La violencia de género es, en parte, consecuencia de la
evolución histórica de las desigualdades
sociales existentes entre los dos sexos, en las que las mujeres han sido
sometidas al poder que los hombres han ejercido sobre ellas. Aunque, afortunadamente,
se han producido muchos cambios en esta relación y tiene lugar una mayor
igualdad entre hombres y mujeres, todavía son muchas las parejas en las que no
existe esa igualdad. El hombre cree tener la potestad de exigir a la mujer lo
que él considere oportuno. Emplea los medios que considera necesarios para
lograrlo y, aun peor, los correctivos que se le ocurren, en caso de que no se
satisfagan sus exigencias.
Del libro escrito por Miguel Lorente Acosta: “Mi marido me pega lo normal”, me llamó
mucho la atención uno de sus capítulos titulado “El Primer golpe”. Explica, de
una forma muy vivaz, el proceso que siguen algunas mujeres para llegar a
aceptar como normal, algo que es abominable e injustificable. Relata cómo va cambiando
su forma de ver ese dominio que ejercen muchos hombres, todavía amparados por
la sociedad y por la invisibilidad, desde el exterior, de lo que sucede dentro
de las paredes de muchos hogares.
Aunque el capítulo se inicia con el primer golpe que reciben
muchas mujeres, la realidad nos dice que
todo comenzó con bastante anterioridad. Previamente, tuvieron lugar una serie
de manifiestas actuaciones de violencia verbal y maltrato psicológico, que
fueron abonando el terreno para la llegada de la violencia física.
Un día
cualquiera, sin ningún tipo de razón, de forma totalmente inesperada, ocurre
algo que hará que la vida de una mujer no vuelva a ser la misma. Sigamos a
Lorente en su exposición:
El
primer golpe lo recibió en la cara,
pero lo sintió en el corazón. Y así
quedó ella: llorosa, inmóvil, incrédula ante su destino, llena de dudas, vacía
de ilusión; intentando encontrar una
inexistente explicación.
El
segundo golpe, fue el que le hizo darse cuenta de que aquello no era un mal sueño, sino la triste, dolorosa e injusta
realidad: eso era lo que le había tocado vivir, con ese hombre que decía amarla
y a quien ella creía amar.
A partir de ese
momento, las dudas, la incertidumbre e incluso los temores que todos
tenemos sobre el futuro, se trasladaron al presente. Su existencia quedó
relegada a un triste presente anclado al
pasado.
Venían a su
memoria recuerdos de aquellos momentos en los que creía que podía ser eternamente
feliz, sin ser consciente de que, entonces, lo era. Y reparó en que había
hipotecado aquel alegre presente, por este triste futuro.
Como un castillo
de naipes al que le quitan la primera carta, sus ilusiones y esperanzas se
derrumbaron sobre ella. Buscaba explicaciones pero, en su interior, sólo
encontraba porqués, dudas, preguntas sin
contestar y muchísimo dolor.
Desde fuera de su
hogar, le llegaban consejos de personas que realmente no entendían lo que
sucedía, justificaciones de algo
injustificable y explicaciones a lo
inexplicable. Le decían que tuviera paciencia para esperar a que la situación cambiara
y le pedían resignación para aceptar su destino.
Las dudas no
desaparecieron, aunque fueron cambiando; las reflexiones ya no eran sobre si la
agresión estaba bien o mal, sino en torno a descubrir si el motivo era suficiente o no.
Los valores
inculcados y aquello que le decían, iban tomando forma en su interior. Las
explicaciones y los argumentos modelaron el suceso: el hombre ha hecho uso de su potestad correctora.
Pasaban los días,
y las dudas no eran sobre si estaba bien o mal, ni siquiera sobre si el motivo
era justificado o no. Había quedado suficientemente “claro” que estaba bien y
que el motivo era razonable; en ese momento, las dudas eran sobre si la culpa fue del marido o si fue ella
misma quien precipitó la agresión.
Luego, sólo fue
necesaria una nueva descarga de violencia para que, una vez más, los
argumentos, las justificaciones y las explicaciones dejaran claro que la culpa había sido suya por provocar al
marido.
Aparentemente, todo
volvía a estar en orden. El marido mandaba, ella obedecía. Entendía que todas las agresiones eran justas,
proporcionadas y provocadas por sus continuos deslices y equivocaciones.
Algún domingo se
les veía en el bar y mientras el marido charlaba en la barra con los amigos,
ella quedaba sentada en una mesa de la esquina con el mayor de los hijos en
brazos y el pequeño, meciéndolo, en el cochecito.
Alguna vez, se la
veía con un maquillaje más marcado de lo normal que dejaba entrever varios hematomas
y con unas gafas de sol a través de las que miraba su borrascosa vida. Y aun
así, decía ser feliz, que su marido
era un buen padre, aunque tenía un poco
de mal genio. Pero, era porque los quería
mucho.
Cuando alguien un
día le preguntó que por qué no lo dejaba, se mostró ofendida y salió en defensa
de su marido con argumentos de amor,
sentimientos y responsabilidad.
¿Qué ha ocurrido
en un caso como este, que podría servir como ejemplo para la mayoría de los
casos de maltrato?
La vida, de
algunas mujeres, deja de brillar. Su
existencia se vuelve opaca, sombría, triste y sin esperanzas. Esto va
sucediendo de forma subliminal y sin ellas darse cuenta. Todo ello por haber aceptado lo que un día les pareció
inaceptable.
En la violencia
sobre la mujer siempre llueve sobre mojado. Conviene tener en cuenta que toda
lluvia, hasta la tormenta más intensa, comienza con unas gotas que, siempre,
van a más.
No podemos
aceptar unas conductas que, por frecuentes, se presentan como habituales. Y que,
por habituales, nos las hacen ver como
normales.
A diario, se
producen multitud de conductas que generan una auténtica situación de “microviolencia”, que actúa sobre las mujeres
para disminuir su resistencia y para conseguir su aceptación.
La disminución de la resistencia va bajando
la capacidad de crítica, así como la oposición hacia el agresor con respecto a
su comportamiento y las va integrando dentro de la rutina.
La aceptación conduce a un aumento de
intensidad gradual y progresiva de los malos tratos, por parte del agresor.
Poco a poco, se
va llegando a una violencia objetiva.
Pero, es como si no pasara nada, porque nada se ve. La violencia continúa
dentro de los muros del hogar y atada
por los lazos de la relación.
Ahora, la visión
real que tenemos desde su interior, es que ha dejado de ser una “microviolencia”.
La misma, ha ido creciendo con sus protagonistas. Con el hombre agresor y con
la mujer víctima. Se han convertido en agresiones perfectamente reconocibles
pero se alega que son golpes sin importancia. La violencia pura y dura será
explicada como: “pequeños focos de conflicto”, “maneras rudas” o “lo normal
dentro del matrimonio”.
La reflexión crítica
debe destacar esa “anormalidad”. No debemos dejar que se instauren en las
relaciones entre hombres y mujeres ese tipo de conductas impositivas que en un principio parecen ser totalmente
inocuas. Una vez que el agresor haya conseguido determinados privilegios o beneficios en la relación, bajo ningún concepto, querrá renunciar a ellos.
Por ello, la
importancia de que la mujer no vaya cediendo su terreno, que establezca unos
límites claros de lo que es admisible y de lo que no está dispuesta a aceptar. Por
supuesto, ahí radica la mayor dificultad y toda la sociedad debería ser
consciente de ello, prestando el apoyo y el soporte imprescindibles.