viernes, 28 de agosto de 2015

Comunicarse, compartiendo contenidos íntimos



El proceso por el que dos personas se comunican aspectos de su intimidad, es algo fascinante.

Cuando estaba escribiendo sobre el conocimiento que podemos tener de otra persona, surgió el tema de cómo poder compaginar la intimidad con la apertura, en nuestras relaciones con otras personas. Decidí abordarlo en otro escrito, y ante este reto me encuentro ahora.

Tema interesante, el de la intimidad… y bastante complejo. Haremos, aquí, una primera aproximación, que seguro habrá que ir complementando, más adelante.


Javier de las Heras, psiquiatra, habla de la intimidad, en su interesante libro “Viaje hacia uno mismo”. Comparto con ustedes su definición de intimidad, y algunas de sus reflexiones. 

“La intimidad es la zona espiritual íntima y reservada de una persona, la más interna, la más profunda de todas. Hablar de intimidad es hacer referencia a la parte más esencial y genuina del ser humano, la que mejor le define, lo nuclear de su personalidad.

Es la intimidad, además, su región más recóndita e inaccesible para los otros. Allí se guarda y oculta todo aquello que…

-         no se desea compartir o

-         se desea compartir sólo con determinadas personas

-      no siempre; sino sólo en ciertos momentos especiales, en que sus puertas se abren poniendo al descubierto riquezas y miserias.

La intimidad guarda la llave secreta que permite comprender realmente y en profundidad al ser humano. Allí se encuentra la explicación de muchos comportamientos aparentemente absurdos, de ciertos sentimientos e inquietudes que resultan ininteligibles cuando sólo se cuenta con lo exterior como referencia”.


Para algunos, la necesidad de intimidad es tan grande, que son muchos los contenidos  que entran dentro de lo no comunicable. Para otros, son muy pocos los elementos que consideran que no deben comunicar, o que sólo creen conveniente hacerlo con ciertas personas… Este es un punto difícil de compaginar, y de gestionar.

En cada relación, conviene compaginar la salvaguarda de la intimidad con la apertura hacia la otra persona. Iremos encontrando contenidos a compartir, junto con otros que preferimos seguir guardando; o qué, con el tiempo, van surgiendo, a medida que profundizamos en el conocimiento mutuo.


Es difícil establecer el límite entre lo que consideramos íntimamente nuestro, y aquello que podemos, y queremos, compartir con algunas personas.

Creo que sin cierto grado de comunicación de lo que nos es propio, de lo que guardamos en nuestro interior, es imposible profundizar en una relación, ya sea familiar, de amistad o de pareja.


Cuando, en una relación, aumentamos el nivel de apertura, y de conocimiento mutuo, se crean unos vínculos nuevos, y únicos, o se refuerzan los que ya existían. El proceso por el que dos personas se comunican aspectos de su intimidad, es algo fascinante.

Hay ciertas características de la otra persona que pueden facilitar una buena comunicación, y que pueden invitarnos a compartir con ella contenidos muy íntimos: su capacidad de escucha, y de comunicarse, el interés que muestra por lo que decimos, la evocación de recuerdos, su deseo de comprendernos, y su capacidad de empatía, de ponerse en nuestro lugar.

Igual que hay características y actitudes que facilitan la comunicación, quizás encontremos elementos que la dificulten; algunos, de ellos, en la otra persona, y otros, en nosotros mismos.


Si ponemos límites a la comunicación, elevando barreras infranqueables, por considerar que algunos temas son tabú, impedimos que ésta fluya libremente. Con lo cual, asumimos el riesgo de distanciarnos de las personas con las que nos relacionamos, por no confiar en ellas.


Me parece que el deseo o la necesidad de intimidad, de parte de uno de los dos, necesariamente va a primar sobre el deseo o la necesidad de comunicación o apertura del otro.

Puedes intentar vislumbrar cómo es el otro, por lo que hace, y lo que no hace, por lo que dice, y lo que no dice, por lo que comparte, o no comparte. Si la otra persona no se comunica contigo, desde su intimidad, desde lo que le es propio, únicamente serás capaz de apreciar pequeños indicios de cómo es, de lo que le gusta, de lo que le motiva, de lo que le preocupa, de lo que desea, y lo que le emociona.


Sólo se puede conocer a una persona, cuando comparte contigo contenidos de su intimidad.






  








miércoles, 19 de agosto de 2015

Cómo afrontar algunas situaciones dolorosas



“Aprende a confiar en lo que está ocurriendo.

Si hay silencio, déjalo aumentar, algo surgirá.

Si hay tormenta, déjala rugir, se calmará”.


“El Tao de los líderes”, de John Heider


Todos nos hemos encontrado ante situaciones dolorosas y desconcertantes, como resultado de las diferentes relaciones interpersonales que mantenemos. Las dificultades pueden darse con la pareja, pero también se pueden dar entre amigos y familiares. Las ideas que expondré a continuación, pueden servir, como punto de partida, para afrontar algunas situaciones que nos afectan, y que nos cuesta comprender y sobreponernos a ellas.

Lo primero, es aceptar que las cosas son diferentes, que ya no son como eran. Que no son como nosotros deseamos o como pensábamos que podrían ser. Cuanto antes empecemos a aceptarlo, será algo más fácil afrontar la nueva situación. Todo va cambiando; algunas veces, para mejor, otras veces, para peor. Y todos vamos cambiando; no somos los mismos que éramos hace unos años, o incluso semanas, o días… Vamos teniendo experiencias, y reflexiones personales, que van modificando nuestros intereses y preferencias.

No sirve buscar culpables, no los hay. Como mucho, podemos decir que existe cierta responsabilidad por parte de los implicados. Es posible que vean la relación de forma diferente, y que no hayan sabido comunicarse para expresárselo al otro, y para que éste lo comprendiera.

