Era la noche del sábado. Estábamos terminando la cena que tenía lugar en nuestra casa, la cual habíamos decidido organizar, Carlota, Estefanía y yo, con la excusa de la retransmisión televisiva de un partido de fútbol, de la máxima rivalidad. Roberto y mi marido, son grandes aficionados a este deporte, aun cuando militan en bandos distintos. Durante las casi dos horas que duró el encuentro, estuvieron pendientes de la televisión, tomando tragos y picoteando, a modo de degustación, del variado y generoso surtido de tapas que se estaba elaborando en la cocina. En lugar de seguir la retransmisión deportiva, Alejando, el marido de Carlota, a quien el fútbol no le llama la atención, se la pasó facilitando suministros a sus amigos. Además, nos ayudó a llevar a la mesa todos aquellos platos que eran susceptibles de ser servidos fríos. Sabiendo que Joaquín no se movería de delante del televisor hasta que hubiera terminado el partido, le rogué al propio Alejandro que eligiera el vino, de entre las botellas que tenemos guardadas en la pequeña bodega. Él mismo se ocupó de abrirlas, con gran ceremonial, oliendo cada uno de los tapones de corcho. Movió varias veces su cabeza, en señal de aprobación, y me pidió un par de decantadores para verter el vino en ellos, alegando que la calidad del mismo merecía una buena oxigenación.
Después de que todos los comensales ayudaran a retirar el servicio de la mesa, unos cuantos se dedicaron a llenar el lavaplatos y a ponerlo en marcha. El resto, nos ocupamos de llevar al salón todo lo necesario para poder servir café y copas, a gusto de cada cual. Supuso un gran despliegue de tazas, platos, cucharillas, copas, cubiteras con hielo…, salvo los licores, que estaban en el carrito que ejercía las funciones de bar. De esta manera, nos asegurábamos que todo el mundo tuviera, a su alcance, aquello que le viniera en gana. Por supuesto, a nadie se le ocurrió volver a encender la televisión.
Cuando ya todos nos hubimos acomodado en los sofás y en el par de amplios butacones, a Carlota se le ocurrió continuar la conversación, preguntando a mi marido qué tal le había ido su reciente viaje a Venezuela.
-¡Mal! - se limitó a contestar, Joaquín.
Mi amiga, se sorprendió del tono y la brevedad de la respuesta. Probablemente, se quedó con las ganas de conocer los motivos que habían originado tan categórica negativa, por parte de quien ejercía de anfitrión. La intervención de su marido, la ayudó a conseguir tal objetivo.
-¡Por Dios, Carlota! -exclamó, Alejandro- ¡Mencionas la soga en casa del ahorcado! ¿No sabes que los negocios de Joaquín, en Venezuela, se han ido al traste a raíz de lo ocurrido en la XVII Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado, celebrada en Santiago de Chile?
-¿Qué sucedió, para que tuvieran que fracasar? -preguntó, Carlota, poniendo cara de inocencia y de ignorancia, ambas cosas a la vez.
-¿Por qué no te callas? -soltó un gran grito, Roberto, seguido de una estrepitosa carcajada, dejando sorprendidos, a todos.
El primero en reaccionar fue mi marido, molesto con su amigo, por tomarse a broma un asunto de suma gravedad que ya había acarreado funestas consecuencias para los negocios con Venezuela; ignorándose, todavía, el verdadero alcance que podría tener para las empresas españolas, que operan en la patria de Simón Bolívar.
Todos comprendimos que se trataba del lamentable incidente que tuvo como protagonistas al Rey de España, don Juan Carlos I, y a Hugo Rafael Chávez Frías, Presidente de la República de Venezuela, aquel diez de noviembre de dos mil siete, mientras se producía la intervención del Presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero. El suceso dio la vuelta al mundo y, durante mucho tiempo, fue uno de los asuntos destacados en los medios de comunicación y en las redes sociales. El Presidente Chávez dio instrucciones de dejar en suspenso todos los pedidos hechos a empresas españolas y retener los suministros procedentes de España; llegando a amenazar, incluso, con la nacionalización de algunas importantes empresas españolas, implantadas en el país andino. Entre muchos otros, el pedido hecho por Venezuela a la empresa de mi marido, nunca llegó a materializarse. Ello, a pesar de los viajes que Joaquín hizo a Caracas, el último de los cuales había tenido lugar la semana anterior.
-Lamento de veras que os hayáis visto afectados, Joaquín -dijo, en tono de disculpa, el marido de Estefanía-. Son cosas que suelen pasar, con cierta frecuencia. Sobre todo, cuando se producen choques inevitables entre Gobiernos de signo político, antagónico.
