martes, 28 de noviembre de 2017

Nuestras mascotas, no hablan idiomas humanos



Tal como procuro hacer siempre que me escribe alguno de los lectores de mi página web, “Un día con ilusión”, acabo de dar contestación a la carta que me han enviado con el ruego de que la publique, lo cual hago a continuación.

En esta ocasión, no obstante, debo confesar que mi respuesta a la persona cuya identidad permanecerá en el anonimato, se ha limitado a comprometer mi actuación como mera transmisora de todos aquellos comentarios que ustedes tengan la gentileza de hacerme llegar, los cuales, les agradezco de antemano.

El texto íntegro de la misiva en cuestión es el siguiente:


“Estimada doctora:

Recientemente, tuve la dicha de recibir en nuestra casa la visita de mi amigo Javier, un viejo compañero del colegio, con el cual compartí los tres últimos cursos del Bachillerato. A lo largo de aquellos años, Javier y yo establecimos una sólida e inquebrantable amistad.

En algún momento de sus estudios universitarios, Javier decidió aprovechar la oportunidad que le brindaron para incorporarse a la delegación estadounidense de una compañía española, constructora de motocicletas, ubicada en Los Ángeles, California, la segunda ciudad de Los Estados Unidos de América en cuanto a número de habitantes. No es el momento de contar el historial profesional y personal de mi amigo, pero, debo decir que Javier tuvo un par de amores frustrados y que se casó con una bella e inteligente economista, a la cual yo conocí cuando aún eran novios. Poco antes de que se cumplieran los dos años de convivencia matrimonial, mi amigo tuvo que afrontar un divorcio, que pudo ser calificado de civilizado, gracias a haber pactado anticipadamente las condiciones económicas por las se regirían, en el caso de que tuvieran que llegar a tan triste final. El hecho de que no hubiesen tenido hijos coadyuvó a que los trámites legales se llevaran a cabo sin contratiempos. Procede añadir que Javier es un gran amante de los perros, mucho más, de lo que yo mismo pueda serlo.

Cuando, a principios de la pasada primavera, Javier vino a España con la intención de dejar definitivamente los Estados Unidos de América y buscar una ciudad donde vivir su retiro dorado, hacía más de cuarenta años que, él y yo, no nos habíamos visto. Entonces, descubrimos lo maravillosa que la verdadera amistad puede llegar a ser: nuestros sentimientos recíprocos eran los mismos, pareciera que hubiesen transcurrido muy pocas semanas desde que él hubiese tomado la decisión de marcharse.

Mi amigo decidió establecerse en el mismo centro  de Palma de Mallorca, a muy poca distancia del lugar donde habita una hermana suya que es viuda, la cual, comparte la vida con su hija y con un hermoso Pastor Alemán. A Javier, el traslado de residencia le tuvo ocupado durante algún tiempo, por tener que poner a la venta un montón de cosas, entre ellas, el coche, muebles, un piano, equipo de música y un sistema de contabilidad computarizada. Me contó que no le fue difícil organizar con la compañía de mudanzas un contenedor completo con ropa, cuadros y libros. Sin embargo, fueron muy numerosas las gestiones que tuvo que hacer para lograr que su mascota, un simpático y joven Beagle llamado “Morgan”,  pudiera viajar dentro de la cabina del avión, junto a él, condición “sine qua non” llevaría a cabo su regreso a España.

Me dijo que, después de mantener entrevistas con distintas compañías de transporte aéreo, decidió contratar los servicios de la que, en otros tiempos, fuera nuestra Compañía de Bandera, porque, fue la única que demostró tener una especial sensibilidad y le prestó todo tipo de colaboración para que pudiera viajar en compañía de su perro. Javier se ocupó de recabar de su veterinario todos cuantos documentos las autoridades sanitarias y aduaneras le exigirían, así como el correspondiente certificado de su psicólogo en el que se justificaba la necesidad que él tenía de viajar en compañía de “Morgan”, la mascota que le otorgaba el necesario apoyo emocional.

Mi asombro fue enorme, cuando me contestó al mensaje que yo le envié interesándome por saber cómo se estaba desarrollando su vuelo Los Ángeles-Londres-Madrid. “Te envío el mejor de los testimonios” -me respondió, adjuntándome un par de fotos-. Me quedé patidifuso al contemplar a la adorable mascota repantigada sobre el asiento de al lado del suyo, junto al pasillo.

Desde que llegaron a Palma de Mallorca, mi amigo y “Morgan” disfrutan de grandes paseos por la ciudad y gozan de las visitas a las bellas playas que se encuentran en la isla, autorizadas para perros.

Javier tenía muchas ganas de viajar a Madrid, capital en la que no había estado desde hacía muchos años. Esperanza, mi mujer, y un servidor de usted, nos esforzamos para que se encontrara a gusto en nuestra casa y tuviera la oportunidad de visitar el mayor número de sitios y restaurantes. Lamentablemente, ella pilló un tremendo catarro que le obligó a guardar cama, circunstancia que coincidió con el Día de la Almudena, justamente la víspera de la fecha programada para el regreso de nuestro amigo a Palma de Mallorca.

