- No te
quepa la menor duda, Magdalena. Las ideas sencillas son las que rigen el mundo.
Después de haberme pasado toda una
vida enarbolando la bandera de la igualdad entre las personas, y haber sido
beligerante con la discriminación motivada por la diferencia de sexo, el
destino quiso que conociera a la esposa de un diplomático argentino, persona
muy querida por mi marido. Fue un encuentro que permanecerá en mi memoria.
Durante mucho tiempo, intuyo.
Ocurrió a finales del mes de enero, a raíz de pasar un fin de
semana en el refugio de montaña que nuestros amigos, Inés y Javier, tienen a
las afueras de Alp, cerca de la estación de esquí de La Molina.
Cuando me llamó Inés, por teléfono, decliné su invitación, procurando
que no se tomara a mal mi negativa.
- De sobras sabes que nos encanta compartir el tiempo libre
con vosotros. Pero, a partir de la primavera, cuando no queda rastro alguno de
nieve -contesté, a mi amiga-. Nosotros, somos unos negados para el esquí. Lo
mínimo que nos puede ocurrir, es que regresemos a Barcelona con algún esguince
-alegué, al recordar experiencias anteriores.
- Mientras estemos esquiando, vosotros dos -dijo,
refiriéndose a mi marido y a mí- podéis emplear el tiempo en hacer turismo por
los pueblos de la Cerdaña, que son muy bonitos -argumentó, Inés, para
convencerme-. Dile a Joaquín que te acerque a Bourg-Madame. ¿Conoces Llívia, un
enclave español dentro de Francia?
- No. No lo conozco. Tengo entendido que está muy cerca de
Puigcerdá -contesté, para dar a entender que mi ignorancia no era supina.
- Vuestra asistencia es obligada, porque es el cumpleaños de
Javier y le he preparado una sorpresa. Él no lo sabe, pero he invitado a Juan
Pablo Mendoza, que acaba de llegar desde Argentina, en compañía de su nueva
esposa -añadió.
- No conozco a ninguno de los dos. Aunque, he escuchado contar
muchas anécdotas, de cuando mi marido y Juan Pablo residían en París, en la
Ciudad Universitaria. ¡Por cierto!, pasado mañana, tenemos programada una cena
con ellos, ¿recuerdas?
- ¡Sí! ¡Ya les he puesto en preaviso! -contestó, Inés-. Sin
duda alguna, Javier querrá invitarlos a pasar el fin de semana en la nieve,
pero ellos dirán que tienen compromisos inexcusables que atender, en Barcelona.
¡Sonará raro, porque les encanta el esquí!
Naturalmente, acepté la invitación, y puse en antecedentes a
mi marido. Inés, me hizo partícipe de todos los detalles que conformaban el
plan secreto que había urdido. El viernes, era el aniversario de Javier. Por la
tarde, nos encargaríamos de recoger a Juan Pablo, y a su esposa, por el hotel
en el que estaban alojados. Viajaríamos en nuestro automóvil y, para ganar
tiempo, elegiríamos la ruta del túnel del Cadí. Llegaríamos al apartamento de nuestros amigos,
por sorpresa, a última hora de la tarde. La dueña de la casa habría mandado
poner la calefacción y preparar las dos habitaciones abuhardilladas, que sería
donde nos alojaríamos. Todo estaría dispuesto para celebrar la cena de
cumpleaños.
Yo conocí a Juan Pablo y a Constanza, que así se llamaba la esposa
del diplomático argentino, con ocasión de la cena de bienvenida que ofrecimos
al flamante matrimonio, en un restaurante de la Barceloneta. Las muestras de
afecto que la pareja me dispensó, hicieron que me pareciera haber compartido su
amistad, desde tiempos remotos. Así de fácil resultó mi encuentro con ellos.
Constanza era una mujer alta y delgada, una morenaza de
rostro ovalado, ojos verdes y cabello negro como el azabache, recogido en un
moño. Por su sofisticada forma de vestir y de moverse, cualquier persona
medianamente conocedora, hubiera asegurado que había estado relacionada con el
mundo de la moda. Al escuchar su llamativo acento y el armonioso tono de su
voz, me tomé la libertad de preguntarle si sus padres eran italianos. Lejos de
molestarse por la pregunta, nos explicó que se sentía muy argentina, a pesar de
que hubiera llegado a Buenos Aires, en compañía de toda su familia, siendo ella
una niña de ocho años. Efectivamente, había nacido en Salerno, junto al mar
Tirreno. Dijo que tenían pensado volar a Nápoles, y que habían hecho la reserva
de un coche de alquiler, porque querían recorrer toda la Campania.