Si la otra persona no desea seguir en la relación, o quiere que ésta sea diferente, no nos queda más remedio que aceptarlo, y ver cómo seguir con nuestra vida. No podemos obligar a alguien a que permanezca con nosotros, o a que tenga el tipo de relación que nosotros deseamos. Hemos de asumir la nueva situación y aprender de la experiencia.

Vivir, con toda su intensidad, los sentimientos y las emociones que experimentamos. Es como enfrentarse a un duelo; de hecho, es un duelo por la situación que ha cambiado.

No tengamos prisa por recuperar la tranquilidad y la felicidad, ya llegará.

Es importante que nos demos un tiempo, en el que esté permitido sentir tristeza, dolor, enfado, rabia, dudas… Sentir desilusión, y extrañar lo que teníamos, o creíamos que existía. En cuanto a la añoranza, recordemos lo positivo, pero como algo que ya se fue, y agradezcámoslo. También es bueno sentirse afortunados por tener la capacidad de amar y de sufrir; estamos realmente vivos, y somos capaces de sentir con intensidad.

No luchemos contra lo que sentimos, conviene que lo aceptemos como parte del camino para recuperarnos. No intentemos acelerar este proceso, o no aprenderemos de él, y volveremos a vernos involucrados en situaciones parecidas, hasta que descubramos qué es lo que debemos aprender.

Expresar lo que pensamos y sentimos. Si la relación con esa persona ha terminado, o si ha cambiado notablemente, y sentimos que hablar con esa persona no sirve de nada, o incluso empeorará la situación, no continuemos hablando, diciendo lo que pensamos o sentimos, preguntando lo que no sabemos. Existen otras formas para satisfacer esa necesidad que sentimos de expresarnos:

Podemos hablar con algunas personas cercanas; con aquellas que creemos que, esa comunicación, puede ayudarnos. Siempre, teniendo en cuenta que es nuestro proceso, y somos nosotros quienes decidimos lo que queremos hacer o decidir, y cuándo hablar, y cuándo callar.

Escribir para nosotros mismos. Tal y como salen las palabras. Expresando todo lo que queramos expresar: nuestras emociones, nuestros miedos y nuestros deseos. Lo que nos preocupa, lo que nos ha dolido, desilusionado, lo que esperábamos y se ha truncado… Lo que vamos descubriendo y aprendiendo. Lo que no queremos que vuelva a suceder. Los límites que no queremos traspasar nuevamente, y los que no es prudente permitir que los demás traspasen.

Otras veces, será necesario recurrir a especialistas, personas que nos puedan acompañar durante este proceso de duelo, y de descubrimiento de nuevos medios para ayudarnos a afrontar esta situación y otras experiencias futuras.

Medidas de autoprotección. Es conveniente que no aumentemos innecesariamente el dolor y otras emociones que podamos estar sintiendo.

Cuando la otra persona se ha alejado, por la razón que sea, no sigamos intentando hablar, escribirle, intentar que nos diga el porqué de ese distanciamiento. Hablar o escribirle, es desnudar nuestra alma a alguien que en ese momento, no quiere, o no está preparado para recibir lo que nosotros queramos decir, explicar o preguntar. Y en lugar de aclarar nuestras dudas, sus palabras, o su silencio, pueden producirnos más dolor. Es posible que nos responda algo, pero, lo hará, en cierta forma, obligado por nuestras palabras. Es posible que sus respuestas, o el tono en el que lo haga, nos hagan más daño que su silencio, y no nos sirvan para entender lo que no entendemos, o lo que sentimos.

Si para nosotros es difícil, por un tiempo, volver a ver a esa persona, o que nos hablen de ella, o acercarnos a los objetos o lugares que nos traen recuerdos suyos, ¡evitémoslo!, no nos expongamos, innecesariamente, a lo que va aumentar nuestro dolor.





viernes, 14 de agosto de 2015

Lo que me dijo Constanza



- No te quepa la menor duda, Magdalena. Las ideas sencillas son las que rigen el mundo.