Nuestro invitado me trasladó su interés por caminar por el centro de Madrid, razón por la cual prescindimos del coche y nos bajamos del autobús en la Plaza de Jacinto Benavente. Desde allí, fuimos andando hacia la Plaza de Santa Cruz y, luego, a la Plaza Mayor. Descendimos por la Calle Mayor, hasta encontrarnos con la Calle de Bailén e hice que mi amigo conociera la Catedral de Santa María la Real de la Almudena, el Palacio Real y la Plaza de Oriente. Por ser la última hora de la mañana, nos perdimos los actos que habían tenido lugar en distintos puntos del recorrido, pero, nos cruzamos con grupos de gaiteros, guardias a caballo, soldados y alabarderos, todos ellos, elegantemente vestidos.

Sugerí, a mi amigo, almorzar en un delicioso restaurante que hay en la Calle de Bailén, justo antes de llegar a los jardines de la Plaza de España. Cerca de allí, nos encontramos con un perro que, algo alejado de su dueña, correteaba sobre el césped de un parterre. Al vernos, comenzó a ladrarnos, pero, haciendo caso omiso de sus ladridos, nos acercamos a él para acariciarlo, momento en el que su dueña nos increpó alegando que era peligroso lo que pretendíamos hacer. La anécdota fue motivo de una curiosa conversación, que procuro reproducir fielmente al final del presente escrito, la cual, tuvo lugar durante la comida y parte del trayecto que debíamos completar, una vez hubiésemos dado la misma por concluida.

A Javier, todo lo que vio durante el recorrido matinal le pareció interesante y estuvo grabando un video con la intención de enviarlo a algunas de las personas queridas que había dejado en Los Ángeles. En vista de lo cual, tuve interés en enseñarle el Monumento a Miguel de Cervantes. El me lo agradeció y filmó todo el conjunto, prestando especial atención a las estatuas de bronce de Don Quijote cabalgando sobre Rocinante y de Sancho Panza, sobre su fiel jumento.

Atravesamos la Plaza de España, subimos por Gran Vía hasta la Plaza del Callao y, antes de llegar a la Puerta del Sol, nos encontramos con un simpático grupo de “chulapas” y “chulapos”  bailando un chotis en plena calle. Ellas y ellos iban ataviados con sus clásicos vestidos y trajes, respectivamente, y la música sonaba por todo lo alto. No eran parejas precisamente jóvenes, sino de edad avanzada, pero, rebosaban optimismo y alegría y estaban rodeadas por un corrillo de gente. A mi amigo le fascinó la escena y la estuvo grabando desde distintos ángulos.

Por un momento, pensé que finalizaría su filmación en plena Plaza de la Puerta del Sol, en donde me pidió que le siguiera con el móvil, mientras él se colocaba junto al monumento del Oso y el Madroño. Al darse cuenta de mi disimulado cansancio, propuso que regresáramos a casa, en un taxi. Yo rechacé su oferta y le señalé, con el dedo índice de mi mano, la entrada de acceso a la estación del metro. Al darse cuenta, se le iluminaron los ojos y me dijo que le encantaría conocer el metro de Madrid. Decidí realizar un corto trayecto y bajarnos en la estación de Atocha. La experiencia le encantó y quedó igualmente reflejada en su móvil. Me trasladó con entusiasmo la gran sorpresa que le producía la extremada limpieza del andén de la estación de destino mencionada, “de la que convenía que tomara ejemplo el suburbano de Nueva York”.    

Finalmente, me arrogo la libertad de trasladar la conversación que mantuvimos en el restaurante, la cual se inició apenas terminamos de hacer la comanda al encargado. Le agradecería, doctora, que me hiciera llegar su opinión personal y cuantos comentarios estime oportunos sobre el contenido de la misma.

“-Me ha sorprendido enormemente que la señora nos haya prevenido -comenzó diciendo, Javier, refiriéndose a la dueña del perro que nos había dirigido los ladridos- ¡No entiende a su mascota! -sentenció, mi amigo, poniendo de manifiesto su decepción.

-¡A mí, también me ha extrañado! Nos ha dado a entender que estábamos en peligro, lo cual, me ha parecido inaudito. ¡Lo que nuestro amigo quería, era jugar con nosotros!

-Ha demostrado tener un gran desconocimiento del comportamiento de su perro. Me resulta penoso constatar semejante falta de complicidad entre la dueña y su mascota, porque, suele derivar en una situación muy crítica; sobre todo, para el animalito, que es la parte más débil de la relación.

-¡Cierto! -exclamé, en señal de asentimiento- De ahí, el origen de las frustraciones, de los malos tratos y de los posteriores abandonos.

