miércoles, 29 de marzo de 2017

La cigarra y la hormiga



Debería comenzar diciendo que he seguido regularmente sus escritos, desde poco tiempo después de que su blog, “Un día con ilusión”, hubiera visto la luz y hubiesen sido publicados algunos de sus primeros artículos.

Me consta, por consiguiente, que su sitio web está muy lejos de poder ser confundido con un consultorio sentimental. Pero, la lectura de su última publicación, una carta titulada Cansado de entregar amor, escrita por un lector imaginario, ha hecho que yo me haya decidido a hacerle llegar algunas historias, de las que he podido dar fidedigno testimonio, las cuales procuraré distorsionar todo lo posible para que no puedan ser reconocidas. Giran en torno a la fábula que sirve de título para el presente escrito. De antemano, le ruego acepte mis disculpas por mi atrevimiento.

Recuerdo que era un niño cuando, por primera vez, la escuché en el colegio. Me atrevería a decir que saqué una enseñanza muy elemental. Con toda seguridad, la que pretendió hacernos llegar el cura que daba la clase de Religión, que fue la misma que nuestros padres me inculcaron: “lo que realmente importa es el esfuerzo y el trabajo constante; el ocio y el recreo, tienen muy limitada cabida en nuestras vidas.”

En los tiempos de la dictadura, los textos que nuestro profesor de Literatura se veía obligado a seguir, hacían muy escasa mención, por no decir ninguna, de Esopo, Gayo Julio Fedro, o Jean de La Fontaine y atribuían al poeta español, de ascendencia nobiliaria, Félix María Samaniego, la recreación de fábulas ejemplares, cuando no, la propia autoría de las mismas. Ninguna mención se hacía a que tan insigne personaje de las Letras españolas hubiese sido perseguido por la Inquisición, al haber convertido en versos los cuentos licenciosos del autor francés. Fue mucho más tarde, cuando descubrí otros aspectos que se pueden extraer de la moraleja que la fábula contiene.

Andrés:

Tal era el nombre del compañero de pupitre que tuve a lo largo de los últimos cursos del Bachillerato. Es el personaje central de la historia de hoy, la de un chico muy callado, bastante tímido y extrañamente romántico, al cual yo guardaba los pocos secretos que me confiaba. Era el típico empollón, pero, era visto con recelo por parte de sus compañeros de clase, quienes no le reconocían ningún otro mérito ni talento, posiblemente por la envidia que causaban sus excelentes calificaciones. No practicaba ningún deporte y, aun siendo muy delgado, era bastante torpe a la hora de enfrentarse con los aparatos que había en el gimnasio. A menudo, se pasaba el tiempo del recreo sentado bajo uno de los árboles del patio analizando, con la ayuda de un microscopio que su madre le había regalado, la anatomía de los insectos que guardaba en una caja de metal, que previamente había alojado los cigarrillos ingleses, de la marca Craven “A”.

A los pocos días de conocernos, Andrés me confesó que quería estudiar medicina y que se había propuesto luchar denodadamente para llegar a ser un famoso cardiólogo y cirujano.  Me dijo que era muy consciente del sacrificio económico que sus padres harían para que él pudiera ingresar en la Facultad de Medicina y del gran problema que sería poder hacer prácticas en algún hospital de los Estados Unidos, una vez hubiese terminado la carrera. Me parece estar contemplando la expresión de sus ojos, al decirme que lucharía por conseguir aquellos objetivos que se había fijado. Con sinceridad, me sorprendió mucho la firmeza de su declaración porque, a mí, en aquel entonces, lo único que me preocupaba era sacar unas notas aceptables y pensar en el plan que podíamos organizar para el inmediato fin de semana.

Cuando entramos a la Universidad, tuvimos que separarnos. Pero, yo procuré mantener el contacto con mi amigo Andrés e intentaba convencerle, no sin dificultad, para que participara en los guateques que organizábamos o para ir al cine, algún domingo por la tarde, en compañía de un par de chicas. Al principio, la cosa funcionó gracias a que él estaba secretamente enamorado de una rubia muy bonita que estudiaba Enfermería. Se llamaba Esperanza y un día me reconoció que Andrés le llamaba muchísimo la atención porque era alto, delgado y tenía los ojos azules; pero, sobre todo, porque estudiaba Medicina y ella quería casarse con un cirujano. La relación duró muy poco tiempo. Supuse que la timidez de Andrés y su obsesión por quedarse estudiando en su casa, todas las tardes, dieron al traste con lo que hubiese podido ser un incipiente noviazgo.

