viernes, 8 de diciembre de 2017

De los celos y otras querencias, por Germán Arango Ulloa




Hace unos días le comenté a un gran amigo mío, Germán Arango, que andaba buscando información sobre los celos, un tema que es motivo de trastorno por parte de muchas personas, sobre el cual, tenía la intención de escribir.

Él me comentó que había sido cercano testigo de un patético caso de celos, sufrido por un ex compañero de trabajo y que, si yo quería, trataría de ponerlo por escrito y hacérmelo llegar. Como se pueden imaginar, mi respuesta fue “¡Sí, por favor!”. 

Es un texto que consta de dos partes. La primera, nos describe, con todo detalle, una de las formas que pueden tomar los celos, ya que no todos son iguales. La segunda parte, nos llega a través de las palabras de Marina, psicóloga y terapeuta familiar, quien nos proporciona bastante información acerca de los celos.

El caso al que se refiere mi amigo, trata de unos celos patológicos que, de no ser tratados adecuadamente, podría fácilmente terminar apareciendo en una página de sucesos. Hay otros celos más leves, no tan evidentes como los de este individuo, que se desarrollan por otras causas diferentes y que tienen distintas formas de manifestarse.

Como apuntaba en el primer párrafo, he estado recopilando información sobre el tema para compartirla con todos ustedes y hacerles llegar algunas reflexiones personales, lo cual, dejo para otra ocasión, con el ánimo de no hacer demasiado extenso el presente artículo.

Tanto a Germán Arango, como a mí, nos gustaría leer cuantos comentarios tuvieran la gentileza de hacernos llegar sobre este escrito, o relativo al tema de los celos, en general. Les estaremos muy agradecidos.


De los celos y otras querencias (por Germán Arango Ulloa)

Las imágenes que se veían a través del teleobjetivo de la cámara eran nítidas, a pesar de la luz titilante de los tubos fluorescentes que iluminaban las oficinas de la Empresa de Telecomunicaciones de Colombia, en Bogotá. En ellas, aparecían Maribel, su jefe y dos empleadas más, que laboraban diligentemente, a pesar de la modorra, de las tres, de una tarde de sol picante, típico de las ciudades situadas por encima de los dos mil metros de altura sobre el nivel del mar.

A una cuadra de allí, en una habitación lúgubre de luz mortecina, en un motel prostibulario de mala muerte, Carlos Alberto sudaba frío, esforzándose por enfocar lo mejor posible a su novia Maribel que, al parecer, recibía instrucciones de su jefe. La distancia entre los dos era de pocos centímetros, lo que hacía que Carlos Alberto se enervara progresivamente con los movimientos que observaba. En cada acercamiento, a veces un roce innocuo, el fotógrafo furtivo se sentía enloquecer, deseaba tener micrófonos de largo alcance, como eran los teleobjetivos de su cámara. Su cuerpo se tensaba, las manos le temblaban, echaba babaza por la boca, los ojos se desorbitaban, lloraban de la ira y se enrojecían. Desesperado, Carlos Alberto fumaba un cigarrillo tras otro, tomaba tragos largos de aguardiente, soltaba la cámara, caminaba de un lado a otro del cuarto, le daba golpes a las paredes y volvía a su posta frente al trípode que sostenía la cámara. Enfocaba de nuevo y permanecía inmóvil, sin pestañear hasta que percibía algún movimiento y entonces disparaba sin cesar, hasta acabar uno, dos, tres, hasta cuatro o cinco rollos de treinta y seis cuadros, los cuales, cargaba siempre en su pesado maletín de fotógrafo de la agencia de prensa internacional, donde él y yo trabajábamos.

Maribel, entretanto, seguía dándole sin cesar a las teclas de una máquina de escribir, trasladando a lenguaje normal lo que había copiado en taquigrafía. De repente, su intuición fue el motivo de su azoramiento, que se convirtió en desasosiego, a medida que pasaban los segundos. Porque, del presentimiento, pasó al convencimiento de que la estaban observando y llegó a sentirse muy angustiada, al saber en su interior, quién era la persona que la vigilaba, desde la distancia.

Carlos Alberto y Maribel vivían, convivían y sobrevivían en medio de una perfecta tormenta amorosa, causada por los celos de él y las inseguridades que le generaban a ella. Las riñas eran frecuentes, recurrentes; los insultos inevitables, los distanciamientos periódicos, las reconciliaciones insulsas. Carlos Alberto y Maribel, como amigos cercanos que éramos, nos confiaron, a mi esposa y a mí, esas y otras incidencias que atentaban en contra de su relación. Lo hicieron, en búsqueda de un consejo sobre qué podían hacer, con el fin de que fueran atendidos por mi madre, Marina, psicóloga, consejera de familia, y para que ella tratara de orientarlos. Porque los celos son malevos: las facciones de la cara cambian, la voz se distorsiona, el ánimo se pierde, las relaciones se desbaratan, se pierden. Algunos matan. Los celos, en fin, son un problema universal. Todos los han sentido y los han generado.