-¡Pero no deberían ocurrir! -protestó, Joaquín- Las relaciones entre los Estados, jamás han de ser puestas en peligro por políticos mediocres, que pretenden anteponer los intereses de sus propios partidos, al bien común de los ciudadanos que los eligieron.
-¡A veces, ni siquiera eso! -exclamó, Estefanía-. La mayoría de políticos de hoy en día son tan prepotentes, que les ciega su propio ego. Ni tan siquiera se detienen a evaluar las consecuencias de sus actos públicos; y, mucho menos, de sus palabras.
- ¿Qué entiendes por relación entre los Estados, Joaquín? - preguntó Carlota.
-¡El supremo respeto que hay que mantener en las relaciones entre los pueblos! Sin interferir en sus costumbres, creencias, religión, régimen político, etcétera -contestó, mi marido con gran convicción-. En todo caso, potenciando el entendimiento entre las personas y el desarrollo mutuo de las relaciones económicas, en busca de un mayor grado de confort y bienestar.
-Esa relación, a la que te refieres -objetó Roberto- es muy difícil de establecer en el caso de algunos países latinoamericanos ¡Cuba, por ejemplo!
-¿Por qué? -preguntó, Joaquín.
-Porque resulta evidente que los cubanos se encuentran inmersos en un régimen comunista.
-¡No importa! Precisamente por ello, he mencionado que cabe distinguir entre las relaciones políticas y las relaciones entre los Estados. En el caso de Cuba, el ejemplo le viene como anillo al dedo, Roberto. ¿Te acuerdas de España, cuando estuvo, durante cuarenta años, bajo la dictadura de Franco? ¡Ningún país se negó a echar una mano a los españoles! Paradójicamente, tampoco Franco retiró la importante ayuda financiera de España a Cuba. Vulnerando, incluso, el bloqueo económico al que un aliado tan influyente como los Estados Unidos de América, tenía sometido a la gran isla caribeña ¡Esa fue una razón de Estado!
Se produjo un largo silencio.
-Permitidme que os cuente una emotiva experiencia -dijo, mi marido-. Tenida, precisamente, a raíz de mi último viaje a Caracas.
Todos nos quedamos mirando a Joaquín, igualmente sorprendidos por su propuesta, porque mi marido no se distingue, precisamente, por contar anécdotas. Resultaría evidente que fueron miradas de aprobación, al menos eso fue lo que interpretó el anfitrión.
-“A última hora de la mañana del lunes, de la pasada semana, decidimos que yo volvería a viajar a Venezuela, después de recibir la petición del responsable de nuestra oficina en Caracas, hecha en tal sentido, mediante correo electrónico. Mi secretaria no tuvo problemas para lograr la confirmación de una reserva de plaza para el día siguiente.
Para no perder la costumbre, llegué apurado de tiempo a la Terminal Cuatro del Aeropuerto de Barajas. Por la misma razón, tampoco el vuelo de Iberia, con destino a Caracas, saldría puntualmente. Esa fue la información que me dieron al efectuar el chequeo ante el mostrador de la aerolínea bandera, española. Me conformé, al comprobar que la tarjeta de embarque me asignaba la butaca de pasillo ubicada en la fila veintisiete. No me gusta sentarme junto a la ventanilla, cuando no está libre el asiento de al lado.
Tuve tiempo de comprar los periódicos del día y una revista del corazón para para la esposa del Delegado de nuestra oficina, en Caracas. Así como un par de botellas de vino, y otra de whisky, en la tienda libre de impuestos, las cuales entregaría a mi compañero, tan pronto pasara el control de Aduanas, en el Aeropuerto Simón Bolívar, de Maiquetía. Sinceramente, me molesta transportar botellas, en los viajes; sobre todo, si no son para mí.
Cumpliendo con otra habitual manía, fui uno de los últimos viajeros en subir al avión; lo cual favoreció la operación de colocar todas mis cosas, y acomodarme en el asiento que tenía reservado. Al sentarme, saludé a la señora que estaba sentada junto a la ventanilla y ella me devolvió el saludo, en voz muy baja, dirigiéndome una mirada que reflejaba cierta angustia. Se me ocurrió pensar que podría tener miedo a volar.
Me pareció un rostro bello y noble. De edad mediana, según indicaba la frescura de su piel oscura, aun cuando me declaraba incapaz de adivinar su edad. Tampoco me facilitaba ninguna pista su abundante cabellera rizada, negra como el azabache. Era más bien gruesa, sus pechos generosos disimulados por una chaqueta de color blanco, cerrada hasta el cuello, por una hilera de botones. Se quedó mirando hacia el exterior, a través de la ventanilla, sus manos cruzadas sobre sus rodillas, cubiertas por una falda que hacía juego con la mencionada chaqueta. De reojo, advertí que eran unas manos oscuras y rugosas, castigadas por el trabajo.
