viernes, 5 de octubre de 2018

De cuando una herida se ha cerrado en falso


“La familia”, de Rufino Tamayo

Estimada doctora:

Numerosos amigos y amigas me han confesado haber sufrido, a lo largo, o en varias etapas de su vida, penosas dificultades en la relación mantenida con sus padres. Y, no sólo con ellos, sino, con cualquier otro integrante del grupo familiar al que pertenecen. En la mayoría de los casos, surgieron en la infancia, se agravaron durante la difícil etapa de la adolescencia y no dejaron de estar presentes, incluso después de haber tenido que abandonar el domicilio familiar, por alguna de las distintas razones que se presentan, en el transcurso de los años: estudios, trabajo, matrimonio, etc.

Fueron confesiones, en las que, el estado emocional de los protagonistas rompió el muro de contención que, durante tiempo, les había mantenido agobiados. Se produjeron en momentos y lugares muy dispares: en una cafetería, en casa de alguno de nuestros comunes amigos, durante las muchas horas de viaje en algún medio de transporte. También, gozando de un fin de semana en la playa o en el campo. Y, en algunos casos, en la intimidad de una alcoba. En casi todas ellas, se puso de manifiesto la presencia de graves heridas internas, que estaban pendientes de cicatrizar.

Por ser reciente, además de muy ilustrativa, me viene a la memoria la conversación que mantuve con Laura, una antigua compañera de la Facultad, a la que no había visto desde hacía años. La casualidad quiso que coincidiéramos en el mismo vagón del AVE que estaba a punto de salir de la estación sevillana de Santa Justa. Le pregunté, al joven que estaba sentado en la butaca contigua a la que ocupaba mi amiga, si tendría inconveniente en intercambiar nuestras respectivas plazas, contestó amablemente que no, y pudimos hacer, juntas, el viaje hasta Madrid.

A mi bien hallada compañera, le conté  lo más relevante que me había ocurrido, desde que perdimos nuestras respectivas coordenadas. Cuando di por terminada mi intervención, ella pareció verse en la obligación de hacer lo mismo. Me dijo ser feliz y que se había casado con un empresario que era diez años mayor que ella, al cual, yo no conocía. Su marido se llamaba Eduardo, tenían tres hijos y vivían en El Puerto de Santa María. Por la manera de expresarse, ofreciendo justificaciones que yo no me hubiese permitido pedirle, noté que se encontraba muy agobiada. Razón por la cual, en un momento determinado, me tomé la libertad de interrumpirle.

-Por favor, Laura, no te veas obligada a contarme tus intimidades.

Sorprendida por mis palabras, giró la cabeza hacia mí y se quedó mirándome, fijamente.

-¡Todo lo contrario! -reaccionó, ella, al instante- Quiero aprovechar este encuentro contigo para darte a conocer la crisis que estoy atravesando ¡Pero, sinceramente, no sé cómo hacerlo!

-Hazlo, como si estuvieras hablando con tu mejor amiga -le respondí.

Mi contestación pareció tranquilizarla e infundirle seguridad en sí misma. Convencida de que me hablaría de sus problemas conyugales, me dijo que iba a Madrid con la intención de despedirse de su padre, quien estaba a las puertas de la muerte.

-Tiene un cáncer terminal, cuya metástasis le ha invadido el hígado y otros órganos que no sabría decirte. Hace muchos años que dejamos de vernos, no quiso asistir a nuestra boda y no ha conocido a ninguno de nuestros hijos. Para que te hagas una idea, el mayor, tiene  doce años. ¡En realidad, no sé si llegaré a tiempo! -exclamó, planteándose, ella misma, la incógnita- Voy con el permiso que mi madre me ha otorgado, después de que él haya comenzado con pérdidas del conocimiento, como consecuencia de la sedación a la que está sometido. Hace un par de semanas, por intermediación de mi hermano, había pedido la autorización de mi padre. La respuesta que me hizo llegar, por el mismo conducto, fue que quería que yo supiera que no me guardaba ningún rencor, que se iba en paz y que deseaba que yo, también, gozara de ella. Pero, me rogaba que no fuera a verle, pues, las cosas estaban bien, como estaban.

Quedé tan sorprendida por lo que acababa de escuchar, que no tuve capacidad de reacción y lo único que salió de mi boca fue:

-¡No sabes cuánto lo siento!

-Lo grave, es que mi corazón parece una piedra, a pesar de tan trágica circunstancia -dijo, mi amiga, con voz temblorosa.

