Cuenta
una leyenda que, hace muchos años, un rey de un poderoso reino convocó a sus
sabios y consejeros, y les dijo:
-He
encargado a mis joyeros que me fabriquen un anillo de oro que soporte un
diamante. En su interior, deseo guardar una frase que me ayude e inspire en
momentos de gran desesperación, que me ayude a tomar decisiones, que contenga
un mensaje que renueve mis fuerzas, cuando me sienta perdido. Una frase, en
fin, que me ayude a ser un rey más justo, sabio y compasivo. Tiene que ser una
frase corta, que pueda esconderse debajo del diamante.
Sus
asesores y consejeros, los sabios más cultos del reino, se dispusieron a
escribir las frases más extraordinarias. Pero, a pesar de sus grandes
esfuerzos, no encontraban las palabras apropiadas.
En
palacio, vivía un anciano que, también, había servido al padre del rey. Cuando
la madre del monarca murió, siendo él todavía un niño, quedó bajo los cuidados
del devoto mayordomo. Tan grande había sido la amorosa dedicación del sirviente
hacia su señor, que recibía del monarca el mismo trato que daba a quienes
pertenecían al núcleo familiar. El rey sentía un inmenso respeto por quien le
había cuidado, ya que, sus palabras le transmitían seguridad y sabiduría. De
modo que se dirigió igualmente a él, en busca de ayuda.
-¡Oh,
Majestad, no soy un sabio, ni un erudito, ni un académico! -exclamó, el anciano
servidor- Sin embargo, tengo guardado un mensaje que, posiblemente, le será de
utilidad. Llegó a mis manos, como consecuencia de mi vida en palacio, a lo
largo de la cual, me he encontrado con todo tipo de personas. Me refiero a la
ocasión en la que tuve la oportunidad de conocer a un místico, invitado de su
padre, a cuyo servicio fui asignado. El día de su partida, me dio este mensaje,
en señal de agradecimiento -dijo, el mayordomo, al tiempo que escribía una
anotación en un diminuto papel, el cual, dobló y entregó a su señor.
El rey,
con gran curiosidad e impaciencia, se dispuso a abrirlo. Pero, el anciano le
suplicó que no lo leyera, en ese momento. Le pidió que lo mantuviera escondido
en el anillo, hasta que se encontrara en una situación desesperada. Pues, tan
solo podría leerlo, cuando no hubiese encontrado solución al problema, después
de que todas las tentativas hubiesen fracasado.
Sorprendido,
el monarca se dio cuenta de la bondadosa expresión que reflejaba la mirada de
su servidor y guardó el papel, convencido de que debía seguir el consejo del
anciano.
El
momento en cuestión no tardaría en llegar. Unos meses más tarde, el país fue
atacado por los invasores. El monarca había sido objeto de una gran emboscada.
¡Estaba desesperado! Huía con su corte, a través del bosque, tratando de escapar
de quienes le perseguían. Sus enemigos eran numerosos y les pisaban los talones.
Llegaron a un lugar donde el camino se acababa. Enfrente, divisaron un valle,
al cual, no podían acceder por encontrarse al borde de un profundo precipicio.
¡No tenían salida! Y, no podían volver atrás,
porque el enemigo les cerraba el paso.
De
repente, el rey se acordó del anillo. Lo abrió, sacó el papel y allí encontró el
siguiente mensaje: “Superarás esto”
Al
terminar de leer aquellas dos sencillas palabras, notó un gran silencio. Acto
seguido, se dio cuenta de que la angustia había desaparecido y que ahora se
sentía calmado. También, se percató que ya no estaba en peligro. Los enemigos
que le perseguían debían haberse perdido en el bosque, o se habrían equivocado
de camino, pero lo cierto era que ya no escuchaba el trote de los caballos.
El
rey se sintió profundamente agradecido al sirviente y al místico desconocido.
Dobló el papel y volvió a guardarlo en el anillo. Aquellas palabras habían
resultado milagrosas. Le dieron renovadas fuerzas, le inspiraron fe, coraje, y
le llevaron a redoblar sus esfuerzos. Durante las siguientes semanas, logró
reagrupar a sus ejércitos y, con ayuda de los mismos, reconquistó el reino.
El
día que regresó victorioso, hubo en palacio una gran celebración, con un
almuerzo en el que se sirvieron toda clase de manjares y abundante vino. Luego,
desde su trono, el rey presidió los festejos y se sintió enormemente orgulloso
de sí mismo.
Viendo
a su señor en semejante actitud, el fiel sirviente se acercó al rey y le dijo:
-Es
un momento muy oportuno para que su majestad vuelva a leer el mensaje.
-¿Qué
quieres decir? -preguntó el rey-. Ahora me siento victorioso, la gente celebra
mi regreso. ¡No estoy desesperado! ¡No me encuentro en una situación sin
salida!
A
cuyas palabras, el anciano respondió:
-Ese
mensaje no es sólo para situaciones desesperadas; también lo es para
situaciones placenteras. No es sólo para cuando llega la derrota; también lo es
para cuando se alcanza la victoria.
El
rey abrió el anillo y leyó el mensaje: “Superarás esto”. Acto seguido, en medio de la muchedumbre
que cantaba y bailaba, sintió la misma paz y el mismo silencio que
experimentó, cuando estaba en el bosque. Y, al propio tiempo, que no debía
sentirse orgulloso de sí mismo, sino del valor de sus tropas y de todo su
pueblo, a cuya felicidad dedicaría sus esfuerzos, durante el resto de su vida. Fue
una clarividencia. El rey comprendió la profundidad y el alcance de aquel
escueto mensaje.
Magnifica conclusión no tengo palabras para expresar ideas, a veces nos falta valor para hacerlo .
ResponderEliminarGracias, Luis Miguel. Me alegra saber que te ha gustado.
EliminarQue buen relato
ResponderEliminarGracias...
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