Debería
comenzar diciendo que he seguido regularmente sus escritos, desde poco tiempo
después de que su blog, “Un día con ilusión”, hubiera visto la luz y hubiesen
sido publicados algunos de sus primeros artículos.
Me
consta, por consiguiente, que su sitio web está muy lejos de poder ser confundido
con un consultorio sentimental. Pero, la lectura de su última publicación, una
carta titulada Cansado
de entregar amor, escrita por un lector imaginario, ha hecho que yo me haya
decidido a hacerle llegar algunas historias, de las que he podido dar fidedigno
testimonio, las cuales procuraré distorsionar todo lo posible para que no
puedan ser reconocidas. Giran en torno a la fábula que sirve de título
para el presente escrito. De antemano, le ruego acepte mis disculpas por mi
atrevimiento.
Recuerdo
que era un niño cuando, por primera vez, la escuché en el colegio. Me atrevería
a decir que saqué una enseñanza muy elemental. Con toda seguridad, la que
pretendió hacernos llegar el cura que daba la clase de Religión, que fue la
misma que nuestros padres me inculcaron: “lo que realmente importa es el esfuerzo
y el trabajo constante; el ocio y el recreo, tienen muy limitada cabida en
nuestras vidas.”
En los
tiempos de la dictadura, los textos que nuestro profesor de Literatura se veía
obligado a seguir, hacían muy escasa mención, por no decir ninguna, de Esopo,
Gayo Julio Fedro, o Jean de La Fontaine y atribuían al poeta español, de
ascendencia nobiliaria, Félix María Samaniego, la recreación de fábulas
ejemplares, cuando no, la propia autoría de las mismas. Ninguna mención se
hacía a que tan insigne personaje de las Letras españolas hubiese sido
perseguido por la Inquisición, al haber convertido en versos los cuentos
licenciosos del autor francés. Fue mucho más tarde, cuando descubrí otros
aspectos que se pueden extraer de la moraleja que la fábula contiene.
Andrés:
Tal
era el nombre del compañero de pupitre que tuve a lo largo de los últimos
cursos del Bachillerato. Es el personaje central de la historia de hoy, la de
un chico muy callado, bastante tímido y extrañamente romántico, al cual yo
guardaba los pocos secretos que me confiaba. Era el típico empollón, pero, era
visto con recelo por parte de sus compañeros de clase, quienes no le reconocían
ningún otro mérito ni talento, posiblemente por la envidia que causaban sus
excelentes calificaciones. No practicaba ningún deporte y, aun siendo muy
delgado, era bastante torpe a la hora de enfrentarse con los aparatos que había
en el gimnasio. A menudo, se pasaba el tiempo del recreo sentado bajo uno de
los árboles del patio analizando, con la ayuda de un microscopio que su madre
le había regalado, la anatomía de los insectos que guardaba en una caja de
metal, que previamente había alojado los cigarrillos ingleses, de la marca Craven
“A”.
A los
pocos días de conocernos, Andrés me confesó que quería estudiar medicina y que
se había propuesto luchar denodadamente para llegar a ser un famoso cardiólogo
y cirujano. Me dijo que era muy
consciente del sacrificio económico que sus padres harían para que él pudiera
ingresar en la Facultad de Medicina y del gran problema que sería poder hacer
prácticas en algún hospital de los Estados Unidos, una vez hubiese terminado la
carrera. Me parece estar contemplando la expresión de sus ojos, al decirme que
lucharía por conseguir aquellos objetivos que se había fijado. Con sinceridad,
me sorprendió mucho la firmeza de su declaración porque, a mí, en aquel
entonces, lo único que me preocupaba era sacar unas notas aceptables y pensar
en el plan que podíamos organizar para el inmediato fin de semana.
Cuando
entramos a la Universidad, tuvimos que separarnos. Pero, yo procuré mantener el
contacto con mi amigo Andrés e intentaba convencerle, no sin dificultad, para
que participara en los guateques que organizábamos o para ir al cine, algún domingo
por la tarde, en compañía de un par de chicas. Al principio, la cosa funcionó
gracias a que él estaba secretamente enamorado de una rubia muy bonita que
estudiaba Enfermería. Se llamaba Esperanza y un día me reconoció que Andrés le
llamaba muchísimo la atención porque era alto, delgado y tenía los ojos azules;
pero, sobre todo, porque estudiaba Medicina y ella quería casarse con un
cirujano. La relación duró muy poco tiempo. Supuse que la timidez de Andrés y
su obsesión por quedarse estudiando en su casa, todas las tardes, dieron al
traste con lo que hubiese podido ser un incipiente noviazgo.