-Tendrás sentimientos contrapuestos -le comenté, con el fin de que no fuera tan dura consigo misma.

-De mis ojos, no ha salido ni una sola lágrima, ¿puedes creerlo, María? Ahora mismo, mi interior es como un viñedo, poblado de vides secas.

-¡Eso, ocurre en los duros meses del invierno! Pero, en la primavera, asoman los brotes de los sarmientos -le dije, con la pretensión de levantar su ánimo.

-Esos brotes fueron los que yo estuve esperando inútilmente, durante muchas primaveras y muchos veranos. Pero, no recibí, de mi padre, la más remota señal de amor. A pesar de las muchas veces en las que no me importó humillarme, en espera de que, de su boca, saliera una palabra amable. Ahora, ya es demasiado tarde.

Mi compañera de viaje hizo una breve pausa, después de la cual, continuó, diciendo:

-Sin embargo, me aterra pensar que, a pesar de todo, pueda tener remordimientos, cuando él haya abandonado este mundo.

-¿Acaso, deberías plantearte algún tipo de recriminación por tu conducta? -le pregunté.

-Sin duda, encontraré motivos de recriminación, María. Al igual que el resto de los mortales, yo no soy perfecta y, con seguridad, habré cometido muchas equivocaciones. De entrada, debo reconocer que yo era una niña geniuda y protestona, que estaba en contra de cualquier injusticia. Por esta razón, los continuos desencuentros entre nosotros dos. ¡Porque, mi padre, amiga mía, era una persona injusta!

-Estás formulando una grave acusación, Laura.

-¡Pero, es muy cierta! Mi padre abusó de la autoridad que, a través de la historia de los tiempos y de las religiones, se ha venido otorgando ilimitadamente al  “pater familias.”  Tú sabes, María, que toda autoridad está revestida de poder y cuán difícil es ejercerlo, con la  adecuada mesura.

-Me atrevería a decir que sí, lo sé - le respondí - ¿Por qué dices que abusó de su autoridad?

-Porque suplía la falta de razón con el poder que le daba la correa de su pantalón. En lugar de argumentar y admitir el diálogo, recurría al castigo. Mi padre, llegó a confeccionar un código penal propio, que asignaba el castigo a cada una de las faltas que cometíamos: llegar tarde a la hora del almuerzo o de la cena,  no habernos lavado las manos, ir despeinados, protestar por la comida, estar viendo la televisión sin haber terminado los deberes del colegio… Con excesiva frecuencia, mis protestas por alguna actuación suya, le sacaban de quicio. Entonces, agarrándome de la oreja, me arrastraba al cuarto oscuro, después de la correspondiente tanda de azotes. Permanecía algunas horas encerrada, hasta que mi madre le hubiese pedido clemencia, repetidas veces, en nombre mío. Mi pobre madre ha sido la primera y más importante víctima de mi padre, mucho más de lo que yo lo he sido. Hasta el día de hoy, no he atinado a saber qué encantos encontraría, mi madre, en un novio como mi padre, para que llegase a inclinarse en favor de contraer matrimonio.

-¿Recibías algún trato discriminatorio de tu padre, por el hecho de ser niña? Es decir, ¿tus hermanos recibían iguales castigos? -se me ocurrió, preguntar.

-Una tía mía cometió la grave indiscreción de contarme la reacción que tuvo mi padre, cuando le comunicaron que el parto había ido muy bien y que su esposa había dado a luz una sonrosada y preciosa niña. Según me dijo la hermana de mi madre, le entró tal grado de ofuscamiento, que no quiso verme, hasta la mañana del día siguiente. Mi padre tenía el convencimiento de que su primer hijo sería un varón y no fue capaz de superar tan gran decepción, a lo largo de toda su vida. De muy poco sirvió que, más tarde, llegasen otros dos hijos varones. Mi progenitor entendió que yo había sido la culpable de que sus planes se vieran truncados.

Esta vez, fui yo quien fijé la mirada en mi amiga. Con seguridad, mi rostro debía reflejar gravedad porque, cuando ella advirtió tal circunstancia, no dudó en interrumpir el silencio que se había producido. Laura, extrañada por mi actitud,  me preguntó:

-¿Qué ocurre, María? ¿He dicho algún despropósito?

-¡Es terriblemente penoso! -exclamé, cometiendo el error de no saber contener mis emociones- ¡No existe mayor don, para unos padres, que la llegada de un hijo!

