El
destino quiso que yo me tropezara con Laura, mientras hacíamos cola frente a la
misma ventanilla de atención a los estudiantes, en la sala donde se hallaba
ubicada la Administración de la Universidad de Navarra.
Fue
ella quien se dirigió a mí para preguntarme si era colombiana. Me llamó mucho
la atención que, sin haber abierto yo la boca, adivinara cuál era mi
nacionalidad. Apenas me dio tiempo a asentir, cuando ya me había formulado
otras dos preguntas consecutivas. A la primera, le dije que iba a preparar un
Postgrado en Psicología y, a la segunda, tuve que contestar nuevamente en
sentido afirmativo y decirle que, efectivamente, estaba buscando alojamiento.
-Es
la razón por la cual estoy aquí -le confesé, con cierta timidez-. Para pedir
información sobre las alternativas disponibles.
Fue
entonces, cuando se salió de la fila, me agarró del brazo con delicadeza y me
rogó que yo hiciera lo mismo. Mi cara de asombro le impulsó a contarme que ella
era argentina, que se llamaba Laura, que estaba finalizando un doctorado en
Ciencias Económicas y Empresariales y que había venido porque, justamente,
estaba buscando cubrir una vacante que se había producido en el piso que ella
compartía con otra amiga chilena. Me habló, con todo lujo de detalles, de cómo
era el apartamento, de sus comodidades y de su excelente ubicación. Me pareció
conveniente el importe que tendría que aportar para cubrir mi parte proporcional,
en concepto de mensualidad y consumos. Sin que me diera cuenta, me encontré
fuera del edificio de la Universidad, abandonando el campus, con paso decidido,
camino de donde yo residiría durante el curso universitario.
En
aquel bello y confortable piso, con suelo y vigas de madera, preparado para
afrontar los fríos del invierno, pasé un inolvidable año en compañía de María,
la compañera chilena que preparaba la Licenciatura en Derecho Canónico, y de
Laura. A pesar de trabajar en materias distintas, el largo tiempo de
convivencia hizo que estableciésemos una linda amistad. Sin embargo, aun a día
de hoy, me pregunto cómo fue posible, teniendo Laura un carácter tan distinto a
sus otras dos compañeras de piso.
Aunque
en otra oportunidad hablaré de María, quisiera decir que, una vez hubo
terminado nuestra estancia en Pamplona, las tres regresamos a nuestros
respectivos países. Yo me esforcé por mantenerme en contacto con ambas. Laura era
muy remisa a la hora de corresponder a las cartas que yo le escribía. Cuando lo
hacía, se trataba de escritos cortos y escuetos en los que me hablaba de su
progresión profesional. Aun cuando no contestaba a casi ninguna de las
cuestiones que le exponía, yo me daba por satisfecha al confirmar que nuestra
amistad seguía estando latente.
Habrían
transcurrido algo más de dos años, cuando recibí una llamada telefónica suya,
faltando muy pocas fechas para la Navidad. Fue para decirme que se casaba y que
quería que yo fuera uno de los dos testigos que la novia debía aportar, el día
de su boda. Me adelantó la fecha prevista para el enlace y me dijo que me daría
más detalles. A los pocos días de haber celebrado la entrada del nuevo año, me
volvió a llamar y me dijo que se había anulado su casamiento. Me pidió
disculpas y se limitó a decirme que había roto el compromiso con su novio, al darse
cuenta de que existía una incompatibilidad de caracteres mucho mayor de lo que
ella había imaginado, al inicio de su corta relación.
En
junio de aquel mismo año, le escribí una carta anunciándole que me trasladaba a
Caracas y le daba mis nuevas coordenadas. Antes de que mi familia y yo
abandonáramos Bogotá por tiempo indefinido, recibí un correo urgente de Laura,
diciéndome que la entidad financiera en la que trabajaba le había pedido que
asumiera la dirección adjunta de su filial en Venezuela.
