domingo, 1 de julio de 2018

Un escrito de Germán Arango Ulloa: “De nuestro hijo y otros padres”



Me llamó la atención leer el artículo que un amigo mío, Germán Arango, escribió sobre su experiencia personal, cuando fue padre por vez primera. Me pareció una narración muy tierna y me gustó mucho que hubiera sido hecha por un hombre. Son escasas las publicaciones que se refieren a la relación paterno-filial. Por estas razones, le pedí su autorización para compartirlo con ustedes.

El autor nos abre, de par en par, las puertas de su corazón. Nos deja entrar en su más profunda intimidad. Su detallado relato nos lleva a formarnos una clara idea de la estrecha relación que, padre e hijo, mantenían. Nos desvela cómo fue la presencia constante del progenitor en la vida de su hijo, desde antes de que éste diera sus primeros pasos.

Muchos padres, al igual que, también, pudiera suceder con algunas madres, se pierden momentos importantes de la vida de sus hijos. No encuentran tiempo para esa cercanía tan necesaria en su relación con ellos, no parecen darse cuenta de todo lo que los hijos pueden aportar a sus progenitores, un verdadero cúmulo de entrañables experiencias y deliciosos aprendizajes.

Tradicionalmente, los padres han dejado gran parte de la crianza y de la educación de sus hijos en manos de las madres; algunas de las cuales, por razones de trabajo o compromisos de otra índole, han podido recurrir a la ayuda de aquellas otras mujeres que forman parte del entorno familiar. De un tiempo a esta parte, se ha venido incrementando el número de hombres que se han negado a ser, tan solo,  proveedores económicos de su familia. Parece justo reconocer que han ido asumiendo un papel más activo en la vida de sus hijos, desde la más tierna infancia de los mismos. Lo cual, además de crear unos vínculos mucho más estrechos con el hijo, enriquece en gran manera la relación familiar.

A continuación, el texto íntegro al que me he referido:


Mi hijo al nacer nos hizo disfrutar y vivir en carne propia a Mi Niña Anita y a mí, el prodigio de la vida y, parafraseando a Quino a través de la lenguaraz Mafalda, nos graduó de madre y padre el mismo día que él se asomó a la vida, exponiendo impoluto e impúdico a la vez, su graduación de hijo, en completa desnudez. En vez de birrete engomado, cubría su cabeza calva con una pelusilla de color carmesí intenso como el fuego, que al llegar a la nuca se convertía en un manojo sutil de llamas encendidas. Fueron señales inequívocas, junto con las pecas, también granas, del valor único que de su padre heredaría: su ideario. Ideario de pensamiento libre, rojo que llaman los impíos, pero que nosotros -mis hijos, su madre, mi amante y eterna compañera- llamamos solidario, consecuente.

Mi hijo, siendo apenas un crio amador y mamador de la mama de mamá y -hay que decirlo- de leche Klim a la lata; chupador de pupito y ala de gallina nochera, así como excretor de babas y otras cochinadas, comenzó a enseñarme, letra a letra, y con paciencia, a deletrear, a practicar y a saborear con gusto el significado tangible del amor. Del amor de hijo, del amor de madre, del amor de hermano, del amor de padre… del amor de Dios, ese amor que no es nada más que el mismo Dios que tantos invocan y pocos practican en su esencia. Esa esencia que es hacer presencia, dar con entrega, acompañar, estar ahí cuando se requiere ayuda… cuando se necesita amor: amor para hablar con él cuando estamos ocupados hablando “cosas de adultos”, amor para jugar con él cuando estamos cansados. Amor para aprender con él, para darle desde chiquito responsabilidades de mayorcito, y hacerlo sentir importante con sus pequeños logros grandes. Amor, ese amor subliminal -sin prepotencias ni hipocresías- que a veces se requiere para corregirlo cuando se equivoca, pero que también lo invita a que se siga equivocando porque es la mejor manera de aprender. Amor ¿cómo no? para compartir con él sus alegrías, sus tristezas, sus risas y sus llantos. Amor, en fin, para entregar sin mezquindad lo que a veces nosotros mismos necesitamos, y no para dar de lo que nos sobra, con la codicia -eso sí- de una compensación rentable.

Le encantaba -y le sigue encantando- la música, y al momento de irse a dormir sus canciones de cuna fueron el Corrido del caballo blanco, de José Alfredo Jiménez por aquello del trotecito galopero al comienzo de la canción; Qué más quieren los señores, de Arnulfo Briceño, Esos locos bajitos de Joan Manuel Serrat, Cantares de Machado y Serrat, La sinfonía de los juguetes, de Haydn, las Cuatro estaciones de Vivaldi, la Sinfonía inconclusa en la mar y La creación, de Piero, entre otras.

Mi hijo, con una vocación prematura de padre -infrecuente en otros niños varones, criados a lo macho, que no fue su caso-, nos llevó de su mano a Anita y a mí a conocer mundos que quizás por nuestra recién pasada orfandad de hijos, habían pasado desapercibidos. Nos explicó orgulloso y paso a paso, como había logrado que un turpial cantor y vagabundo caído en desgracia y preso en una jaula, que habíamos comprado para soltarlo y al que, por supuesto, le habían cortado las alas, saliera de su prisión, diera algunos pasos vacilantes, primero, y luego, más seguro, corriera y saliera a volar, hiciera figuras en el aire, comiera y silbara todo el día entre los árboles y regresara al caer la tarde para dormir arropado por él en una cajita de cartón. Con su filosofía infantil me hizo ver la vitalidad de la libertad y la nobleza de la gratitud.

