocido por costumbre, en otras ocasiones, amor desmesurado al padre... pero este es un claro ejemplo de el miedo a salir de la "zona de confort". ¡Muy bueno!!
ResponderEliminarNo lo sé, Paloma. Supongo que, en algunos casos, la mujer puede buscar, inconscientemente, a una pareja que se parezca al padre, o el hombre buscará a alguien con los valores y forma de ser de la madre. No siempre, afortunadamente. Lo de la elección de pareja es un asunto bastante complejo. De alguna manera, está muy telacionado con nuestras experiencias previas, con el modelo de pareja que hemos visto en nuestros padres, con nuestras carencias, con lo que es importante para nosotros... Puede que ni haya sido meditado, sino que se dieron una serie de circunstancias para seguir con esa relación.
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