A lo
largo de los dos años que duró el tiempo de residencia de mi marido y mío en
Caracas, me vi con Laura, en muy pocas ocasiones. La primera de ellas, fue para
decirme que había reservado una mesa, en un restaurante de Las Mercedes, para
el siguiente viernes por la noche. Me pidió disculpas por formularnos la
invitación con tan sólo dos días de antelación pero me dijo que no podíamos
fallarle, que quería presentarnos a la persona con la cual iba a casarse. Se
trataba de Adolfo, el presidente de una firma italiana vinculada al sector del
automóvil. Casualmente, mi marido y él, habían mantenido algún contacto
profesional, en el pasado. Transcurridas un par de semanas desde que hubiera
tenido lugar la mencionada cena, Joaquín
me dijo que el noviazgo de su amigo con Laura, se había ido al traste. Se lo
había comunicado, personalmente, el propio
Adolfo.
Para
no hacer interminable esta narración, obviaré contar la historia de la relación
que mi marido y yo hemos mantenido con Laura, la cual se ha distinguido por
largos períodos de silencio, interrumpidos por muy cortos y escasos encuentros.
Aunque, al ser mi amiga una mujer incompatible con el reposo y el descanso,
todos ellos, resultaran muy intensos. Diré que, en la actualidad, es una alta
ejecutiva de un Banco español con sede principal en la City londinense y es una
gran enamorada de España. En alguna de las distintas ocasiones en las que ha
visitado nuestro país, ha estado alojada en nuestra casa de la Costa Brava,
circunstancia que propició su gran interés por el Festival Internacional de
Música del Castillo de Peralada.
De
forma totalmente imprevista, la pasada semana viajé a Londres para asistir a un
simposio, en sustitución de la persona que debía presentar una ponencia. Cuando
telefoneé a mi amiga Laura, me protestó por no haberla avisado y, después de
media docena de otras tantas llamadas y no sé cuántos cambios en su agenda,
logró fijar la fecha y la hora de nuestro encuentro, las cuales coincidieron
con la víspera de mi regreso a Madrid. Decidió hacer reserva de una mesa en un
restaurante argentino que se llama “Gaucho”, el cual está situado a cuatro
pasos del hotel en donde yo me alojaba, en una calle relativamente corta,
perpendicular a Piccadilly, que se llama Swallow Street. El edificio que
alberga al restaurante, fue la casa de un antiguo Embajador de España en Gran
Bretaña.
Llegó
con cinco minutos de retraso. Apenas nos saludamos, lo primero que me preguntó
fue si había comprado las entradas para el concierto del viernes, día veintidós
de julio, en el Castillo de Peralada. Sonriendo, le hice un gesto afirmativo
con la cabeza. Emocionada, como si de una niña se tratase, se lanzó a hablar.
-¡Actuarán
Ana Belén, Miguel Ríos, Víctor Manuel y Joan Manuel Serrat! Rememorarán la
exitosa gira que dieron por toda España, hace veinte años ¡Por nada del mundo
quisiera perderme este concierto! Mi vuelo llegará a Barcelona, a primera hora
de la tarde, con tiempo suficiente para acomodarme y arreglarme en vuestra
casa. Está previsto que el espectáculo dé comienzo a las diez de la noche. Supongo
que, Joaquín, no tendrá ningún inconveniente para que vayáis a recogerme al
aeropuerto.
-No
tienes de qué preocuparte -le dije, mirando a sus grandes y azules ojos que
brillaban de alegría-. Hemos organizado nuestras vacaciones en función de tu
visita. No me has dicho cuántos días piensas quedarte.
-El
fin de semana. El domingo por la tarde tengo que estar de regreso -contestó mi
amiga.
-¿No
piensas tomarte unas vacaciones?
-¡Ni
pensarlo, Magdalena! ¡Con el Brexit, me tocará estar de guardia!
Me
alargó su bolso para que yo lo custodiara, a mi lado, sobre el asiento
corredizo, con respaldo, en el que me había sentado al llegar. Ella se acomodó
en su silla y prestó atención al encargado del restaurante que había
permanecido respetuosamente de pie, frente a nuestra mesa.
-¿Es
usted argentino?