Después de haberme pasado toda una vida enarbolando la bandera de la igualdad entre las personas, y haber sido beligerante con la discriminación motivada por la diferencia de sexo, el destino quiso que conociera a la esposa de un diplomático argentino, persona muy querida por mi marido. Fue un encuentro que permanecerá en mi memoria. Durante mucho tiempo, intuyo.
Ocurrió a finales del mes de enero, a raíz de pasar un fin de semana en el refugio de montaña que nuestros amigos, Inés y Javier, tienen a las afueras de Alp, cerca de la estación de esquí de La Molina.
Cuando me llamó Inés, por teléfono, decliné su invitación, procurando que no se tomara a mal mi negativa. 
- De sobras sabes que nos encanta compartir el tiempo libre con vosotros. Pero, a partir de la primavera, cuando no queda rastro alguno de nieve -contesté, a mi amiga-. Nosotros, somos unos negados para el esquí. Lo mínimo que nos puede ocurrir, es que regresemos a Barcelona con algún esguince -alegué, al recordar experiencias anteriores. 
- Mientras estemos esquiando, vosotros dos -dijo, refiriéndose a mi marido y a mí- podéis emplear el tiempo en hacer turismo por los pueblos de la Cerdaña, que son muy bonitos -argumentó, Inés, para convencerme-. Dile a Joaquín que te acerque a Bourg-Madame. ¿Conoces Llívia, un enclave español dentro de  Francia? 
- No. No lo conozco. Tengo entendido que está muy cerca de Puigcerdá -contesté, para dar a entender que mi ignorancia no era supina. 
- Vuestra asistencia es obligada, porque es el cumpleaños de Javier y le he preparado una sorpresa. Él no lo sabe, pero he invitado a Juan Pablo Mendoza, que acaba de llegar desde Argentina, en compañía de su nueva esposa -añadió. 
- No conozco a ninguno de los dos. Aunque, he escuchado contar muchas anécdotas, de cuando mi marido y Juan Pablo residían en París, en la Ciudad Universitaria. ¡Por cierto!, pasado mañana, tenemos programada una cena con ellos, ¿recuerdas? 
- ¡Sí! ¡Ya les he puesto en preaviso! -contestó, Inés-. Sin duda alguna, Javier querrá invitarlos a pasar el fin de semana en la nieve, pero ellos dirán que tienen compromisos inexcusables que atender, en Barcelona. ¡Sonará raro, porque les encanta el esquí! 
Naturalmente, acepté la invitación, y puse en antecedentes a mi marido. Inés, me hizo partícipe de todos los detalles que conformaban el plan secreto que había urdido. El viernes, era el aniversario de Javier. Por la tarde, nos encargaríamos de recoger a Juan Pablo, y a su esposa, por el hotel en el que estaban alojados. Viajaríamos en nuestro automóvil y, para ganar tiempo, elegiríamos la ruta del túnel del Cadí. Llegaríamos al apartamento de nuestros amigos, por sorpresa, a última hora de la tarde. La dueña de la casa habría mandado poner la calefacción y preparar las dos habitaciones abuhardilladas, que sería donde nos alojaríamos. Todo estaría dispuesto para celebrar la cena de cumpleaños.
Yo conocí a Juan Pablo y a Constanza, que así se llamaba la esposa del diplomático argentino, con ocasión de la cena de bienvenida que ofrecimos al flamante matrimonio, en un restaurante de la Barceloneta. Las muestras de afecto que la pareja me dispensó, hicieron que me pareciera haber compartido su amistad, desde tiempos remotos. Así de fácil resultó mi encuentro con ellos. 
Constanza era una mujer alta y delgada, una morenaza de rostro ovalado, ojos verdes y cabello negro como el azabache, recogido en un moño. Por su sofisticada forma de vestir y de moverse, cualquier persona medianamente conocedora, hubiera asegurado que había estado relacionada con el mundo de la moda. Al escuchar su llamativo acento y el armonioso tono de su voz, me tomé la libertad de preguntarle si sus padres eran italianos. Lejos de molestarse por la pregunta, nos explicó que se sentía muy argentina, a pesar de que hubiera llegado a Buenos Aires, en compañía de toda su familia, siendo ella una niña de ocho años. Efectivamente, había nacido en Salerno, junto al mar Tirreno. Dijo que tenían pensado volar a Nápoles, y que habían hecho la reserva de un coche de alquiler, porque querían recorrer toda la Campania. 
Durante el viaje a la Cerdaña, Constanza y yo ocupamos los asientos traseros del coche. Confieso que, la mayor parte del tiempo, estuvimos ajenas a lo que Juan Pablo y mi marido iban hablando. Me dijo que se había graduado en Filosofía y que había iniciado su experiencia laboral en una editorial. En la actualidad, era responsable de comunicación en una empresa multinacional, después de haber trabajado en una agencia de publicidad y haber hecho sus pinitos como modelo. Resultó ser una persona encantadora, y muy afable. Tenía un carácter despreocupado y alegre. Decía lo que pensaba, aun cuando discrepara de lo que se estuviera hablando; pero lo hacía con tanta delicadeza, que era una delicia escucharla. Teniendo, ante nosotros, de embajador, a su marido, resultó sumamente fácil, para ella, conquistar nuestros corazones. 
Si debo ser sincera, lamenté que, Constanza, se la pasara esquiando todo el tiempo. Me hubiera gustado profundizar en la charla que, tan sólo, pudimos mantener a lo largo de la primera de las dos noches, y casi tres días, compartidos. Pero, comprendí que disfrutara de la nieve, porque les resultaba costoso, y mucho más incómodo, volar a Bariloche, a Mendoza, o a San Martín de los Andes, viviendo, ellos, en Buenos Aires. 
Cuando hubo finalizado la cena, después de que Javier hubiera apagado las velas, y le hubiésemos cantado el Feliz Cumpleaños, Juan Pablo sugirió echar una partida de cartas. Más claramente, expuso que le encantaría jugar al mus, propuesta que fue aplaudida, con entusiasmo. Al principio, Constanza dijo que se quedaría mirando, por si aprendía las reglas del juego. No tardó en dirigirse a mí y confesar, sonriente, que era un juego demasiado complicado. Por si le servía de consuelo, le dije que yo no había sido capaz de aprenderlo. Decidimos servirnos unas copas y sentarnos frente a la chimenea, después de avivar los troncos que se estaban consumiendo, en el fuego a tierra. 
Me pidió que yo le hablara de cómo había vivido el proceso de adaptación a mi nuevo país. Esto nos llevó al problema de la inmigración, al drama del paro, y a la discriminación laboral, de la que eran víctimas las mujeres. Yo entendía que la conversación era fluida, y un tanto superficial, hasta que me vi sorprendida por una observación que hizo Constanza. 
- Se nota que eres Psicóloga -me dijo. 
- ¿Por qué dices esto? -pregunté, sin ocultar mi extrañeza.
- No quisiera que te molestaras, Magdalena. Es un problema de deformación profesional que se adquiere, desde el primer año de carrera, con la anuencia de los profesores. 
- Para nada voy a molestarme, sino todo lo contrario -quise asegurarle-. No obstante, te agradecería que fueras más explícita. 