-Pero, mi padre quería un primogénito. Un heredero, para el cual, tenía reservado el mismo nombre que su abuelo, la carrera que tenía que estudiar y el negocio familiar del que tenía que hacerse cargo. Y, de hecho, eso fue lo que sucedió con Juan, mi hermano mayor. Hasta tal extremo, que mi padre le introdujo en los círculos sociales que frecuentaba y en el club de tenis del que nuestro abuelo, había sido socio fundador. ¡No faltaría a la verdad, si dijese  que llegó a elegir la mujer con la que, mi hermano, se casó!

-Tengo que creer todo cuanto me dices, Laura. Aunque, pensaba que semejantes atavismos se habían perdido en la noche de los tiempos.

-El machismo de mi padre fue de un nivel insoportable. Lo sorprendente, es que él anduviera tan ufano. ¡Me vas a perdonar, pero, te diré que, a mí, me ha jodido la vida!

-¿Incluso, a pesar de la presencia de tus dos hermanos?

-Hasta la adolescencia, todos fuimos objeto de sus correazos y sus castigos, aunque, yo me llevé la peor parte. Cuando Juan y Andrés fueron al instituto, el maltrato físico cesó para todos nosotros. Pero, a partir de entonces, mi padre trató de ignorarme olímpicamente.

-¿Me quieres decir que renunció a ocuparse de tus estudios y de las obligadas atenciones que un hijo requiere?

-Te ratifico lo que te he dicho. Mi madre fue quien estuvo pendiente de mi formación, de mi mantenimiento y de comprarme la ropa. Mi señor padre se limitaba a pagar las facturas y, en su favor, he de decir que lo hacía con satisfacción; la misma que le producía tener una trifulca conmigo, de vez en cuando, para no perder la costumbre.

-¡Debía ser un infierno para ti!

-Realmente, lo fue. Hasta que, un día, al interferirse, mi madre, en una acalorada discusión en la que estábamos enzarzados, mi padre le levantó la mano y le hubiese pegado, de no habérselo yo impedido. Ese día me echó de casa, alegando que yo atentaba contra la estabilidad familiar. No te acordarás, pero, este episodio tuvo lugar, apenas, iniciado el primer año de nuestra carrera. Te lo conté, con detalle, al día siguiente, frente a la barra del bar de la Facultad.

-No me acuerdo. Haría poco tiempo que habría comenzado el curso. Al saber que vivías en una residencia para universitarios y ser, tú, tan hermética, nunca llegué a pensar que te habían echado de casa -respondí a Laura, con el absurdo ánimo de justificarme-. ¿Cómo ha sido la relación que has mantenido con tus hermanos? -pregunté.

-Desde que me casé, prácticamente inexistente -respondió, mi amiga-. Acudí en ayuda de ambos, cuando mi padre me prohibió contraer matrimonio con Eduardo. Puesto que era imposible para mí hablar con mi padre, les rogué que utilizaran los más nobles argumentos para lograr que mi padre cambiara su decisión. La verdad, es que no tenía muchas esperanzas en el éxito de la misión que les encomendé. Sin embargo, lo último que hubiera podido imaginarme, es que ninguno de los dos asistiese a mi boda. ¡Me llevé un disgusto enorme! ¡No tuvieron narices de enfrentarse a la voluntad de nuestro padre!

Hasta que el tren de alta velocidad no hizo su entrada en la estación de Atocha, nos dio tiempo a hacer muchas consideraciones. Me parece improcedente trasladarlas, porque la extensión del presente escrito ha resultado del todo exagerada. Sin embargo, diré que no estuve de acuerdo con Laura, cuando ella me aseguró tener cicatrizadas las heridas que tan penosa experiencia familiar habían producido en su corazón. Le dije que las había cerrado, en falso. Intenté explicarle las razones y, al final, tuve que recurrir a una cruda sentencia, de la que me arrepiento.

-Viajar a Madrid con la esperanza de ver a tu padre, antes de que haya sucedido lo irremediable, es señal inequívoca de que tus heridas se cerraron en falso, Laura.

Le ruego acepte, doctora, mis más respetuosos saludos.   
   




Rufino Tamayo, La familia, 1925. Óleo sobre lienzo. Colección William and Christopher Brumder. © Tamayo Herederos / México / Con licencia de VAGA, Nueva York, NY. Foto de John R. Glembin, cortesía del Museo de Arte de Milwaukee.


 
    


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