-No,
señora. Un servidor es español.
-No
le había visto, antes. ¿Qué ha pasado con Arturo?
-¡Nada,
señora! Don Arturo está de vacaciones. Servidor, ha venido de otro restaurante,
perteneciente al mismo grupo, para sustituirle temporalmente.
-¡Muy
bien! ¿Cómo se llama, usted?
-Rogelio;
para servirle.
-¡Encantada,
Rogelio! Entonces, voy a pedirle el primer favor: denos cinco minutos de tiempo
para que, mi amiga y yo, podamos decidir la comanda.
Yo
presencié la escena, en completo silencio. Resultaba evidente que Laura era una
asidua clienta del restaurante. Tomé la carta en mis manos, ella también lo
hizo y, cuando la hubo abierto, su cabeza despareció detrás de las dos enormes
cubiertas forradas en cuero negro.
-“Hoy
puede ser un gran día”, “España, camisa blanca de mi esperanza”, “Sólo pienso
en ti”, “Cantares”, “Mediterráneo”, “La Puerta de Alcalá” -fue recitando, mi
amiga, mientras se suponía que exploraba la carta.
-¿Dónde
aparecen estos platos? -le pregunté.
Laura
cerró la carta y la apartó a un lado. Me miró con expresión de sorpresa y, al
verme sonreír, ella hizo lo mismo.
-¡Son
canciones entrañables! -exclamó, con entusiasmo- Puedes llamarme carroza, si
quieres.
-A
mí, también me gustan -le comenté-. Aunque, debes reconocer que es música
para setentones; es la edad a la que han
llegado todos cuantos has mencionado.
-¡Bah!
¡No exageres! Tú y yo éramos unas niñas, cuando ellos se dieron a conocer. Por
lo menos, nos llevan veinte años, los mismos que han pasado, desde que
estuvieron de gira -mintió, mi amiga Laura, dirigiéndome una maliciosa mirada.
Pude
observar que, a una prudente distancia, el “maitre” estaba pendiente de nosotras.
Ella también se dio cuenta y me propuso prescindir de la carta. Me sugirió pedir
el más pequeño de los “Chateaubriand” que anunciaban, una pieza de carne de cuatrocientos
cincuenta gramos, a compartir entre dos personas. Correspondiendo la otra
opción a la de setecientos gramos, acepté la propuesta de mi amiga, si bien me
quedé temerosa de no poder acabar con la porción de carne que me presentarían. En
vista de lo cual, Laura llamó a Rogelio y le completó el encargo con dos zumos
de fruta, a modo de aperitivo. Le dijo que anotara las dos propuestas del día,
consistentes en salmón ahumado, como entrante, y fresas con crema, para los
postres. El “maitre” preguntó si deseábamos agua, mi amiga me lanzó una mirada
de interrogación y, al yo decir que me apetecía agua mineral con gas, se limitó
a entregar la carta al encargado. Rogelio retiró delicadamente la mía, nos dio
las gracias por el encargo e hizo una ligera inclinación de cabeza, con la
intención de retirase. Fue entonces, cuando fue sorprendido por la observación
que lanzó mi amiga argentina.
-¡Falta
el encargo más importante, estimado amigo Rogelio! -exclamó, Laura, en un tono de intriga.
Sorprendido
y desorientado, el “maitre” depositó sobre mí su mirada, en busca de una ayuda
que yo era incapaz de dar. Antes de que tuviera tiempo de abrir la boca, se
volvió a escuchar la voz de Laura.
-Como
argentina que soy, amigo Rogelio, no debería usted permitir cerrar una comanda,
sin sugerir la conveniencia de regar las viandas con un buen vino ¡La carne y
el vino, son algunos de los tesoros más preciados de mi tierra!
Al
percatarse de su olvido, el encargado del restaurante hubiera querido
desaparecer de la faz de la tierra. Mudó el color de su cara, permaneció
paralizado durante unos segundos, tragó saliva y reaccionó diciendo:
-Le
ruego sepa disculparme, señora. No sé cómo haya podido incurrir en un error tan
grave. Tenga por seguro que no volverá a suceder.