- Los psicólogos, al igual que hacen la mayoría de filósofos, os empeñáis en buscar mecanismos ocultos en artilugios tan sencillos, como puedan ser un aro, un silbato o un chupete -contestó, dirigiéndome una sonrisa encantadora. 
Los ejemplos que expuso me parecieron graciosos y no pude contener la risa. Sin embargo, comprendí su mensaje, con absoluta claridad.
- Recuerdo una de las muchas anécdotas de cuando yo estudiaba, en la Facultad -añadió, Constanza-. Nos contaron que, un filósofo, desarrolló todo un tratado de astrología, para explicar el funcionamiento de un reloj de sol ¿Te imaginas? -me preguntó, antes de unirse a mis risas, de forma totalmente desinhibida. 
Aproveché la interrupción que se produjo para ofrecerle un nuevo trago. Me dijo que sí, ella misma se sirvió el hielo y yo le rellené la copa. 
- Lo que me has dicho, me ha llamado mucho la atención -confesé, una vez que reanudamos el diálogo-. Fíjate, que yo estaba convencida de que, nuestra conversación, era muy poco profunda, casi intrascendente -la dije. 
- ¡Peor me lo pones, entonces! -exclamó. 
Me quedé desorientada, pensativa, y en silencio. Ignoro cuál pudo ser la expresión de mi rostro. 
- Si me lo permites, Magdalena, te diré que ningún discurso es intrascendente -continuó, ella, hablando. En primer lugar, porque el calificativo que tú le puedas dar, es irrelevante, pues no depende de ti otorgárselo; sino del que le quiera dar tu interlocutor. Además, lo que en un momento determinado puede parecer baladí, el transcurso del tiempo se encarga de modificarlo. Te aseguro que esta conversación no tiene nada de trivial para mí y que, con el tiempo, ganará en importancia ¡Ni siquiera, el silencio, es intrascendente! 
Me había estado mirando a los ojos, mientras hablaba pausadamente y con dulzura, otorgando a cada frase un tono musical distinto, en función del énfasis que deseaba darle. Fue cuando me di cuenta que estaba sentada frente a una mujer muy inteligente. 
- Has estado utilizando una docena de argumentos para justificar la igualdad de derechos laborales, entre los sexos -prosiguió, haciendo uso de la palabra. Lo mismo has hecho, cuando has hablado de la discriminación que sufren los inmigrantes y del desigual castigo que el paro laboral inflige, a los más necesitados. Por eso he mencionado lo de la deformación profesional. 
- ¡Me vas a disculpar, Constanza! -me tomé la libertad de interrumpirla- A pesar de lo que dices, yo hubiera debido hacer un análisis mucho más profundo. 
- ¡Lo sé! ¡Te creo! -exclamó, mi amiga argentina- Sé que tienes la necesidad imperiosa de diseccionar, profundizar e investigar, todas cuantas cuestiones se someten a tu consideración. 
- ¿Entonces? 
- Lo que pretendo decirte es que conviene utilizar los atajos. Ir directamente al grano, obviando todo tipo de disquisiciones. Ver y comentar las cosas, con la misma sencillez de la naturaleza, con que están hechas. ¡Lo mismo ocurre con las ideas! 
- Con frecuencia, Constanza, los pacientes no ven las cosas así de sencillas -objeté. 
- ¡Razón de más! -exclamó, mi interlocutora-. Deben convencerse de que estamos rodeados de cosas e ideas muy sencillas. ¡Que incurrimos en un grave error, cuando queremos complicarlas! Permíteme que insista sobre lo que te he dicho, antes.  ¿Acaso encontraremos un sofisticado mecanismo en una peonza? ¿En una canica? ¿En una goma de borrar? ¿En un lápiz? ¡Hay cientos de ejemplos! 
- ¡Interesante! -tuve la ocurrencia de emitir, un tanto perpleja por el discurso de Constanza. 
- No te quepa la menor duda, Magdalena. Las ideas sencillas son las que rigen el mundo. En todos los órdenes de la vida, incluso a la hora de hacerse rico ¡Pero, los humanos, somos tan estúpidos, que las desechamos! Tan sólo a una mente privilegiada, se le ocurrió poner un palito que sirviera de mango, a un caramelo redondo, para que pudiera chuparse ¡Y se hizo millonario! Algo parecido sucedió, con quien inventó la fregona, y la maquinilla de afeitar y,… 
- ¡Vale! ¡Vale! ¡No sigas! -exclamé, un tanto abrumada por la convicción con la que hablaba, mi amiga. 
- No quisiera terminar esta conversación, sin referirme a muchas de las cosas que has dicho al principio, relativas al drama que sufren los inmigrantes, quienes están en paro, las víctimas de la discriminación laboral por diferencia de sexo, y algún otro ejemplo que has mencionado. En realidad, cabría hablar de las relaciones sociales de los hombres y mujeres de este mundo. Te ruego mantengas la calma, no te asustes por lo que voy a decir. 
Por primera vez en toda la noche, Constanza mudó la sonrisa de su rostro, por una expresión de gravedad y faltó muy poco para que sus últimas palabras sonaran a amenaza. 
-Es inútil buscar la cuadratura del círculo, para justificar que todos los hombres son iguales, y desarrollar un sinfín de argumentos filosóficos, sociales o políticos. Peor aún, engañarnos a nosotros mismos, intentando cambiar la naturaleza de las cosas -dijo, con énfasis, mirándome a los ojos-. ¡No es cierto que todos seamos iguales! La mujer, es distinta al hombre, el rico, distinto al pobre. Las razas humanas son diferentes, las unas de la otras, al igual que su idioma, su religión y su cultura. Nos basta ver la realidad que nos rodea, para constatar cuán alejada está  de la definición de igualdad. Personalmente, debo respetar a quienes creen en la igualdad ante la Ley ¿Tú crees en la igualdad ante la Ley, Magdalena? 
- En el principio universal, sí -me limité a responder-. Continúa, por favor -la insté, intrigada como estaba. 
-Estoy terminando –dijo-. Antes, decirte cuánto lamento que tu país, España, se haya lanzado por la autopista de lo tecnológico, del materialismo pragmático. No sabes cuánto echo en falta la sabiduría de Calderón de la Barca, reflejada en “El Alcalde de Zalamea”, paradigma del honor, porque “el honor es patrimonio del alma”. Aquí es donde está la clave de todo, Magdalena. En el reconocimiento y en el respeto del alma de los hombres. Creo en Santo Tomás de Aquino, cuando dice que, el alma, es una sola. Pero, está dotada de tres clases de potencias: la vegetativa, puramente orgánica, merced a la cual se realizan las funciones de las plantas; la sensitiva, función peculiar de los animales, conocimiento sensitivo de los objetos materiales, inclinaciones indeliberadas que nos impulsan hacia dichos objetos y, finalmente, las intelectuales, propias del entendimiento y del libre arbitrio. En el alma de los hombres y de las mujeres, es en donde radica el supremo principio de igualdad. Por lo que resulta abominable, atentar contra la dignidad de las personas. 
- Propugnas que, hombres y mujeres, estamos compuestos de alma y cuerpo -quise que llegara a concluir, mi amiga- . Y que, el alma es inmortal. 
- Tu primera conclusión es correcta -respondió Constanza-. De la inmortalidad del alma, yo no he hablado. La contestación debes buscarla en otro lugar; en los dominios invisibles e intangibles de la Fe. Si quieres, otro día, hablaremos de ello.






