Después de que me
hubiera localizado, desde la distancia, vi a mi hijo Antonio aproximarse hacia
donde yo estaba, que era el lugar en el cual nosotras habíamos alineado las
tumbonas. Habían quedado precariamente protegidas de un sol radiante por medio
de un par de sombrillas clavadas en la arena de la playa. Como tenían por
costumbre, mis dos hijas habían querido situarlas en una posición relativamente
cercana a la orilla del mar, aun a sabiendas de que su decisión provocaría las
protestas de su hermano. Vestía un llamativo traje de baño de color amarillo
que le llegaba hasta las rodillas. Parecía, más bien, uno de los calzones que
utilizan los jugadores de baloncesto. De su cuello, colgaba una toalla de mano,
la primera que habría encontrado en el armario del cuarto de baño. Era tan
ridícula como las elementales chancletas de goma que llevaba puestas, las
cuales lo obligaban a ir dando saltos, intentando liberarse de la arena que,
pasados más de veinte minutos de la una de la tarde, pareciera que estuviese a
punto de arder.
De no ser por sus
insultantes veintidós años, hubiera dicho que se trataba de la propia figura de
su padre, de cuyo fallecimiento se había cumplido el sexto aniversario, hacía
muy pocos días. Los movimientos de su cintura y de sus extremidades, me
parecían una fiel repetición de la forma de andar que tenía mi marido. Era
ágil, alto y delgado. Estaba dotado de la musculatura exigible a quien había
destinado una parte de su tiempo libre a la práctica del atletismo. En él, yo
reconocía la misma cara de ángel que su progenitor; aun cuando había tenido la
desgracia de heredar los ojos, color de miel, de su madre.
Los sentimientos de
amor, por mi hijo, andaban a flor de piel, desde el día anterior. Cuando recibí
su llamada, comunicándome el número de su vuelo y la hora de llegada, me dijo
que le apetecía mucho pasar el fin de semana en la playa, en compañía nuestra.
Fuimos a recogerlo al Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas, adonde llegó
procedente de Gatwick. Había asistido a la ceremonia de entrega del título de
Máster en Análisis Financiero, al que se había hecho acreedor, después de haber
finalizado sus estudios en La Escuela de Negocios de Londres. Yo había
lamentado profundamente no haber podido acompañarlo en tan importante acto. Un
cúmulo de circunstancias adversas se conjuraron para que no pudiera liberarme
de mis compromisos, en la emisora de radio en la que trabajo.
Sin llegar a ponerme
de pie, me incorporé en la silla, cuando él llegó adonde yo estaba. Se inclinó
lo suficiente para sujetar, delicadamente, mis hombros con sus manos, depositar
un beso en cada una de mis mejillas, y darme los buenos días.
- Casi, buenas tardes,
diría yo -le contesté, sonriendo-. Espero que te hayas repuesto del trajín que
has tenido esta semana.
- ¿Dónde están
Cristina y Esperanza, mamá? -se limitó a preguntar, lamentando no encontrar a
sus hermanas.
- Han aparecido un par
de amigos, quienes las han convencido para ir a dar un paseo en lancha.
Se sentó frente a mí,
al borde de la larga silla, sin apoyarse en el respaldo, el cual le sirvió para
colgar su toalla. Se sacudió las chancletas de sus pies y, a continuación, me
dijo:
- ¿Cuándo
comprenderán, estas niñas, que me gusta estar cerca del chiringuito, mamá? ¡Me
parece que no es mucho pedir, por cuatro días que bajo a la playa, a lo largo
de todo el verano!
Fue entonces,
cuando pude darme cuenta de que mi hijo,
Antonio, daba muestras de un gran abatimiento. Muy poco tenía que ver la
ubicación de las tumbonas, con la tristeza reflejada en su rostro. En lugar de
una queja, había emitido un lamento, denotando que la pena se había apoderado
de su alma. Temiendo que se cumplieran los peores presentimientos que me habían
asaltado, en las últimas horas, procuré allanar su contestación.
- Me sorprendió mucho
que decidieras venir a Calpe, con nosotras, en lugar de quedarte en Madrid.
Sobre todo, que Almudena no te acompañara, a Londres, para la entrega del
diploma. Tampoco, fue a recibirte al aeropuerto. ¿Podría preguntarte, hijo, si
ha ocurrido algo grave entre vosotros?
- Almudena y yo
rompimos nuestra relación, antes de que tuviera que viajar a Inglaterra
-contestó, Antonio, de forma casi inmediata.
Pronunció estas
palabras mirándome a los ojos, con voz temblorosa, sin poder evitar que se le
aguaran los suyos. A pesar de estar mentalmente preparada para escuchar la peor
respuesta, me entristeció mucho constatar la falta de sosiego en la que él se
encontraba. Permanecí en silencio, pensando de qué manera podría prestarle mi
apoyo.
- Estoy muy abatido,
mamá. Lo he pasado muy mal, en Londres -continuó hablando, mi hijo-. He tenido
que hacer esfuerzos para salir a la calle,
porque me pasaba las horas encerrado en la habitación del hotel; viendo
la televisión, sin enterarme de nada, y muriéndome del dolor.
- Lamento muchísimo
que, Almudena y tú, os encontréis en esta situación -fue lo único que se me ocurrió
decirle, en aquel momento-. ¿Estáis seguros de que es una decisión
irreversible, Antonio?