-Tendremos
oportunidad de comprobarlo en futuras ocasiones -respondió, Laura-. Mientras
tanto, tenga la gentileza de enviar a alguien a la bodega en busca de un buen
Cabernet Franc que, como el resto de variedades Bordeaux, encontró su sitio en
Argentina.
Pude
comprobar que el “maitre” Rogelio había puesto sus cinco sentidos en atender el
encargo que estaba a punto de efectuarle la dama argentina. Permanecía de pie,
inmóvil y expectante, con sus ojos bien abiertos. Por un momento, lamenté el mal
momento que el empleado estaría soportando.
-Es
una uva producida por los cultivados viñedos del Valle de Uco -continuó
diciendo, Laura-. ¿Sabe de dónde le estoy hablando?
-¡Por
supuesto, señora! Se trata de suelos pedregosos, irrigados por el agua de deshielo
de los ríos Tunuyán y Tupungato, al sur de Mendoza -respondió, Rogelio, ante el
asombro de Laura y el mío.
-¿Es
capaz de saber qué marca de vino le voy a pedir? Es una de las mejores que
guarda la bodega de este restaurante. Entre algunas otras, la razón más
importante que me inclina a visitarles, con frecuencia.
-No,
señora. Ahora mismo, no sería capaz de adivinarlo -contestó, Rogelio.
-Le
estoy hablando del “Riglos Gran”, cosecha 2013. Por favor, compruebe si está
disponible.
-No
hace falta que lo compruebe, señora -dijo, el “maitre”, con rotunda seguridad-.
Lo tenemos en bodega.
Cuando
Rogelio se hubo retirado con la comanda en las manos, no pude menos que hacer
un comentario que fue el detonante de la conversación que mantuvimos durante
toda la comida.
-¿Eres,
siempre, igual de exigente Laura? -le pregunté- No conocía esta faceta tuya. ¡Ahora me explico porque has llegado a ser
Vicepresidenta de un Banco!
-¡Ya
estamos con lo de siempre! -protestó mi amiga argentina- Te habrás dado cuenta
por los precios de la carta que este restaurante presume de categoría, lo cual
implica que es exigible un alto grado de profesionalidad en su personal. Pagaré
más de ochenta Libras Esterlinas por la botella de vino que he pedido. Por este
precio, un “somelier” está obligado a saber dónde están ubicadas las cepas de
cada viñedo.
-Rogelio
es el “maitre” -dije, en tono de disculpa hacia el empleado español-. No está
obligado a tener los mismos conocimientos que un “somelier”.
-A
mí, eso no me importa. El restaurante puede prescindir de “somelier”, siempre y
cuando el encargado conozca todos los detalles de los vinos que tiene en bodega
¡Es lo mínimo exigible! De lo contrario, la competencia les comerá el terreno y
se verán en graves apuros. ¡Así es la Ley de la Vida, Magdalena! ¿Acaso tú has
tenido una vida regalada? ¿No te lo has ganado todo, a pulso?
-Lo
que dices es correcto, Laura. Estoy totalmente de acuerdo contigo. Lo que me ha
parecido apreciar en ti, ha sido un cierto grado de competitividad con Rogelio
por el simple hecho de que era un hombre.
Mi
amiga hizo un gesto de desaprobación. Nuestra conversación quedó un buen tiempo
interrumpida por la aparición del camarero que nos sirvió el primer plato y de
una señorita que, sin identificarse como “somelier”, pareció ser la encargada
de servir el vino a los clientes. Como anfitriona, Laura le pidió que me
hiciera los honores. Quedé sorprendida por la extrema calidad de aquel vino
argentino.
-No
te confundas, Magdalena -dijo, Laura, al retomar la conversación-. Desde mi más
tierna infancia, me enseñaron a ser competitiva. La única vez que le presenté,
a mi padre, unas deplorables calificaciones, me tomó de la mano y me llevó a la
habitación de la casa en donde tenía su despacho y en la que, mis hermanos y
yo, teníamos prohibido entrar. Me tuvo más de media hora, sentada frente a su
mesa. Las reflexiones que me hizo, nunca las he olvidado. Con lágrimas en los
ojos, le pedí que me diera un tiempo para mejorar las notas y le prometí que,
nunca más, tendría queja de mí.