martes, 11 de agosto de 2015

El conocimiento del otro: Hay cientos de preguntas



¡Siempre te llevas sorpresas! ¡Nunca conoces del todo a otra persona!

Cuando me puse a escribir sobre el conocimiento del otro, me surgieron miles de preguntas. Les invito a que, buceando en su propia historia personal, y en las experiencias vividas, reflexionen sobre este tema, y encuentren sus propias respuestas.
No es fácil llegar a conocer en profundidad a otra persona. Es un proceso parecido al del conocimiento de uno mismo, pero, más complejo, todavía. En ese conocimiento intervienen muchos aspectos de las dos personas involucradas, y el grado de comunicación y de relación que pueda haber entre ellas. 
Conocernos a nosotros mismos es una tarea difícil. Vamos encontrando nuevos aspectos, que nos eran desconocidos, o que han ido surgiendo, a lo largo del tiempo. ¡Nunca acabamos de conocernos a nosotros mismos! ¡Es una tarea vitalicia! 
Estimo que, cuanto mayor sea el conocimiento que tengamos de nosotros mismos, más fácil será descubrir cómo es la otra persona. Tendremos la capacidad para diferenciar aquello que pensamos y sentimos, de lo que realmente vemos en el otro. 
En este escrito, quiero referirme al conocimiento de personas que son relevantes para uno, como familiares, amistades, parejas, etcétera. 
Con el tiempo, si la otra persona se comporta de acuerdo a ciertos principios o valores, y es coherente con ellos, uno puede llegar a imaginarse cómo actuaría ante algunas situaciones, qué tipo de respuestas daría, qué se puede esperar de sus reacciones y de sus sentimientos. 
De las personas que tienen un carácter cambiante, en su andadura por el mundo, es muy difícil saber cómo reaccionarán, o actuarán. Nunca sabes lo que podrás esperar de ellas. 
Aquí empiezan a surgir las preguntas: 
¿Son los principios, de la otra persona, realmente firmes? ¿Pueden tener apariencia de solidez, y en realidad ser como un barniz que desaparece con el tiempo? A propósito de esto, recuerdo un comentario de mi padre, refiriéndose a una persona que parecía tener características muy positivas: “Ha pelado el cobre; su comportamiento la ha puesto en evidencia” –dijo. 
Es cuando uno descubre que “No es oro todo lo que reluce”. 
¿Cuánta congruencia hay entre lo que piensa, siente, habla y hace? ¿Existe coherencia, en su forma de actuar, a lo largo del tiempo? ¿Su forma de proceder permite que uno entienda, con suficiente claridad, cómo es esa persona y lo que se puede esperar de ella? 
Y aquí interviene también nuestra percepción de lo que nos transmite el otro. 
¿Cuánto hay de realidad en el concepto que nosotros tenemos del otro? ¿Cuánto  hay de imaginario? ¿Qué parte de nosotros mismos proyectamos en esa persona? 
Mientras mayor sea el conocimiento que tengamos de nosotros, más objetivos seremos a la hora de conocer al otro, y no nos dejaremos confundir por nuestros pensamientos, deseos y necesidades. 
¿Puedes llegar a conocer a la otra persona por lo que hablas con ella? ¿Cuánto hay de realidad en lo que decimos a otras personas? Lo que expresamos, en ciertos momentos emotivos, ¿es lo mismo que diríamos más adelante, cuando el pensamiento y los sentimientos son más reposados? 
Algunas veces, deseamos creer que lo que decimos, o dice el otro,  refleja fielmente lo que hay en nuestras mentes y en nuestros corazones. 
¿Le conoces mejor por su forma de actuar, que por sus palabras? Se dice: “Obras son amores y no buenas razones” ¿Con cuáles obras te quedas? ¿Con las que te gustan, o con las que no te gustan? 
En ocasiones, encontramos que la comunicación con ciertas personas es muy fluida, fácil, y que se llega a un nivel de cercanía y comprensión muy especiales.  
Los cambios que pueden producirse en la forma de relacionarse contigo, ¿se deben a una mutación de sus pensamientos, o sentimientos? ¿Ha sido por algo que tú has hecho o dicho, o dejado de hacer o decir? 
¿Permanece en el tiempo tu influencia en su vida? ¿Se acuerda de ti? ¿Sigues acordándote tú del otro? 
Cuando te sientes muy cerca de alguien, ¿le sucede lo mismo a la otra persona? ¿Es algo mutuo? 
¡Podemos plantearnos un millón de preguntas!