Durante el viaje a la Cerdaña, Constanza y yo ocupamos los
asientos traseros del coche. Confieso que, la mayor parte del tiempo, estuvimos
ajenas a lo que Juan Pablo y mi marido iban hablando. Me dijo que se había
graduado en Filosofía y que había iniciado su experiencia laboral en una
editorial. En la actualidad, era responsable de comunicación en una empresa
multinacional, después de haber trabajado en una agencia de publicidad y haber
hecho sus pinitos como modelo. Resultó ser una persona encantadora, y muy
afable. Tenía un carácter despreocupado y alegre. Decía lo que pensaba, aun
cuando discrepara de lo que se estuviera hablando; pero lo hacía con tanta
delicadeza, que era una delicia escucharla. Teniendo, ante nosotros, de
embajador, a su marido, resultó sumamente fácil, para ella, conquistar nuestros
corazones.
Si debo ser sincera, lamenté que, Constanza, se la pasara
esquiando todo el tiempo. Me hubiera gustado profundizar en la charla que, tan
sólo, pudimos mantener a lo largo de la primera de las dos noches, y casi tres
días, compartidos. Pero, comprendí que disfrutara de la nieve, porque les resultaba
costoso, y mucho más incómodo, volar a Bariloche, a Mendoza, o a San Martín de
los Andes, viviendo, ellos, en Buenos Aires.
Cuando hubo finalizado la cena, después de que Javier hubiera
apagado las velas, y le hubiésemos cantado el Feliz Cumpleaños, Juan Pablo
sugirió echar una partida de cartas. Más claramente, expuso que le encantaría jugar
al mus, propuesta que fue aplaudida, con entusiasmo. Al principio, Constanza
dijo que se quedaría mirando, por si aprendía las reglas del juego. No tardó en
dirigirse a mí y confesar, sonriente, que era un juego demasiado complicado.
Por si le servía de consuelo, le dije que yo no había sido capaz de aprenderlo.
Decidimos servirnos unas copas y sentarnos frente a la chimenea, después de
avivar los troncos que se estaban consumiendo, en el fuego a tierra.
Me pidió que yo le hablara de cómo había vivido el proceso de
adaptación a mi nuevo país. Esto nos llevó al problema de la inmigración, al
drama del paro, y a la discriminación laboral, de la que eran víctimas las
mujeres. Yo entendía que la conversación era fluida, y un tanto superficial, hasta
que me vi sorprendida por una observación que hizo Constanza.
- Se nota que eres Psicóloga -me dijo.
- ¿Por qué dices esto? -pregunté, sin ocultar mi extrañeza.
- No quisiera que te molestaras, Magdalena. Es un problema de
deformación profesional que se adquiere, desde el primer año de carrera, con la
anuencia de los profesores.
- Para nada voy a molestarme, sino todo lo contrario -quise
asegurarle-. No obstante, te agradecería que fueras más explícita.
- Los psicólogos, al igual que hacen la mayoría de filósofos,
os empeñáis en buscar mecanismos ocultos en artilugios tan sencillos, como puedan
ser un aro, un silbato o un chupete -contestó, dirigiéndome una sonrisa encantadora.
Los ejemplos que expuso me parecieron graciosos y no pude
contener la risa. Sin embargo, comprendí su mensaje, con absoluta claridad.
- Recuerdo una de las muchas anécdotas de cuando yo
estudiaba, en la Facultad -añadió, Constanza-. Nos contaron que, un filósofo,
desarrolló todo un tratado de astrología, para explicar el funcionamiento de un
reloj de sol ¿Te imaginas? -me preguntó, antes de unirse a mis risas, de forma
totalmente desinhibida.
Aproveché la interrupción que se produjo para ofrecerle un
nuevo trago. Me dijo que sí, ella misma se sirvió el hielo y yo le rellené la
copa.
- Lo que me has dicho, me ha llamado mucho la atención -confesé,
una vez que reanudamos el diálogo-. Fíjate, que yo estaba convencida de que,
nuestra conversación, era muy poco profunda, casi intrascendente -la dije.
- ¡Peor me lo pones, entonces! -exclamó.
Me quedé desorientada, pensativa, y en silencio. Ignoro cuál
pudo ser la expresión de mi rostro.
- Si me lo permites, Magdalena, te diré que ningún discurso
es intrascendente -continuó, ella, hablando. En primer lugar, porque el
calificativo que tú le puedas dar, es irrelevante, pues no depende de ti
otorgárselo; sino del que le quiera dar tu interlocutor. Además, lo que en un
momento determinado puede parecer baladí, el transcurso del tiempo se encarga
de modificarlo. Te aseguro que esta conversación no tiene nada de trivial para
mí y que, con el tiempo, ganará en importancia ¡Ni siquiera, el silencio, es
intrascendente!
Me había estado mirando a los ojos, mientras hablaba pausadamente
y con dulzura, otorgando a cada frase un tono musical distinto, en función del
énfasis que deseaba darle. Fue cuando me di cuenta que estaba sentada frente a
una mujer muy inteligente.
- Has estado utilizando una docena de argumentos para justificar
la igualdad de derechos laborales, entre los sexos -prosiguió, haciendo uso de
la palabra. Lo mismo has hecho, cuando has hablado de la discriminación que
sufren los inmigrantes y del desigual castigo que el paro laboral inflige, a
los más necesitados. Por eso he mencionado lo de la deformación profesional.