Otro día lo encontramos extasiado observando un frasco que, con calma y dedicación había llenado de abejas obreras, mosquitos rebuscadores, lombrices aburguesadas y, por supuesto, aduladoras, gusanos sobradores, hormigas proletarias, avispas capitalistas y, claro, salvajes, garrapatas politiqueras con sus guardias de pulguitas militares, escoltas de piojos paramilitares y otros insectos y parásitos surtidos. Sobresalían por su tamaño dos arañas parlamentarias y holgazanas, y un escarabajo pequeño y claramente subversivo de colores brillantes que parecía cuestionarlo todo, pero al final era arrinconado por la mayoría. Nuestro hijo les echaba pedacitos de cereales y hierbas de distintas clases, así como trocitos diminutos de carne para que cada cual se alimentara a su gusto, y sin que llegaran a devorarse entre ellos, aunque a veces se mostraran desafiantes. Al notar cierto sofoco dentro del frasco, John Robert, como se llama nuestro hijo en honor a mi amigo, a mi hermano del alma John Robert Castelli, que dio su vida por mí, le abrió unos huecos diminutos para que entrara aire y así enfriar los ánimos. Con su ya para entonces habitual, aunque precoz razonamiento, me demostró de manera práctica cómo una comunidad, por diferencias que tengan entre sí, puede cohabitar y subsistir si se le proporcionan los medios para hacerlo.

Cuando más nos enseñaba, sin embargo, era cuando preguntaba, es decir siempre: en todo momento, en todo lugar. Los por qué eran incesantes, abrumadores, a veces, aunque siempre interesantes y por lo tanto incontestables sin investigación previa. Como entonces el maestro Google no existía y menos aún se doctoraba en sabelotodo, había que recurrir a la biblioteca, a veces a la librería, y sobre todo a los campos, las cosas y los hechos mismos causantes de la curiosidad insaciable de mi hijo. Por esa vía fueron muchas -demasiadas tal vez algunas- las veces que resultamos los dos metidos hasta el cuello en situaciones comprometedoras, unas, y comprometidas, otras, en las que los demás mortales difícilmente se meterían.

Poco importaba que yo llegara de trabajar tarde en la noche, o incluso temprano en la madrugada cuando había noticias que me obligaban a alargar la labor: mi hijo, de manera impajaritable, infaltable, estaba ahí, atento a que yo entrara al cuarto y encendiera una lámpara pequeña para no molestar. Entonces espernancaba sus ojos como de cachorro de ciervo rojizo que, inquisidores, escudriñaban mis manos en busca de su también impajaritable ala de una gallina que yo solía llevar. Una vez que comenzaba a chuparla, me señalaba el libro que de antemano había escogido él mismo para que le leyera, le mostrara las ilustraciones y, claro, le explicara los parlamentos. Así, entre cabeceo de Mi Niña Anita y mío y cabeceo suyo, se volvió adicto a Mafalda, y más aún a Libertad, la diminuta ídem de aquella, pero más agresiva y preguntona como él, e hija de una traductora de libros en francés. De ella, de la madre de Libertad, se empeñó en saber qué clase de libros traducía. Como ni siquiera Quino (Joaquín Salvador Lavado Tejón), su creador, lo sabía con certeza, debí inventarle que eran cosas extrañas como Los derechos del hombre y del ciudadano. También novelas como Los miserables de Víctor Hugo, o El conde de Montecristo de Alejandro Dumas. Cosas así, livianas. ¿Y qué creen? Sí… unos días después tuvimos que leérselas, y qué dicha: las volvimos a disfrutar.

Más adelante vendrían Simón el bobito, Michín y otros personajes de Rafael Pombo; Tom Sawyer, Huckleberry Finn, el tío Tom de la cabaña, Manolín, Santiago y el pez espada del Viejo y el mar, Robert Jordán, María y su banda de guerrilleros en Por quién doblan las campanas. Apenas comenzando a leer por sí solo, se enfrascó en Los diarios de Ernesto Guevara, las andanzas de Cervantes, aunque más en las de Federico García Lorca, Antonio Machado, Miguel Hernández; Cien años de soledad y cien cosas más, y otra vez Mafalda.

No solo leía con nosotros, sino que también a toda hora nos sacaba a jugar con él: fútbol, tenis, ciclismo, y al agua a nadar cuando teníamos charcos a la mano.

Desde niño consiguió empleos por sí solo ayudando a arreglar y a pintar bicicletas; arreglaba e inventaba cosas. Nunca aprendió parqués o parchís, pero dominó pronto el ajedrez.

Él, nuestro hijo, nos estimuló a profundizar nuestros conocimientos, a templar más nuestro carácter, a perseguir con más ahínco nuestros ideales, a perseverar en ellos, y a mantenerlos firmes, inamovibles. Al mismo tiempo -y más importante aún- él, nuestro hijo, forjó los suyos.

Por eso hoy, cuando él llega con esfuerzos grandes, méritos brillantes y propios a su primera cuarentena de años sin cambiar su sentir de niño, aprendiendo a su vez de sus propios hijos; cuando Mi Niña y yo trasegamos por la senda de nuestra sexta década de la mano suya y de nuestro otro hijo, Camilo, que una es copia idéntica del primero y de mi amante compañera, la madre de nuestros hijos, con amor le digo: gracias hijo por ser mi padre.”

GAU © 10-13-2013





Imagen encontrada en Internet:

https://maternidadedecabelosempe.files.wordpress.com/2018/06/img_4037.jpg



No hay comentarios:

Publicar un comentario