- Totalmente seguros,
mamá -respondió, sin dudarlo ni un solo instante-. No quise decirte nada para
no preocuparte, pero nuestra relación había entrado en crisis, en las últimas semanas.
-¡Y yo, sin enterarme!
¡Maldito trabajo! -me recriminé, en voz alta, encontrando un chivo expiatorio.
-¡No te mortifiques,
mamá! En realidad, tampoco yo me había enterado de lo que sucedía. Hasta que
Almudena habló conmigo, y me dijo que procedía dar por terminada nuestra
relación.
- ¿Fue ella quien…? -
dije, sin poder terminar la pregunta.
- ¡Sí, mamá! Fue
Almudena quien tuvo el valor de decirme que se había enamorado de otra persona.
Como suele suceder en estos casos, el don de la oportunidad quiso que fuera la
víspera de mi viaje a Londres.
- Imposible imaginar
lo mal que lo estarás pasando -pronuncié, en voz muy baja, casi musitando.
- No logro asimilar
que se haya esfumado el amor de mi vida ¡No existirá nadie más como Almudena!
¡A nadie podré querer igual que a ella! Desde ahora te digo, mamá, que jamás me
casaré.
Tan profundas eran la
decepción y la amargura instaladas en el corazón de mi hijo, que decidí
respetar sus sentimientos. Me parecía del todo inútil adoptar la postura de
llevarle la contraria. Puse mis manos sobre sus rodillas, y me limité a decirle
que, lamentablemente, yo no podía pasar el luto por él, pero que estaba a su
lado, por si podía servirle de ayuda.
- Posiblemente,
necesitaré la ayuda de alguno de tus amigos psicólogos -me sorprendió que
dijera, aprovechando la oportunidad que yo le brindaba.
- Puedes contar con
ello, hijo.
- Almudena y yo,
habíamos pactado que nuestro amor sería firme como una roca; ni los vientos, ni
las tempestades, podrían moverla. Se convertiría en nuestra arma definitiva
para superar todo tipo de dificultades. Te hubiese sorprendido saber cuál era
nuestra canción secreta.
- ¿Cuál era?
- “Across the Universe”, de los Beatles.
Fue la canción
que, el cinco de febrero de dos mil ocho, a las cero, cero, horas, la NASA
transmitió en dirección a la estrella Polaris, celebrando el cuarenta
aniversario de su primera grabación. La letra de la canción repite, hasta la
saciedad, que “nada cambiará mi mundo”. Aun cuando, lo más importante, es que,
Almudena y tú, estáis representadas en ella.
Fruncí el ceño, en
señal manifiesta de no entender sus últimas palabras.
- Le conté a Almudena,
la fuerza y la valentía que habías demostrado tener, a raíz de la muerte de
nuestro padre -comenzó a explicar, Antonio-. Te tocó luchar contra todo tipo de
dificultades para sacar adelante a tus hijos. Entonces, yo tenía dieciséis
años, y mis hermanas, Cristina y Esperanza, catorce y once, respectivamente. En
plena crisis económica, nos has podido pagar los estudios y la hipoteca del
apartamento de la playa.
- ¡No lo des por
seguro, hijo! -exclamé, sonriendo; con el propósito de interrumpir y quitarle
hierro a su discurso-. ¡Espera a que aparezcan compradores, y se recuperen los
precios de los pisos!
- Para nosotros, has sido
una heroína, mamá. Como suelen serlo muchas mujeres, infinitamente más
valientes que la mayoría de los hombres. ¡Por eso, eres nuestra Estrella Polar!
¡Nuestra guía permanente, la que nos señala el Norte!
Se me aguaron los
ojos, sin poder evitar que me cayeran las lágrimas. Agaché la cabeza, y hurgué
en mi bolso, en busca de un pañuelo.
- Almudena y yo,
convinimos que ella sería la Estrella Polar del hogar que decidiésemos formar,
algún día -continuó diciendo, mi hijo Antonio-. Me confesó que había cometido
el error de sellar este pacto, dándome a entender que era una persona fuerte.
Sin embargo, se sentía la persona más insegura del mundo; razón por la cual,
había buscado el amparo en mí. Error grave, porque descubrió que, de algún
tiempo a esta parte, mi amor suponía una exigencia demasiado estresante para
ella.
- ¿Eso te dijo?
- ¡Sí, mama! ¡Fue muy
sincera! Al propio tiempo, algo cruel, sin ella pretenderlo. Porque me comentó
que la persona de la cual se había enamorado no le exigía nada; ambos, se lo
pasaban muy bien, limitándose a disfrutar de cada momento, sin pensar en el
futuro lejano. Con lo cual, se sentía totalmente liberada.
De repente, subidas a
una lancha fueraborda que daba círculos sobre el agua, cercana a la orilla,
escuchamos los gritos de mis hijas, Cristina y Esperanza. Llamaban a su
hermano, haciendo gestos ostentosos, para que fuera a juntarse con ellas y con
sus amigos.
- Si no te importa,
mamá, tengo ganas de abrazar a estas dos mocosas -dijo, levantándose de la
tumbona-. Por favor, búscame un psicólogo, cuanto antes.
Estimé conveniente,
buscar otro psicólogo para mí. Definitivamente, resulta demasiado elevado el
precio que se paga por entregarse al trabajo, en cuerpo y alma.
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