- ¡Me vas a disculpar, Constanza! -me tomé la libertad de
interrumpirla- A pesar de lo que dices, yo hubiera debido hacer un análisis
mucho más profundo.
- ¡Lo sé! ¡Te creo! -exclamó, mi amiga argentina- Sé que
tienes la necesidad imperiosa de diseccionar, profundizar e investigar, todas
cuantas cuestiones se someten a tu consideración.
- ¿Entonces?
- Lo que pretendo decirte es que conviene utilizar los atajos.
Ir directamente al grano, obviando todo tipo de disquisiciones. Ver y comentar
las cosas, con la misma sencillez de la naturaleza, con que están hechas. ¡Lo
mismo ocurre con las ideas!
- Con frecuencia, Constanza, los pacientes no ven las cosas
así de sencillas -objeté.
- ¡Razón de más! -exclamó, mi interlocutora-. Deben
convencerse de que estamos rodeados de cosas e ideas muy sencillas. ¡Que
incurrimos en un grave error, cuando queremos complicarlas! Permíteme que
insista sobre lo que te he dicho, antes.
¿Acaso encontraremos un sofisticado mecanismo en una peonza? ¿En una
canica? ¿En una goma de borrar? ¿En un lápiz? ¡Hay cientos de ejemplos!
- ¡Interesante! -tuve la ocurrencia de emitir, un tanto
perpleja por el discurso de Constanza.
- No te quepa la menor duda, Magdalena. Las ideas sencillas
son las que rigen el mundo. En todos los órdenes de la vida, incluso a la hora
de hacerse rico ¡Pero, los humanos, somos tan estúpidos, que las desechamos! Tan
sólo a una mente privilegiada, se le ocurrió poner un palito que sirviera de
mango, a un caramelo redondo, para que pudiera chuparse ¡Y se hizo millonario!
Algo parecido sucedió, con quien inventó la fregona, y la maquinilla de afeitar
y,…
- ¡Vale! ¡Vale! ¡No sigas! -exclamé, un tanto abrumada por la
convicción con la que hablaba, mi amiga.
- No quisiera terminar esta conversación, sin referirme a
muchas de las cosas que has dicho al principio, relativas al drama que sufren
los inmigrantes, quienes están en paro, las víctimas de la discriminación
laboral por diferencia de sexo, y algún otro ejemplo que has mencionado. En
realidad, cabría hablar de las relaciones sociales de los hombres y mujeres de
este mundo. Te ruego mantengas la calma, no te asustes por lo que voy a decir.
Por primera vez en
toda la noche, Constanza mudó la sonrisa de su rostro, por una expresión de
gravedad y faltó muy poco para que sus últimas palabras sonaran a amenaza.
-Es inútil buscar la cuadratura del círculo, para justificar
que todos los hombres son iguales, y desarrollar un sinfín de argumentos filosóficos,
sociales o políticos. Peor aún, engañarnos a nosotros mismos, intentando
cambiar la naturaleza de las cosas -dijo, con énfasis, mirándome a los ojos-.
¡No es cierto que todos seamos iguales! La mujer, es distinta al hombre, el
rico, distinto al pobre. Las razas humanas son diferentes, las unas de la
otras, al igual que su idioma, su religión y su cultura. Nos basta ver la
realidad que nos rodea, para constatar cuán alejada está de la definición de igualdad. Personalmente,
debo respetar a quienes creen en la igualdad ante la Ley ¿Tú crees en la
igualdad ante la Ley, Magdalena?
- En el principio universal, sí -me limité a responder-.
Continúa, por favor -la insté, intrigada como estaba.
-Estoy terminando –dijo-. Antes, decirte cuánto lamento que tu
país, España, se haya lanzado por la autopista de lo tecnológico, del
materialismo pragmático. No sabes cuánto echo en falta la sabiduría de Calderón
de la Barca, reflejada en “El Alcalde de Zalamea”, paradigma del honor, porque
“el honor es patrimonio del alma”. Aquí es donde está la clave de todo,
Magdalena. En el reconocimiento y en el
respeto del alma de los hombres. Creo en Santo Tomás de Aquino, cuando dice
que, el alma, es una sola. Pero, está dotada de tres clases de potencias: la vegetativa, puramente orgánica, merced a
la cual se realizan las funciones de las plantas; la sensitiva, función peculiar de los animales, conocimiento sensitivo
de los objetos materiales, inclinaciones indeliberadas que nos impulsan hacia
dichos objetos y, finalmente, las intelectuales,
propias del entendimiento y del libre arbitrio. En el alma de los hombres y de las mujeres, es en donde radica el
supremo principio de igualdad. Por lo que resulta abominable, atentar
contra la dignidad de las personas.
- Propugnas que, hombres y mujeres, estamos compuestos de
alma y cuerpo -quise que llegara a concluir, mi amiga- . Y que, el alma es
inmortal.
- Tu primera conclusión es correcta -respondió Constanza-. De
la inmortalidad del alma, yo no he hablado. La contestación debes buscarla en
otro lugar; en los dominios invisibles e intangibles de la Fe. Si quieres, otro
día, hablaremos de ello.
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