sábado, 8 de agosto de 2015

Los fantasmas olvidados o reprimidos


     
¡Cuántas cosas importantes podemos llegar a bloquear, olvidar, reprimir, o enterrar en lo más profundo de nuestras mentes y de nuestros corazones!
Parece que, sin darnos cuenta, un mecanismo de defensa decide “olvidar” algunos hitos de nuestra historia personal que nos produjeron dolor. Si los recuperáramos, correríamos el riesgo de volver a experimentar ese sufrimiento que una vez sentimos, y que no nos gustaría revivir. 
Es lamentable constatar los estragos que, en una persona, puede causar haber reprimido u olvidado partes importantes de su pasado: experiencias, relaciones, amistades… En suma, todas aquellas cosas que se convirtieron en los fantasmas de su vida. 
Encontramos un problema añadido. Hay otros elementos que están asociados a esos “contenidos reprimidos”, los cuales motivan que releguemos al olvido porciones cada vez mayores de nosotros mismos, y nos convirtamos en una especie de fantasma, o en un simple esbozo o caricatura. Junto a lo que “necesitamos olvidar”, también evitamos otros aspectos que podrían evocar esos recuerdos. Por lo cual, dejamos de frecuentar algunos lugares, de hablar con ciertas personas, de escuchar algunas canciones, ponernos determinado perfume, pintar, bailar, viajar, estudiar… En fin, nos alejamos, sin ser conscientes de ello, de todo lo que pueda estar relacionado con aquello que creemos haber “borrado de la memoria”. 
Al haber prescindido de tantas cosas, nos falta la visión que se obtiene al contemplar nuestra vida como un todo. Las diferentes experiencias vividas, y lo que hemos aprendido de las mismas, forjan nuestra personalidad. Al no tener consciencia de algunas de ellas, no quedan integradas dentro de nuestro propio historial y se producen distorsiones, “lagunas” o “cortocircuitos”. 
No es aconsejable dejar que nuestra mente y nuestro corazón decidan, “a nuestras espaldas”, lo que quieren aceptar o prefieren evitar. Esto se produce porque tenemos miedo al dolor, y lo evitamos. Es categóricamente imperativo que aprendamos a afrontarlo, vivirlo, padecerlo, sufrirlo, como hacemos con los duelos. De esta manera, podríamos continuar con nuestras vidas, sin la pesada carga emocional que soportamos por haber sanado mal nuestras heridas. 
Podemos haber “olvidado” episodios importantes de nuestra vida, o les hemos quitado gran parte de la carga emocional que se asociaba a ellos. ¿Qué clase de hechos o situaciones son las que reprimimos? 
La respuesta está en nuestra mente, la cual decide protegernos, olvidando situaciones dolorosas o traumáticas. En otras ocasiones, en lugar de olvidar, nuestra mente prefiere suavizar el hecho, limitándose a emitir una borrosa “proyección cinematográfica”. Dentro de estas experiencias, además de algunas francamente traumáticas y dolorosas, pueden incluirse otras como: el sentimiento de no haber recibido aquello que hubiéramos deseado o necesitado, ciertas carencias afectivas, la indiferencia de personas significativas, el sentirse poco comprendidos y aceptados 
Otras veces, olvidamos personas y episodios agradables y significativos de nuestra vida. Nuestra mente decide olvidarlos, reprimirlos, porque quiere protegernos de su ausencia, del hecho de que han dejado de formar parte de nuestra vida diaria. Si no podemos acceder a esas personas, y no se pueden repetir esas situaciones placenteras, la mente considera que es mejor “olvidarlas”, para no quedar sujetos a ellas y a su recuerdo, y para que podamos avanzar con nuestra vida. ¡Si no está, no duele! ¡Se supone! 
Tanto si lo “reprimido” es algo negativo, como si es un recuerdo positivo, la mente quiere olvidar, e intenta protegernos del dolor que puede causar, en nosotros, el recuerdo de esos contenidos. Estas experiencias nos llevan a una especie de castración emocional; amputamos partes de nosotros, en un intento de olvidarnos de lo que nos puede llegar a hacer sufrir. 
La represión no es total y, sin darnos cuenta, esos contenidos “olvidados” siguen influyendo en nuestras vidas, con la dificultad añadida de no saber qué es lo que realmente está sucediendo. No podemos afrontarlo y solucionarlo, porque ha salido de nuestra consciencia, de nuestro día a día. 
La represión de ciertos acontecimientos y personas, que han sido importantes para nosotros, nos impide avanzar en algunas áreas de nuestra vida y pasar página. Buscamos, sin darnos cuenta, explicaciones alternativas para los hechos, y así poder continuar viviendo, y no quedar paralizados o anclados en momentos del pasado. 
Todo lo vivido tiene una razón de ser, aunque la desconozcamos, y debe ocupar un lugar dentro de nuestra trayectoria vital. Salvo que sean detalles insignificantes, debemos aprender a integrarlos en nuestra historia personal. Entender, comprender, agradecer, perdonar… 
Para poder superar esa represión, o distorsión de contenidos, es necesaria la exposición a estímulos que nos ayuden a recordar lo que alguna vez habíamos “olvidado”. Existen dos alternativas que pueden ayudar a revertir el daño: 
La primera, tiene lugar durante el transcurso de algunos procesos psicoterapéuticos. La segunda, sucede cuando nos volvemos a enfrentar a situaciones parecidas a las que hemos “bloqueado”: cuando nos encontramos con algunas personas, escuchamos cierta música, volvemos a ciertos lugares, y rememoramos lo olvidado. 
Volver a traer a la consciencia lo que alguna vez se reprimió, es un proceso bastante doloroso, pero es muy útil, necesario, y beneficioso. Cuando agregamos esa información que habíamos retirado de nuestra mente, empezamos a apreciar continuidad en nuestra vida. La contemplamos, sin saltos e interrupciones, y encontramos ciertos hilos conductores que nos llevan, desde la infancia y la juventud, hasta el momento presente. Se desatan nudos que no sabíamos que existían y encontramos explicaciones a las que no podíamos acceder anteriormente. Interpretamos elementos de nuestro pasado a la luz de esos hechos que incorporamos a la historia de nuestra vida. Se empiezan a sanar viejas heridas y podemos afrontar lo que no nos sentíamos capaces de soportar. Encontramos paz, energías renovadas, y una mayor confianza en nuestras capacidades y posibilidades. 
Todo ello nos lleva a ser capaces de avanzar y tomar las riendas de nuestra vida, proyectándola, con decisión y firmeza, hacia el futuro, habiendo superado muchas de las limitaciones que encontrábamos en nuestro pasado. 