-Abrir la puerta de nuestro hogar a una mascota supone contraer una gran responsabilidad y  exige haber aprendido, antes, a quererla y a respetarla. Lo ideal, es convivir con un perro o con un gato, desde la niñez, pues, sin darnos apenas cuenta, aprendemos su lenguaje.

-En cambio ellas, las mascotas, aprenden rápidamente el lenguaje de los humanos -me atreví a afirmar, echando mano de mi experiencia personal.

-Particularmente relevante es la habilidad que, a este respecto, demuestran tener los gatos -añadió, Javier, para reforzar mi argumento-. Los felinos aprenden a conocer a los dueños y las más recónditas intimidades del hogar que les acoge, con la velocidad del rayo. ¡A su lado, los perros, poco tienen que hacer!

-¿Conoces a Natsume Soseki? -se me ocurrió preguntar, de repente.

-¿A quién? -respondió, mi amigo, poniendo de manifiesto su extrañeza.

-Natsume Soseki es un escritor japonés, autor de la aclamada novela “Botchan”. Hace pocos días, terminé de leer su trabajo anterior, cuyo título es “Soy un gato”.

-Lo siento. No conozco a este novelista -dijo, Javier.

-El gran protagonista de la obra que he mencionado en segundo lugar es un gato que no tiene nombre, el cual, habita en la casa del profesor Kushami y su familia. Por medio del sarcástico felino, conocemos las aventuras que tienen lugar en el hogar de clase media tokiota y de algunos de los personajes amigos que lo frecuentan, el rocambolesco Meitei o el joven y estudioso Kangetsu, cuya fijación es la de conquistar a la hija de los vecinos.

-¿Por qué me cuentas todo esto?

-Porque he recordado una de las frecuentes y absurdas discusiones entre el maestro y su esposa, en la que este último pretende emular a los estudiosos de la gramática japonesa. Ella, sobresaltada por una inesperada pregunta que le formula su marido, contesta: “¿Qué?” “Ese qué, ¿es una interjección o un pronombre? A ver, responde” -le insta, el profesor. “Sea lo que sea, no tiene la más mínima importancia. Vaya una pregunta más tonta”-replica, la dueña de la casa-. “Al contrario, Importa y mucho. Esa cuestión gramatical trae de cabeza a los mejores lingüistas a lo largo y ancho de todo Japón. Pasa igual que con el gato. ¿Ese ¡miau! es una palabra en el lenguaje de los gatos?” “¡Madre mía de mi vida! ¿Me estás diciendo que todas esas lumbreras académicas se dedican a dilucidar si un maullido es una palabra? ¡Adónde vamos a llegar! De todas formas, los gatos no hablan japonés.” “De eso se trata precisamente. Es un problema muy difícil del campo de la lingüística comparada.” “Y, ¿ya han encontrado esas eminencias qué parte de nuestro idioma puede compararse al maullido gatuno?” -terminó preguntando, la mujer del maestro.

-Reconozco que es un pasaje divertido -aceptó, Javier, con una amplia sonrisa.

-Te puede parecer divertido, pero, me tienes que decir si los perros, o los gatos, entienden los idiomas que hablan los humanos -le solicité, a mi amigo.

-¿Me lo estás preguntando en serio? -cuestionó, mi invitado, con gran seriedad en su semblante.

-¡Por supuesto que sí! ¿Por qué le sigues hablando en inglés a “Morgan”, si ahora vive en España?

-Porque es el idioma en el que le he hablado, desde que, siendo un cachorro, llegó a mi casa.

-Pero, tu hermana y tu sobrina, le hablan en español, ¿no es cierto?

-Sí; lo es.

-¿Y Morgan las entiende? ¡No me digas que, en tan poco tiempo, ha aprendido a hablar español!

-Tal como dice la esposa del maestro en la novela, ni los gatos, ni los perros, hablan idioma humano alguno. Pero, tienen una gran habilidad para entender y comprender la forma de expresarse que tienen los seres humanos.

-¿Estás seguro de que no aprenden rápidamente el idioma de las personas con las que conviven? -insistí, poniendo en duda la respuesta de mi amigo.

-¡Por supuesto que lo estoy! -exclamó, Javier, para ratificar lo que había dicho -Ten en cuenta que nuestras mascotas tienen enormemente desarrollados todos sus sentidos. Sería ridículo pretender establecer una comparación con los de la especie humana.

Para que yo fuera consciente de la potencia de la vista y el oído de nuestras mascotas, mi amigo me estuvo hablando durante mucho tiempo y me expuso algunos ejemplos. Lo mismo hizo con el gusto y el tacto de perros y gatos. Mientras subíamos por la Gran Vía, quiso dar por terminada la conversación diciéndome:

-¡No le des más vueltas, amigo! Nuestras mascotas conocen todo sobre nosotros: nuestro lenguaje oral, nuestros gestos, nuestro estado de ánimo, etcétera. Por saber, son capaces de descubrir enfermedades que nosotros mismos ignoramos tener. ¡No tienen ninguna necesidad de conocer idiomas!”








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