Pero, ¿qué son, en fin, los celos?, ¿cómo nos afectan?, ¿se pueden controlar?, ¿por qué existen personas con mayor tendencia a desarrollarlos que otras?, ¿cuáles son las características de personalidad que hacen a una persona susceptible de ser celosa?, ¿afectan el esquema familiar en el que hemos vivido, en el posterior desarrollo de las celotipias (pasión de los celos)?, ¿qué variables son las más decisivas en la aparición y modulación de la patología?, ¿qué emociones están implícitas y subyacen a este trastorno?

Pues bien, de acuerdo con lo que mi madre Marina explicaba, los celos son un trastorno expresado en tres niveles: cognitivo, emocional y conductual, los tres, afectados en mayor o menor medida. Es, por tanto, un trastorno de base cognitiva y de expresión afectivo-emocional y conductual.

Toda persona celosa –decía mi madre— tiene interiorizadas una serie de creencias e ideas no adaptativas, con relación al sexo opuesto y a las relaciones afectivas con éste. Esas creencias, con base en la educación, el contexto familiar de origen, la infancia y en las interacciones sociales cercanas, condicionan de manera muy significativa la capacidad del individuo de contemplar a los demás y a los hechos que se suceden a su alrededor, de manera clara y objetiva.

Son las mismas distorsiones de la realidad las que retroalimentan el complejo, fomentando una estructura cognitiva patológica particular y la manifestación de los sesgos cognitivos. De manera que, este conjunto de pensamientos, ideas y creencias, fuertemente asentado y arraigado, se convierte en un filtro, a través del cual, el individuo observa e interpreta los acontecimientos, las respuestas y, en general, las conductas y las relaciones de los demás y, muy concretamente, las de su pareja.

Por tanto, nos encontramos con un concepto del amor peculiar y altamente patológico, asociado a ideas vinculadas a emociones no placenteras, tales como la desconfianza, el miedo, la inseguridad; todas ellas, relacionadas con la idea nuclear básica: “el temor a ser engañado por su pareja”, es decir, “el miedo a ser objeto de un engaño tramado por la persona con la que comparte su vida y a no llegar a ser consciente del mismo”. Este temor cierne de forma constante y transversal todo aquello que está relacionado con el amor y las relaciones en general y que da lugar a las particulares reacciones de la persona celosa, tanto las emocionales como las conductuales. Como este miedo “obsesivo y angustiante” carece de base real, la persona celosa desarrolla un cuadro patológico de contenido paranoide vinculado, eso sí, a la relación afectivo-emocional que está viviendo y manifestando abiertamente signos de machismo, suspicacia, susceptibilidad y desconfianza. Dicho temor, limita sustancialmente al individuo, a causa del fuerte poder de intrusión que poseen esos pensamientos e ideas.

Para poder mitigar los efectos perturbadores que le generan, el celoso pone en práctica un control férreo sobre la otra parte, creyendo que así podrá encontrar algún signo o indicio que le lleve a confirmar sus temores y sus miedos. “Sin duda –decía Marina—, en este punto se puede encontrar el nexo con las constelaciones familiares del paciente, es decir, con el modelo de crianza interiorizado en su infancia. Por lo general son modelos familiares herméticos, no permeables con el exterior, hostiles a inferencias, suspicaces y tendentes a malinterpretar las acciones de los demás, modelos que inculcan valores y creencias machistas y en los que la dependencia emocional es clave en el desarrollo de la personalidad. Son frecuentes, también, los vínculos afectivos de apego ambivalentes –agregaba— con las figuras cuidadoras y los vínculos inseguros. Estos sistemas familiares fomentan la inseguridad y la desconfianza en los demás, desarrollando auto conceptos y autoestimas frágiles y dependientes. De manera que, el celoso, es una persona insegura, dependiente, desconfiada y con baja autoestima. Esta fuerte inseguridad en sí mismo la traslada a su relación y a su pareja, siendo su mayor temor la pérdida de la relación en cuanto esto supondría la desintegración de la precaria seguridad construida en torno a la relación de pareja. Tales temores –concluyó— tarde o temprano, conducirán a la persona celosa, al desarrollo de una fuerte inestabilidad emocional de contenido neurótico. Todo esto, asociado a una visión de las relaciones humanas desde una perspectiva instrumental o utilitaria (en la que el objetivo de las relaciones afectivas es la satisfacción de las propias necesidades) y sobre la que se construye el propio yo, conducirá, a su vez, a la expresión de conductas agresivas físicas y/o psicológicas.”

GAU © 2017





Imagen encontrada en Internet, de https://www.fotolia.com/id/61432215,





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