Por fortuna, vivíamos a un par de manzanas de distancia. De vez en cuando, nos encontrábamos en un antiguo bar que había en nuestro barrio, el cual yo frecuentaba por tener mesas de billar. En tales ocasiones, no obstante, me limitaba a charlar un buen rato con Andrés, mientras tomábamos una cerveza y el camarero nos reemplazaba repetidas veces el par de tapas, gracias al suministro subrepticio de alguna revista de cine francesa que estaba prohibida. Procuraba hacer entender a mi amigo Andrés que era muy conveniente destinar un mínimo de tiempo para disfrutar de la vida, para estar con los amigos y para salir con una mujer. Él me hablaba de su carrera, convencido de que debía sacrificar los mejores años de su juventud, dedicándolos exclusivamente al trabajo y al estudio porque era el único camino que le conduciría a ser un cardiólogo famoso. “Después -me decía- ya habrá tiempo para otras cosas, para encontrar una buena esposa que esté dispuesta a formar una familia y a tener muchos hijos”. No había ocasión en la que no dejara de mencionar el nombre de Esperanza y decirme que el fracaso amoroso le había servido de antídoto, el cual le ayudaba a centrarse en sus estudios.

Con el paso del tiempo, nuestros encuentros se distanciaron pero fueron sustituidos por llamadas telefónicas. Un día del mes de abril, me pidió que fuera a verle a la Facultad de Medicina y me citó en el bar, a última hora de la mañana. Me llevé una enorme sorpresa cuando, preso de la emoción, me dio a leer una carta de la Pennsylvania University en la que le comunicaban haberle concedido una beca para incorporarse a la Perelman School of Medicine, a partir del mes de octubre. Me quedé mirándole y, cuando fui capaz de reaccionar, exclamé: “¡No acabo de entender, Andrés! Te falta este año, y el próximo, para terminar la carrera. ¿Cómo es posible que te hayan otorgado una beca?” -le pregunté, lleno de confusión. “Estás equivocado -me respondió. Solamente me faltan tres meses para obtener mi licenciatura. Lo que sucede es que no te habías enterado que, además de junio, cada año me he ido presentando a exámenes en los meses de septiembre y de febrero y he adelantado la terminación de mis estudios. Ahora, me quedan las prácticas como médico residente, que será lo que haré, durante los próximos cuatro años, en los Estados Unidos de América”.

En el mes de junio, mi amigo cumpliría los veintitrés años y hablaba un inglés mejor que el mío. Contrariamente a la fortuna que yo había tenido, Andrés no había disfrutado de la oportunidad de pasar ningún verano en Inglaterra.

Salvo por unas cartas que nos cruzamos, bastante distanciadas las unas de las otras, muy poco supe de la vida de mi amigo. Cuando María y yo decidimos contraer matrimonio, le invitamos a nuestra boda y él nos contestó deseándonos toda la felicidad del mundo. Nos dijo que le era imposible viajar a España, que nos quedaba debiendo el regalo de bodas pero que esperaba poder hacernos entrega personal del mismo, en algún momento futuro, sin tan siquiera darnos una orientación aproximada. A partir de entonces, perdimos el contacto y transcurrieron muchos años, durante los que sucedieron muchas cosas en mi vida; las cuales, no vienen al caso, por no ser yo protagonista de esta historia.

El destino quiso, no obstante, que se sucedieran dos hechos que habrían de facilitar la conclusión de la presente historia. El primero de ellos, se produjo durante una de mis visitas a Santiago de Chile. Debía asistir a una reunión que se había aplazado, a causa de una dolencia sufrida por el presidente ejecutivo de una compañía multinacional chilena. La persona en cuestión sufría un grave problema cardiovascular y después de que su cardiólogo pasara toda la información al Texas Heart Institute, se tomó la decisión de que fuera sometido a una intervención, para lo cual, el enfermo se trasladó a Houston. La operación fue un éxito, consistió en la colocación de un dispositivo de asistencia ventricular (DAV) y fue realizada por el equipo de cirujanos, dirigido por el doctor de nacionalidad española, Andrés Martínez Pujalte. Esta feliz circunstancia, me permitió recuperar las coordenadas de mi amigo y ponerme en contacto con él.