Cumplido, por parte de la tripulación, el protocolo de seguridad destinado a los pasajeros, el acostumbrado rito del saludo de bienvenida, y los detalles básicos del vuelo, el avión se puso en movimiento y corrió, lentamente, por la pista de rodadura, hasta llegar a la de despegue. Mi vecina, seguía sin separar su nariz del cristal de la ventanilla. El piloto anunció la maniobra y el aparato fue tomando velocidad, al correr por la pista, hasta que se elevó hacia el cielo, coincidiendo con la máxima entrega de potencia a sus motores.
Era un día frío del mes de enero, pero el firmamento aparecía radiante y la atmósfera limpia. A medida que fue adquiriendo altura, el avión rodeó el extremo este de la ciudad de Madrid, hasta sobrevolar la Sierra de Guadarrama, antes de poner rumbo hacia Lisboa. Me di cuenta, entonces, que se deslizaban unas lágrimas por el rostro de la señora, del lado que no estaba al amparo de la ventanilla. La mujer intentaba secarlas con los dedos de sus manos. Contrariamente a lo que llegué a sospechar, no era miedo lo que tenía, sino que se había apoderado de ella un profundo desconsuelo. Discretamente, le aproximé un paquete de pañuelos de papel. Ella lo aceptó, sin decir nada.
Antes de que nos sirvieran el almuerzo, tuve tiempo de leer una crónica, firmada por el corresponsal en Washington, del periódico que tenía apoyado sobre mi bandeja. El artículo se refería a la contienda por la denominación del candidato a la Presidencia de los Estados Unidos, por parte del Partido Demócrata. El Senador por Illinois, Barack Obama, estaba recortando las diferencias con respecto a su adversaria, Hillary Clinton que, en el “Caucus” celebrado el tres de enero en Iowa, había quedado en tercer lugar. Detrás, incluso, del candidato John Edwards. Los sondeos para el de New Hampshire, que se celebraría aquel mismo día, martes ocho de enero de dos mil ocho, otorgaban casi diez puntos de ventaja a Barack Obama, sobre la ex-Primera Dama. (Avanzada ya la noche, en la habitación del hotel, en Caracas, me enteré que Hillary Clinton había resultado ser la ganadora del “Caucus”).
Tuve que interrumpir la lectura, al aparecer la azafata con la bandeja del almuerzo. Gentilmente, mi vecina se hizo cargo del periódico, viendo que yo no sabía qué hacer con él. Nos deseamos, mutuamente, un buen apetito y esas fueron las únicas palabras pronunciadas durante la comida, a bordo. Tardaron en retirarnos las bandejas pero, cuando lo hicieron, un segundo carrito, proveedor de las bebidas, se plantó ante mí. Pedí dos botellines de whisky y un par de vasos con hielo. Me dirigí a mi vecina, diciéndole que había pedido un trago para ella. Me aceptó la invitación, dibujando una incipiente sonrisa en sus labios. Desde que nos subimos al avión, fue la primera vez que le brillaron sus ojos, color de miel.
-Mi nombre es Flor -me dijo, tendiéndome su mano-. Lamento mucho las molestias que le he dado.
Recogí su mano. Se la estreché, procurando transmitirle energía.
-¡Encantado! Yo me llamo Joaquín -contesté-. ¿Por qué habla, usted, de molestias? Es un placer tenerla como compañera de viaje -añadí, de buen grado.
-Me ha entrado una gran pena, y una profunda nostalgia, al abandonar Madrid y tener que separarme de mi hija, su marido, y de mis dos nietos. No he podido contener mi llanto, por mucho que me he esforzado -expresó, soltando parte de la tensión acumulada-. Ha sido mi primer viaje a España. Llegué a comienzos del mes de noviembre y hemos pasado un período navideño, entrañable ¡Quien sabe cuándo podré volver a verlos! ¿Va a Caracas? -me preguntó, de repente, dando un brusco giro a lo que me estaba diciendo.
-Sí; igual que usted, supongo -respondí.
-¡No! Yo continúo viaje a Maracaibo. Vivo en Cabimas, Estado Zulia.
-¡Hombre, una Maracucha! ¡El lugar que guarda, en sus entrañas, la mayor riqueza de Venezuela! ¡Y, donde se encuentran las mujeres más hermosas!