jueves, 6 de agosto de 2015

Conocerse a sí mismo... sin obsesionarse



“Hay tres cosas extremadamente duras: el acero, los diamantes y el conocerse a uno mismo.” 
– Benjamin Franklin

¿Conocerse a sí mismo? ¡Es una tarea difícil! ¡Casi un arte!
Mi idea inicial era hablar acerca de lo que yo entiendo por el conocimiento de uno mismo, a continuación de lo que se expuso en “El abuelo era sabio”. Para no alargar esa historia, decidí hablar de ello en otro artículo, que es lo que me propongo hacer con este escrito. Me interesa recordar dos párrafos de aquella narración sobre el conocimiento de sí mismo, y la relación entre un abuelo, que era bastante sabio, y su nieto de muy corta edad:
  • “No pretendo objetar la respuesta de Tales de Mileto. Sin embargo, he procurado no obsesionarme con esta práctica, a diferencia de muchas otras personas que se pasan la vida buceando en el interior de su alma. Opino que es un ejercicio muy peligroso, y procuro excluirlo de mis hábitos”. 
  • “Por eso digo que es preferible perseguir la sabiduría observando a los demás y profundizando en el conocimiento de todas las cosas; en lugar de pasarse uno la vida, hurgando en los recovecos de su propia mente”
Yo sí buceo en el interior de mi alma, de vez en cuando, y no considero que sea una obsesión. Es parte de mi forma de ser; es algo casi instintivo en mí. Hay momentos en los que me sorprendo a mí misma, haciendo como un doble juego. A medida que voy conociendo a una persona, me pregunto si yo soy así, si tengo algunos de sus rasgos de carácter, y qué despierta en mí aquello que percibo.
No me siento a pensar y a reflexionar acerca de  cómo soy. Simplemente, voy tomando pequeños apuntes mentales, mientras leo, hablo, escucho, escribo, decido o actúo… Es como ir encontrando las piezas de un rompecabezas o “puzzle” muy grande y complejo. Con una particularidad: es un conocimiento infinito y cambiante. Algunas veces, incluso me sorprendo de lo que encuentro, y de lo que soy capaz de hacer, de entender o de soportar.
El conocimiento de sí mismo no suele darse en el vacío, dedicándonos a pensar sobre ello, sino que lo alcanzamos al constatar cómo actuamos en nuestra vida.
El conocimiento de uno mismo se produce poco a poco. Vamos conociendo nuevos aspectos de nosotros mismos. Descubrimos cómo pensamos, actuamos y respondemos ante los sucesos y los problemas a los que nos enfrentamos, y cómo nos relacionamos con las personas con las que interactuamos. Vamos conociéndonos y decidiendo, consciente o inconscientemente, cómo queremos ser, y cómo no; qué modelos admirar y seguir, cómo queremos relacionarnos con otros. Hasta cierto punto, todos tenemos algún conocimiento de nosotros mismos. Diferimos en el grado en que somos conscientes de ello, y cómo actuamos al respecto.
  
“El hombre que tiene la misma visión sobre el mundo a los cincuenta años que a los veinte, ha desperdiciado treinta años de su vida.”  – Muhammad Ali

A veces, creemos conocernos y saber cómo actuaríamos ante determinadas situaciones. Entonces, la vida se encarga de presentarnos nuevas experiencias que pueden poner en tela de juicio mucho de lo que hasta ese momento creíamos. A partir de ahí, revisamos si los valores que han guiado nuestra vida siguen siendo vigentes en el momento actual y para nuestro futuro, y si debemos adquirir nuevos criterios que puedan servirnos de guía. Estas directrices nos pueden llevar a tomar otros caminos, rodeándonos de personas, afrontando retos y posibilidades, con los que poder llevar a cabo aquello que deseamos.
Ese conocimiento de nosotros mismos no se produce de manera lineal, y tampoco es igual en todas las personas. Ese conocerse tiene momentos claves en los que, por diferentes circunstancias, la vida nos obliga a mirar dentro de nosotros. Nos enfrentamos a nuevos conocimientos, sucesos, o a personas, que, de alguna forma, nos sacuden, que no nos dejan impasibles, que no nos permiten seguir con el curso habitual de nuestra existencia.
Hay momentos de mayor introspección, ese mirar hacia dentro, y otros, la mayoría, en los que vamos viviendo nuestra vida sin cuestionarla mucho, o realizar grandes cambios. 









domingo, 2 de agosto de 2015

El abuelo era sabio




Tenía la sabiduría que unos cuantos elegidos alcanzanhabiendo preservado la bondad y limpieza de su corazón, aun después de haber tenido que afrontar todo tipo de injusticias y adversidades. 

A pesar de llevar juntos tantos años, me da rabia seguir cayendo en la trampa que me tiende mi marido, cuando quiere provocar algún debate entre nosotros. Conozco perfectamente su técnica, consistente en afirmar algo totalmente distinto de lo que piensa. Lo dice con tal naturalidad y seriedad, que yo entro al trapo, y me lo trago. Cuando me parece advertir el peligro -por desgracia para mí, sucede en pocas ocasiones-, me pongo en guardia y me limito a fruncir el ceño, esperando a ver por dónde va a salir. Entonces, él se ríe y me habla muy en serio.
Fue lo que ocurrió, cuando me dijo que no disponía de tiempo para mirarse en el espejo, al salir de la ducha, cada mañana. De lo que se infería que, tampoco, lo tenía para dedicarlo al conocimiento de sí mismo. 
- No es así -rectificó, mirándome a los ojos-. Pero, dedico mucho más tiempo intentando conocer a los demás y observando todo cuanto nos rodea.