Por
fortuna, vivíamos a un par de manzanas de distancia. De vez en cuando, nos
encontrábamos en un antiguo bar que había en nuestro barrio, el cual yo
frecuentaba por tener mesas de billar. En tales ocasiones, no obstante, me
limitaba a charlar un buen rato con Andrés, mientras tomábamos una cerveza y el
camarero nos reemplazaba repetidas veces el par de tapas, gracias al suministro
subrepticio de alguna revista de cine francesa que estaba prohibida. Procuraba
hacer entender a mi amigo Andrés que era muy conveniente destinar un mínimo de
tiempo para disfrutar de la vida, para estar con los amigos y para salir con
una mujer. Él me hablaba de su carrera, convencido de que debía sacrificar los
mejores años de su juventud, dedicándolos exclusivamente al trabajo y al
estudio porque era el único camino que le conduciría a ser un cardiólogo
famoso. “Después -me decía- ya habrá tiempo para otras cosas, para encontrar
una buena esposa que esté dispuesta a formar una familia y a tener muchos
hijos”. No había ocasión en la que no dejara de mencionar el nombre de Esperanza
y decirme que el fracaso amoroso le había servido de antídoto, el cual le
ayudaba a centrarse en sus estudios.
Con
el paso del tiempo, nuestros encuentros se distanciaron pero fueron sustituidos
por llamadas telefónicas. Un día del mes de abril, me pidió que fuera a verle a
la Facultad de Medicina y me citó en el bar, a última hora de la mañana. Me
llevé una enorme sorpresa cuando, preso de la emoción, me dio a leer una carta
de la Pennsylvania University en la que le comunicaban haberle concedido una
beca para incorporarse a la Perelman School of Medicine, a partir del mes de
octubre. Me quedé mirándole y, cuando fui capaz de reaccionar, exclamé: “¡No
acabo de entender, Andrés! Te falta este año, y el próximo, para terminar la
carrera. ¿Cómo es posible que te hayan otorgado una beca?” -le pregunté, lleno
de confusión. “Estás equivocado -me respondió. Solamente me faltan tres meses
para obtener mi licenciatura. Lo que sucede es que no te habías enterado que,
además de junio, cada año me he ido presentando a exámenes en los meses de septiembre
y de febrero y he adelantado la terminación de mis estudios. Ahora, me quedan
las prácticas como médico residente, que será lo que haré, durante los próximos
cuatro años, en los Estados Unidos de América”.
En el
mes de junio, mi amigo cumpliría los veintitrés años y hablaba un inglés mejor
que el mío. Contrariamente a la fortuna que yo había tenido, Andrés no había disfrutado
de la oportunidad de pasar ningún verano en Inglaterra.
Salvo
por unas cartas que nos cruzamos, bastante distanciadas las unas de las otras,
muy poco supe de la vida de mi amigo. Cuando María y yo decidimos contraer
matrimonio, le invitamos a nuestra boda y él nos contestó deseándonos toda la
felicidad del mundo. Nos dijo que le era imposible viajar a España, que nos
quedaba debiendo el regalo de bodas pero que esperaba poder hacernos entrega
personal del mismo, en algún momento futuro, sin tan siquiera darnos una
orientación aproximada. A partir de entonces, perdimos el contacto y
transcurrieron muchos años, durante los que sucedieron muchas cosas en mi vida;
las cuales, no vienen al caso, por no ser yo protagonista de esta historia.
El
destino quiso, no obstante, que se sucedieran dos hechos que habrían de
facilitar la conclusión de la presente historia. El primero de ellos, se
produjo durante una de mis visitas a Santiago de Chile. Debía asistir a una
reunión que se había aplazado, a causa de una dolencia sufrida por el
presidente ejecutivo de una compañía multinacional chilena. La persona en
cuestión sufría un grave problema cardiovascular y después de que su cardiólogo
pasara toda la información al Texas Heart Institute, se tomó la decisión de que
fuera sometido a una intervención, para lo cual, el enfermo se trasladó a
Houston. La operación fue un éxito, consistió en la colocación de un
dispositivo de asistencia ventricular (DAV) y fue realizada por el equipo de
cirujanos, dirigido por el doctor de nacionalidad española, Andrés Martínez
Pujalte. Esta feliz circunstancia, me permitió recuperar las coordenadas de mi
amigo y ponerme en contacto con él.
