Recuerdo
el día que la conocí. Era un lunes. Contrariamente a lo habitual en mí, salí
con suficiente tiempo de la casa en la que residía, en Highgate, un barrio residencial
al norte de Londres, para dirigirme a la estación de metro del mismo nombre.
Era
el hogar formado por el médico de cabecera del intérprete de mi padre, su
esposa Angie y un niño bastante travieso que se llamaba Edward, quien había
tenido un fin de semana repleto de agasajos por haber cumplido su décimo
aniversario. Yo había pasado los tres veranos anteriores con esta familia y el
afecto que nos guardábamos hizo que ellos se alegraran de volver a ofrecerme su
casa, cuando les llamé por teléfono para decirles que quería afrontar mi cuarto
curso consecutivo de inglés.
La
academia estaba ubicada en Oxford Street, cerca de Charing Cross Road, por lo
que, al salir de la estación de Tottenham Court Road, bastaba cruzar la calle y
dar un centenar de pasos para llegar a la altura del inconfundible hall de entrada
de aquel reputado centro educativo.
Las
clases de idioma inglés eran diarias, de lunes a viernes, comenzaban a las
nueve de la mañana y finalizaban al mediodía, después de haber tenido un receso
de un cuarto de hora. Quienes quisieran, podían quedarse a comer en el
restaurante de la academia por un módico precio que se pagaba al comprar un
talonario de tickets.
Aquel
lunes era el primer día laborable del mes de julio y ni uno sólo, de entre la
veintena de alumnos pertenecientes al cuarto curso, dejamos de sorprendernos a
medida que íbamos entrando en el aula. En la última fila, sentada detrás de un
pupitre, una nueva compañera se había incorporado a la clase. Por su piel
morena, sus ojos verdes y el cabello negro, en seguida supe que era española. Mrs.
Elizabeth McGregor, nuestra respetada profesora escocesa, bien hubiera podido
ahorrarse la breve presentación que hizo de la recién llegada, aunque sirvió
para enterarnos que se llamaba Paloma. Su elegancia y su distinguido porte
ponían claramente de manifiesto que era una chica de casa muy acomodada. Se
mostró tan cohibida, que decidí sentarme a su lado, al ser yo el único alumno
español que había formado parte del grupo, hasta entonces.
Aunque
de estatura no muy alta, Paloma tenía un porte muy llamativo por su elegancia.
Vestía de una manera clásica. Calzaba unos mocasines de color negro con tacón
más alto de lo normal, vestía unas ajustadas medias de lycra que se habían
puesto de moda entre las azafatas, una falda de lana de color gris oscuro y un
jersey de cuello vuelto, del mismo color. Estas dos últimas prendas eran muy
ajustadas, por lo que marcaban su contorno. Pretendía disimular sus prominentes
pechos con una chaqueta que colgaba del respaldo de su silla, la cual se puso,
cuando terminó la clase.
Muy
pronto, Paloma y yo establecimos una abierta y sincera comunicación que, al
finalizar el verano, se había convertido en amistad. A pesar de que estuvimos
largos períodos de tiempo sin vernos, el afecto que nos profesábamos demostró
ser de una inquebrantable firmeza y podría afirmar, sin ningún temor a
equivocarme, que perdurará para siempre. Me gustaría que sirviera de ejemplo para
desmontar la teoría de que no es posible la amistad entre un hombre y una
mujer. Me parece importante señalar que, en mi ánimo, jamás existió el deseo de
coqueteo alguno con Paloma, a pesar del impacto que me produjo desde el primer
momento. Al igual que en veranos
anteriores, mi atención se centraba en las chicas de las diferentes nacionalidades
europeas. Ignoro por qué razón, excluía mentalmente a las orientales, por muy
exótica que fuera su hermosura. En aquellos tiempos, yo negaba el carácter
europeo a las españolas, no tanto por su procedencia geográfica, como por la
cerrada mentalidad que, en mi opinión, demostraban tener en su relación con los
hombres en general.
No
obstante, además de ser una excelente representante de la belleza femenina
española, Paloma era una excepción. Desde el primer momento, tuvo una sucesión
de pretendientes, a los cuales manejó con una simpatía radiante, lo cual motivó
que más de uno se enamorara de ella. Enseguida me di cuenta de que, además de
ser muy atractiva, tenía una especial habilidad para despertar los más
profundos sentimientos en los compañeros que habían tenido el privilegio de
conocerla.
Por
nada del mundo me permití interferirme en su vida y, mucho menos, en sus
decisiones, aunque me preocupase al verla salir e intimar con distintas
personas, sobre algunas de las cuales, la información que obraba en mi poder
señalaba que eran poco recomendables.