Por mis exclamaciones, comprendió que yo tenía algún conocimiento de su tierra. Al preguntarme por mi trabajo y por mi lugar de residencia, le hice un breve resumen de cuál había sido mi experiencia profesional. Se emocionó al saber que, Magdalena y yo, habíamos contraído matrimonio, en Caracas. Entonces, ella, me contó cómo se había desarrollado su vida. Me dio todo lujo de detalles, sobre todo, a partir de que su marido hubiera desaparecido de su casa, dejándola al cuidado de dos niñas. Cuando esto ocurrió, ella acababa de cumplir los veintitrés años. Tuvo algún que otro fracaso amoroso, y decidió que no volvería a casarse. Ahora no viene al caso, pero me gustaría contaros la vida de esta heroína, algún día. No muy distinta, por otra parte, del valeroso ejemplo de cientos de miles de mujeres que luchan por sacar adelante a su familia.
Llevábamos mucho tiempo hablando, cuando yo le pedí su autorización para ausentarme. Flor, aprovechó la oportunidad para hacer lo mismo. Cuando regresé a mi sitio, la encontré sentada en su butaca. Se había refrescado, olía a perfume, y estaba sonriente.
-Le traigo otro trago -le dije, depositando el botellín y el vaso con hielo, sobre la mesita que tenía abierta, delante de ella. No me dijo nada. Vertió el contenido del botellín sobre el hielo, tomó el vaso en su mano y, alzándolo, dijo:
-¡Bueno pues! ¡Salud, compañero!
Con cuidado, choqué mi vaso de plástico con el suyo para evitar que se derramara una sola gota del preciado líquido. Hice votos para que su próxima visita a Madrid no se hiciera esperar mucho tiempo. Flor me dio las gracias y tomó la palabra.
-Viéndole leer el periódico, me he dado cuenta de que le interesa la política -comenzó diciendo-. Hace mucho tiempo, también me sentía cautivada por ella. Pero, mi capacidad para soportar los engaños y las falsas promesas de los políticos, quedó totalmente agotada. Durante años, politicastros de no importa qué partido, nos han hecho creer que, Venezuela, era el paradigma de país democrático.
-Al amparo de una Constitución y un sistema de partidos políticos en el que dos grandes formaciones se han ido alternando en el gobierno del país -intervine, para demostrarle que estaba pendiente de lo que me decía-. Hasta que la irrupción de Hugo Chávez…
-¡No! ¡No! ¡No siga, por favor! -me interrumpió, Flor, el discurso- No se puede imaginar, Joaquín, el sentimiento de frustración e impotencia que llevo arrastrando al constatar el daño económico que la corrupción política ha causado a mi patria. Hoy, Venezuela, un país con ingentes riquezas, está sumido en la pobreza, y su sistema democrático dañado, de forma irreversible.
-Deberá producirse la regeneración que sea necesaria -dije, para interrumpir el silencio que se había producido entre nosotros-. La democracia es la única que otorga la voz y entrega el poder al pueblo…
-¡Siempre y cuando sea para elegir a estadistas capaces y honestos! -intervino, Flor, nuevamente-. Verdaderos hombres de Estado que, prescindiendo de intereses partidarios, tracen las grandes líneas de actuación por las que se tenga que mover Venezuela. Sobre todo, honestidad, a prueba de bomba, en la administración de los recursos. Respeto máximo a todas las naciones del mundo, sin importar su régimen político, para que los venezolanos seamos respetados, en justa reciprocidad.
Flor se revolvió en
su asiento, apoyando su espalda contra la ventanilla para poder mirarme de
frente. Se acercó el vaso con whisky a sus labios y tomó un sorbo, procurando
controlar los trozos de hielo. A continuación me dijo:
-Le confieso que,
teniendo un yerno y unos nietos españoles, así como una hija viviendo en España,
no puedo comprender cómo algunos políticos de mierda, persigan el
enfrentamiento entre nuestros dos países. Fíjese que las faltas de
entendimiento entre los pueblos, son originadas por la actuación, o las
palabras, de los politicastros. Les interesa desviar la atención de los
ciudadanos, ocultando otros problemas que, ellos, no saben resolver. En cambio,
un buen estadista, reclama respeto. Y, si me apura, fomenta el afecto entre sus
gentes ¡Por una simple razón de Estado!
Los últimos tres cuartos de hora, antes de que el piloto anunciara el inicio de la maniobra de descenso hacia Maiquetía, Flor se la pasó haciendo una enfervorizada defensa de todos aquellos aspectos que unían a españoles y venezolanos, quitándole hierro a los defectos de ambos. Por supuesto, hizo valer la acogida, y el futuro, que Venezuela había brindado a cientos de miles de emigrantes, procedentes de todas las Comunidades de España.
Le sobró tiempo para contarme todas las maravillas que había descubierto, durante los dos meses que estuvo viviendo en casa de sus hijos, en Madrid. Se volvió a emocionar, recordando las fiestas de Navidad, Año Nuevo, y la Cabalgata de los Reyes Magos, en compañía de sus nietos.”
Le doy la razón a mi marido. Me parece una anécdota muy tierna, que invita a la reflexión.