El
segundo, ocurrió un mes más tarde. Enterado mi amigo de que, por motivo de
negocios, yo viajaba con frecuencia al país del sol naciente, me informó de las
fechas en las que asistiría a un simposio médico que se celebraría en Osaka.
Acordamos reservar el mismo número de vuelo que, saliendo de Londres, nos
llevaría a la tercera ciudad más grande de Japón y nos encontraríamos en la
correspondiente sala de espera, del Aeropuerto de Heathrow. Siempre recordaré
el emocionado abrazo que nos dimos, después de que hubiesen transcurrido más de
treinta años, desde nuestro encuentro, en el bar de la Facultad de Medicina.
El
vuelo, incluyendo el tiempo de escala en Amsterdam, tendría una duración de
trece horas y treinta y cinco minutos, por lo que podríamos contarnos todo
cuanto nos hubiese sucedido. Sorprendentemente, no obstante, fue suficiente la
primera hora de vuelo, toda vez que Andrés tuvo muy pocas cosas que contarme y
tampoco quiso saber de las vicisitudes de mi vida, cuando le dije que María se
había divorciado de mí.
-La
vida, amigo mío, es una castaña -fueron las primeras palabras que me dirigió cuando
el piloto apagó las luces indicativas de los cinturones de seguridad-. Me he
dedicado en cuerpo y alma a mi carrera, pero, he sido incapaz de conseguir el objetivo
de formar una familia -dijo, sin querer ocultarme su pena, después de haberle
pedido un whisky a la azafata.
-Recuerdo
perfectamente que querías tener una familia numerosa, ¿qué te ha pasado? -acabé
preguntándole.
-Simplemente,
he fracasado -me respondió-. Me ha ocurrido lo mismo que me sucedió con
Esperanza, sólo que ha sido mucho más complicado.
-Por
lo que no has llegado a casarte -deduje, con muy poco acierto.
-¡Te
equivocas! He tenido que afrontar tres divorcios -contestó, Andrés, para mi enorme
sorpresa. Aparte del inmenso disgusto que te llevas, un divorcio sale muy caro en
Estados Unidos. ¡Imagínate si tienes que multiplicar por tres! ¡Te sale por un
ojo de la cara!
-¿Tres
divorcios? -me arrepentí, bien pronto, de la estupidez que cometí al volver a
preguntar.
-¡Si,
señor! ¡Tres divorcios! -insistió, con un cierto aire de desafío, mientras
agitaba los cubitos de hielo contenidos en su vaso con whisky. El primer
matrimonio duró tres meses, el segundo seis y, el último batió el récord de permanencia:
se mantuvo en pie durante once meses ¡La mejora fue tan sensible que puede
resultar estimulante!
-¿Acaso
piensas volver a intentarlo? -pregunté, en un tono de sorprendente ingenuidad.
-¡Ni
harto de vino! -exclamó, el eminente cirujano cardiovascular. Aunque, las tres
eran enfermeras y ha corrido la voz entre el gremio. Al parecer, la prima
económica que mis esposas percibieron por unas pocas horas de convivencia, ha
llamado la atención y creo tener algunas postulantas -añadió, con gran ironía.
-¿Horas
de convivencia? ¿Qué quieres decir, Andrés?
-¡La
estricta verdad! -exclamó, con firmeza, mi amigo-. Entre las clases en la
Facultad, las horas pasadas en el hospital y las conferencias que me solicitan
constantemente, nuestra convivencia era muy limitada. Yo estaba convencido de
que, tomando el mando de la casa, mis esposas, habrían de sentirse muy felices.
-¡Hombre,
Andrés! ¡Faltaría algo más! ¿No te parece?
-Tardé
en darme cuenta de que, además de su trabajo como enfermeras, de ocuparse de
las cosas del hogar e ir de compras con las amigas, encontraban a faltar otro
tipo de compañía con la cual divertirse. ¡Total! ¡Lo dicho al principio! No
quiero hablar ni una palabra más sobre este tema.
Continuamos
las interminables horas de vuelo, hablando de distintos asuntos. Andrés
continuaba siendo igual de tímido y de callado, viéndome obligado a sacarle las
palabras con un sacacorchos, saltando de la Política a la Economía y de la
Religión a la Medicina que, obviamente, era la materia que le apasionaba y que me
permitía disfrutar de mis tragos.
En un
próximo escrito, tal como he adelantado al inicio, me referiré a la historia de
Paloma, que constituye otro punto de vista, desde el cual, sacar la moraleja de
la fábula que nos ocupa.
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