Yo
tenía dos inseparables compañeros de aventuras, con los cuales compartía
diariamente el tiempo libre. Sus nombres eran Curzio y Hassan. Como buen
italiano, además de gozar de un gran atractivo físico, Curzio era un fenómeno a
la hora de ligar. Puedo asegurar no haber conocido a un experto semejante, a lo
largo de toda mi vida. Hassan era todo lo contrario, bajito, delgado, de tez
muy oscura y nariz aguileña, muy poco hábil en el trato con las mujeres, de las
que esperaba que se fueran a la cama con él, para después olvidarlas. Era iraquí,
hijo de padre diplomático y estaba a falta del último semestre para titularse en
seguros de transportes aéreos y marítimos. Vivía en Kensington, en un lujoso
apartamento que era propiedad de un primo suyo llamado Kamâl, asesor legal de
un grupo de inversores inmobiliarios, quien vivía en Nueva York. A lo largo de
aquel verano, Kamâl estuvo en Londres en un par de ocasiones. En la segunda, faltando
pocos días para la terminación de nuestra estancia en Inglaterra, encargó una
fiesta para un limitado número de amigos, advirtiendo a los organizadores que
debían proporcionar compañía femenina a todos aquellos invitados que carecieran
de la misma. No pude evitar que Curzio hablara con Paloma y le contara las
excelencias de la fiesta, sin olvidar ningún detalle, incluido lo de la
compañía femenina. Tampoco, que mi amiga decidiera aceptar la invitación, atraída
por la curiosidad y por los cantos de sirena del italiano.
Ocurrió
lo que yo me temía. Cuando la fiesta estaba en su mayor apogeo, Paloma y Curzio
desaparecieron, sin despedirse de nadie. Ni al día siguiente, sábado, ni
durante el transcurso del domingo, Hassan y yo tuvimos noticias de ellos.
El
lunes, a la hora en la que terminaban las clases, Paloma y Curzio se
presentaron en la academia, cogidos de la mano, para despedirse de todo el
mundo. Nos dijeron que habían decidido adelantar su salida de Londres para poder
pasar una semana en París. En un aparte, mi amiga me dijo, en voz muy baja, que
se había enamorado y que me llamaría para contármelo, tan pronto estuviese de
regreso, en España.
Fue a
finales del mes de octubre cuando me llamó y me citó en una cafetería. Estaba
hecha polvo e intentaba recuperarse del estrepitoso fracaso amoroso que había
tenido. Ante el silencio de Curzio, Paloma decidió llamarlo por teléfono y, de
la propia voz del italiano, tuvo que escuchar que la romántica aventura
veraniega había terminado. Me confesó que temía haberse quedado embarazada y
que necesitaba de todo mi apoyo, en aquellos momentos de zozobra. Hubiese sido
inútil que yo recriminara su comportamiento en la fiesta en casa de Kamâl. Me
hubiera dicho que no se arrepentía de nada y que ella era una mujer que
disfrutaba de los momentos felices que la vida le regalaba. A los tres o cuatro
días, volvió a llamarme para decirme que había sido una falsa alarma.
Al
terminar la carrera de Derecho, decidió preparar oposiciones para acceder a la
Judicatura. Supe de sus relaciones amorosas por lo que ella misma me contaba y
por la propia experiencia de alguno de mis amigos. Paloma era la alegría y la
amabilidad personificadas, lo cual inducía a confusión por parte de quienes se
enamoraban de ella. Aunque respetaba y admiraba la bondad y la nobleza en los
hombres, Paloma caía en la trampa que le tendían los más insignes aduladores y
aventureros. Por tal motivo, rompió un par de noviazgos y terminó casándose con
un playboy de noble familia, para sorpresa de amigos y extraños. El matrimonio
no llegó al año porque los consortes se separaron, a los diez meses después de
haberlo contraído.
Jamás,
me tomé la libertad de hacer reflexionar a Paloma sobre su comportamiento
amoroso. Pero, ante la cara de sorpresa que debí poner un día, me dijo:
-Tú
me conoces muy bien y no debería extrañarte que yo prefiera el vértigo que
producen el amor loco y la aventura, en lugar de la estable monotonía de un
hombre, por muy bueno que éste sea.
-Lo
sé -le respondí-. Pero no dejará de sorprenderme y molestarme que la adulación
y la vileza de algunos sean capaces de doblegar la inteligencia femenina.
Posiblemente
transcurrieran un par de años desde que mantuviésemos esta conversación, cuando
Paloma, radiante de alegría, me dijo que había accedido a la Judicatura. Hasta
el día de hoy, mi amiga no se ha vuelto a casar, pero probablemente sea una de
las juezas más alegres que existan sobre la capa de la tierra.