- A pesar de lo cual, tendrás interés en conocerte a ti mismo -insistí-. Ya ves lo que dice el Sabio: es la más difícil de todas las cosas. 

- No pretendo objetar la respuesta de Tales de Mileto. Sin embargo, he procurado no obsesionarme con esta práctica, a diferencia de muchas otras personas que se pasan la vida buceando en el interior de su alma. Opino que es un ejercicio muy peligroso, y procuro excluirlo de mis hábitos.

- ¿Entonces? -Le pregunté yo.

- Prefiero averiguar cuál sería mi elección, ante la infinidad de situaciones que nos presenta la vida. Advirtiendo que, haberlo descubierto, no es suficiente garantía de cumplimiento.

- No comprendo bien lo que quieres decir ¿Puedes explicarte? -Yo quería que me diera toda la información, pero lo hacía a cuentagotas.

- Podemos conocer nuestro organismo, mediante la colaboración de un médico, al igual que un mecánico nos descubre los mecanismos de un automóvil. A este último, resulta fácil dominarlo. Cuando quieres detenerlo, basta que reduzcas la velocidad y pises el freno. Si quieres ponerlo en marcha, giras la llave de contacto, o presionas el botón de arranque automático. Pero, el alma de cada persona, es imposible conocerla ¡Con razón dice el Sabio que es la más difícil de todas las cosas! ¡Esa es tarea ingente para vosotros, los Psicólogos!

- Sé, de sobras, que no te gustan los Psicólogos -le dije, a mi marido-; aunque, ironías de la vida, te casaste con una.

- En lugar de pretender saber cómo soy, procuro averiguar hasta qué punto mis principios condicionan mi toma de decisiones. Entendiendo por principios, aquellos soportes que yo  he elegido para andar por la vida. Por ejemplo, el amor, la fidelidad, el esfuerzo, el trabajo, la religión, la familia, etcétera. Los seres humanos, tenemos cientos de soportes a nuestra disposición; incluyendo aquellos que no son intrínsecamente buenos, o acordes con la moral, o contrarios al Derecho…

- ¡Dame un ejemplo! - le urgí, expectante. 

- ¡Muy sencillo! Yo he elegido el principio sacrosanto del amor, para compartir la vida contigo. También, el no menos sólido fundamento de la fidelidad. Por lo tanto, sería de esperar que yo rechazara cualquier propuesta de infidelidad. 

- ¿Sería de esperar? ¿No lo aseguras? -le pregunté. 

- Por lo que conozco de mí mismo, sería lo que cabría esperar de mí -contestó.

Tuve que reconocer la honestidad de su respuesta, aunque me quedé pensativa, hasta que mi marido interrumpió el silencio.

- Por eso digo que es preferible perseguir la sabiduría observando a los demás y profundizando en el conocimiento de todas las cosas; en lugar de pasarse uno la vida, hurgando en los recovecos de su propia mente. 

Luego, sin que ninguno de los dos lo pretendiera, la conversación fue derivando hacia la sabiduría de la que algunas personas elegidas, son poseedoras, a lo largo de su vida. Mi marido aseguraba que se llegaba a este estadio superior, después de años de observación y de  estudio. Después de que, la edad, hubiese aplacado las pasiones del ser humano, habiendo desarrollado, en cambio, su corazón y su mente, hasta límites insospechados.

- Me viene a la memoria -comentó- la imagen de mi abuelo, que llevo grabada en mi corazón, desde que yo era un niño. Era un hombre delgado y muy alto. Razón por la cual, el paso de los años hizo que caminara algo encorvado. Con frecuencia, salíamos de paseo, y él me agarraba de la mano, apretándola con fuerza, si intuía algún peligro. Era una mano que me transmitía amor; yo me sentía feliz y seguro, a su lado. 

- ¡Qué lindo! -exclamé, viendo que se le aguaban los ojos- ¿Adónde te llevaba? -pregunté, con la intención de despistar su emoción. 

- ¡Me sorprendía, siempre, con el recorrido que se inventaba! -exclamó, mi marido, dibujando una sonrisa en sus labios-. Íbamos al mercadillo de libros viejos, de donde yo salía con un par de cuentos bajo el brazo. Nos acercábamos al parque y, sentado en un banco, dejaba que yo jugara a la pelota con los otros niños. Gracias a mi abuelo, aprendí a patinar sobre ruedas, al descubrir una pista de patinaje que alquilaba los patines; gasto que él afrontaba, sin contárselo a nadie. Hasta que un día, al comprobar mi constancia, me regaló unos patines de cuero, homologados para competición ¡Fue con los que aprendí a  jugar al hockey, en el colegio! 

-¡Qué envidia! -no pude evitar emitir. 

- Mi abuelo era un hombre sabio -continuó diciendo, mi marido-. Tenía la sabiduría que unos cuantos elegidos alcanzan, habiendo preservado la bondad y limpieza de su corazón, aun después de haber tenido que afrontar todo tipo de injusticias y adversidades. 

Estuve a punto de interrumpir, pero decidí esperar a que, mi marido, terminara su discurso. 

- No era un gran intelectual, tampoco un científico, ni creo que deslumbrara por su inteligencia. Los conocimientos adquiridos, a lo largo de años de observación y reflexión, habían modulado su carácter. Obraba con una medida pausa; y era silencioso. Cuando hablaba, modulaba el tono de su voz. Recuerdo que era una voz cálida, que infundía un gran respeto en todos cuantos le escuchábamos ¡Definitivamente, era la voz de un sabio! 

Estuvimos, hablando sobre el conocimiento de uno mismo, y sobre el conocimiento de los demás, hasta una avanzada hora de la madrugada. Me impresionó constatar la influencia que la memoria de su abuelo, ejercía en mi marido.