-Resulta
obvio que cumpliste tu palabra -le dije, a mi amiga-. El esfuerzo, el trabajo,
la tenacidad, el espíritu de sacrificio, son principios importantes que todo
ser humano debe tener presentes y, sobre todo, tiene que poner en práctica,
permanentemente.
-Sin
embargo, como psicóloga que eres, me vas a decir que estás en contra de la
competitividad. Que, desarrollar un espíritu altamente competitivo, hace
infeliz a la gente -me interrumpió, adelantándose
a mis pensamientos.
-Ciertamente, me parece un tema muy delicado -le respondí-. La dificultad
reside en encontrar la justa medida, en mantener, siempre, el equilibrio.
-¡Esto
es lo que defendéis los teóricos, Magdalena! Pero, cuando te encuentras en
medio de la selva de la vida y tienes que afrontar cientos de batallas para
sobrevivir, para abrirte paso entre la sociedad inmisericorde, te das cuenta
que sólo hay un camino: ¡competir! Es así de cruel y así de cierto. Tan sólo
compitiendo, sobreviven los fuertes; tan sólo compitiendo, avanzan los pueblos.
Laura
hablaba con el total convencimiento de que fuese cierto lo que decía. Hablaba
con pasión. Y, mientras lo hacía, sus ojos no dejaban de buscar los míos.
Cuando nuestras miradas se encontraban yo reconocía, en la de mi amiga, una
inconfundible expresión de desafío.
-Mi
experiencia personal ha hecho que yo sea particularmente precavida con los
hombres. De manera muy especial, en las relaciones laborales y en el mundo
financiero en el que me muevo -continuó diciendo, mi amiga-. Sin lugar a dudas,
vivimos en una sociedad machista. Aún en los países más desarrollados, la
afirmación que acabo de hacer es de plena aplicación.
-Quizás,
tengamos oportunidad de hablar de todo ello, con ocasión de tu próxima visita,
por corta que sea -le sugerí, por considerar que no era ni el lugar ni el
momento oportuno para profundizar en semejante asunto.
- ¡Ya
sé lo que me vas a decir! -exclamó.
-¿Ah
sí? ¿Qué es lo que piensas que te diré?
-Que
hubiera tenido que dejar aparcada mi competitividad, en mis relaciones
sentimentales con los hombres -contestó, Laura.
-No
vas del todo desencaminada.
-Después
de pensar mucho en ello, llegué a la conclusión de que sólo sería feliz con un
hombre exigente, que tuviera el mismo espíritu de competitividad que yo. Pero, suficientemente
inteligente para distinguir entre el
amor y el trabajo.
-¿Lo
encontraste? -le pregunté a mi amiga argentina.
-¡Evidentemente,
no! -me respondió.
-¿Lo
sigues buscando?
-En
alguna parte del mundo debe existir un hombre así, pero hacen falta tiempo y
paciencia para buscarlo ¡Yo no tengo ninguna de estas dos cosas! ¡Vamos a
tomarnos las fresas, Magdalena!
Sin duda Laura aprendió un camino diferente, donde no importa más que uno mismo y sus caprichos, el verdadero éxito lo alcanzan muy pocos y a través de la creatividad, un Don no competitivo, un interesante escrito Magdalena
ResponderEliminarGracias por tu comentario. Creo que hay diferentes maneras de encontrar el éxito, y para cada uno puede ser algo diferente. En el caso de Laura, son aprendizajes de toda la vida, de hacer las cosas muy bien, ser de los mejores, esforzarse permanentemente... Por otro lado, entró en un mundo que es muy "machista" y en el que suelen sobresalir los hombres. Por el éxito en su profesión, tendrá dificultades para encontrar a alguien con quien poder compaginar amor y trabajo.
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