El segundo, ocurrió un mes más tarde. Enterado mi amigo de que, por motivo de negocios, yo viajaba con frecuencia al país del sol naciente, me informó de las fechas en las que asistiría a un simposio médico que se celebraría en Osaka. Acordamos reservar el mismo número de vuelo que, saliendo de Londres, nos llevaría a la tercera ciudad más grande de Japón y nos encontraríamos en la correspondiente sala de espera, del Aeropuerto de Heathrow. Siempre recordaré el emocionado abrazo que nos dimos, después de que hubiesen transcurrido más de treinta años, desde nuestro encuentro, en el bar de la Facultad de Medicina.

El vuelo, incluyendo el tiempo de escala en Amsterdam, tendría una duración de trece horas y treinta y cinco minutos, por lo que podríamos contarnos todo cuanto nos hubiese sucedido. Sorprendentemente, no obstante, fue suficiente la primera hora de vuelo, toda vez que Andrés tuvo muy pocas cosas que contarme y tampoco quiso saber de las vicisitudes de mi vida, cuando le dije que María se había divorciado de mí.

-La vida, amigo mío, es una castaña -fueron las primeras palabras que me dirigió cuando el piloto apagó las luces indicativas de los cinturones de seguridad-. Me he dedicado en cuerpo y alma a mi carrera, pero, he sido incapaz de conseguir el objetivo de formar una familia -dijo, sin querer ocultarme su pena, después de haberle pedido un whisky a la azafata.

-Recuerdo perfectamente que querías tener una familia numerosa, ¿qué te ha pasado? -acabé preguntándole.

-Simplemente, he fracasado -me respondió-. Me ha ocurrido lo mismo que me sucedió con Esperanza, sólo que ha sido mucho más complicado.

-Por lo que no has llegado a casarte -deduje, con muy poco acierto.

-¡Te equivocas! He tenido que afrontar tres divorcios -contestó, Andrés, para mi enorme sorpresa. Aparte del inmenso disgusto que te llevas, un divorcio sale muy caro en Estados Unidos. ¡Imagínate si tienes que multiplicar por tres! ¡Te sale por un ojo de la cara!

-¿Tres divorcios? -me arrepentí, bien pronto, de la estupidez que cometí al volver a preguntar.

-¡Si, señor! ¡Tres divorcios! -insistió, con un cierto aire de desafío, mientras agitaba los cubitos de hielo contenidos en su vaso con whisky. El primer matrimonio duró tres meses, el segundo seis y, el último batió el récord de permanencia: se mantuvo en pie durante once meses ¡La mejora fue tan sensible que puede resultar estimulante!

-¿Acaso piensas volver a intentarlo? -pregunté, en un tono de sorprendente ingenuidad.

-¡Ni harto de vino! -exclamó, el eminente cirujano cardiovascular. Aunque, las tres eran enfermeras y ha corrido la voz entre el gremio. Al parecer, la prima económica que mis esposas percibieron por unas pocas horas de convivencia, ha llamado la atención y creo tener algunas postulantas -añadió, con gran ironía.

-¿Horas de convivencia? ¿Qué quieres decir, Andrés?

-¡La estricta verdad! -exclamó, con firmeza, mi amigo-. Entre las clases en la Facultad, las horas pasadas en el hospital y las conferencias que me solicitan constantemente, nuestra convivencia era muy limitada. Yo estaba convencido de que, tomando el mando de la casa, mis esposas, habrían de sentirse muy felices.

-¡Hombre, Andrés! ¡Faltaría algo más! ¿No te parece?

-Tardé en darme cuenta de que, además de su trabajo como enfermeras, de ocuparse de las cosas del hogar e ir de compras con las amigas, encontraban a faltar otro tipo de compañía con la cual divertirse. ¡Total! ¡Lo dicho al principio! No quiero hablar ni una palabra más sobre este tema.

Continuamos las interminables horas de vuelo, hablando de distintos asuntos. Andrés continuaba siendo igual de tímido y de callado, viéndome obligado a sacarle las palabras con un sacacorchos, saltando de la Política a la Economía y de la Religión a la Medicina que, obviamente, era la materia que le apasionaba y que me permitía disfrutar de mis tragos.

En un próximo escrito, tal como he adelantado al inicio, me referiré a la historia de Paloma, que constituye otro punto de vista, desde el cual, sacar la moraleja de la fábula que nos ocupa.


  
Nota: Existen diferentes versiones de la fábula, así como de su versión animada.

Agrego el enlace a uno de los vídeos de la fábula de “La cigarra y la hormiga”: https://www.youtube.com/watch?v=E7oi8QvsAus


  
 Imagen encontrada en Internet.




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